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Violencia doméstica

Lo atroz

atroz (del lat. atrox, -ocis; adv. atrozmente)

1 adj. *Cruel o inhumano.

2. Aplicado al dolor; padecimiento o palabras semejantes, tan intenso que no se puede sufrir.

3. Muy malo por sus efectos o consecuencias […].

María Moliner, Diccionario de uso del español, Madrid, Gredos

Hace meses que en la redacción de DEF venimos conversando y elaborando el proyecto de escribir  una  nota  de  tapa  sobre  la violencia doméstica,  esa  situación  aberrante  que  atraviesa  a todas  las  capas  sociales  y  a  todos  los pueblos  del mundo.  Siempre  oculta  en los  secretismos  de  todas  las  épocas, actualmente  toma  más  estado  público gracias, en parte, a  los   nuevos medios de comunicación y a las campañas de concientización del problema. Sin embargo, curiosamente,  la  violencia  doméstica sigue siendo algo vergonzante que suele solaparse. Aún hoy se sigue pensando en la  responsabilidad de  la víctima, en esa conocida idea de que “algo habrá hecho”.

Luego  de  semanas  de  investigar  y, asombrado ante los datos y estadísticas que brindan los organismos internacionales y las ONG vinculadas a este tipo de violencia, decidí abandonar por una vez los miles de caracteres necesarios para esta editorial y cederle el protagonismo a la fuerza de la imagen y al valor testimonial de un texto de ficción.

Hace muy pocos días, en un hecho verdaderamente  curioso,  el  Ministerio  de Defensa  de  la Argentina  realizó  un  acto para  recordar  los 259  femicidios ocurridos a lo largo del último año. Ante esa circunstancia, se me ocurrió pensar cómo hubieran  analizado  grandes  estrategas militares,  que  han  escrito  a  lo  largo  de cientos de años sobre la guerra –Sun Tzu o Clausewitz por citar un par de los más destacados–  cómo  hubieran  descripto ellos esta  guerra  cotidiana  brutalmente asimétrica. Ese combate que empieza al alba todos los días y se repite hora tras hora sin descanso y sin objetivo final, ese que arrastra a los más débiles, sin ninguna posibilidad de defensa una y otra vez, solo esperando un retorno siempre peor en una  horrorosa  e  infinita  espera. En este tipo de conflicto, las estrategias y las tácticas no sirven más que para provocar dolor innecesario, absurdo y definitivo.

259  son  las  víctimas  del  2010,  pero detrás de cada una de ellas hay una historia feroz y más víctimas, muchísimas más  víctimas  representadas  en  hijos, padres, amigos y allegados. Muchos de ellos  convivieron  durante  años  en  la certeza del trágico final,  imposibilitados de actuar y mirando cómo se cierra el cerco sobre ese definitivo destino.

Este  tema  tan  dramático  y  complejo me llevó  a  pensar  que  era  apropiado  dejar cifras y datos para la nota principal de DEF e  intentar  que  una  sola  historia  reflejara esas miles de historias que conviven con nosotros en las grandes ciudades, en los pequeños  pueblos  y  aún  en  los  lugares más remotos, sin reconocer ideologías, ni culturas, ni orden social alguno.

Elegí para ello un breve texto del libro La mujer  de    verde del  escritor  islandés Arnaldur  Indridason, muy  reconocido  en estos días entre los aficionados al género policial. Su personaje, el inspector Elendur Sveinsson enfrenta en esta ocasión el difícil cometido de resolver un asesinato ocurrido 60  años  atrás  cuando  se descubre accidentalmente una costilla humana enterrada en un viejo edificio de una urbanización. Solo para poner  al  lector  en  situación, refiero que es la triste historia de tres hijos y una mujer maltratada que padecen la violencia de Grímur, el marido golpeador,  durante  la  segunda  guerra mundial. La parte del relato que sigue a continuación se corresponde con el  tiempo en el que Grímur, su marido, está en la cárcel y la aparición en la vida de esta mujer de un soldado americano, Dave, que intenta terciar en el intenso drama.

Cuenta Indridason en el capitulo 18 de La mujer de verde (editorial RBA Libros S.A./2009):

[…] Es un hombre horrible –dijo de repente y sus hijos prestaron toda su atención, pues  nunca  la  habían  oído  hablar  de Grímur como en ese momento-. Un hombre horrible- prosiguió-. Un alma mezquina y maldita que no merece vivir. No sé por qué se los deja vivir a hombre como él. No lo comprendo. ¿Por qué se les deja que  hagan  su  voluntad?  ¿Cómo  puede haber hombres así? ¿Qué es  lo que  los convierte en monstruos? ¿Por qué se les permite  comportarse  como  bestias  año tras año y agredir a sus hijos y humillarlos y agredirme a mí y golpearme hasta que llego a desear la muerte y pienso en la forma de…? Dejó escapar un profundo suspiro y se sentó delante de Mikkelína.

– Una se avergüenza de ser la víctima de un hombre así y se abandona a una total soledad  e  impide  a  todos  que  se  acerquen, incluso a sus propios hijos, porque una no quiere que nadie mueva un dedo, y menos que nadie ellos. Y allí se queda esperando el próximo ataque, que llegará sin  aviso  alguno,  y  está  llena  de  odio hacia algo que no comprende, y  la vida entera se convierte en la espera del próximo ataque. ¿Cuándo  llegará? ¿Cuánto daño le hará? ¿Cuál será el motivo, cómo evitarlo?  Porque  cuanto  más  satisfago sus caprichos,  tanto más asco siente él por mí. Cuanta más sumisión y temor le muestro,  tanto  más  odio  descarga  él sobre mí. Y si me muestro indócil, entonces ya  tiene un motivo para matarme a golpes. No hay forma de hacerlo bien. No hay  forma.  Hasta  que  lo  único  en  que piensa  una  es  que  en  todo  acabe.  Da igual cómo. Sólo en que acabe.

Volviendo  a mi  propio  relato  e  incumpliendo  la  ley sagrada del policial de no develar el final, sepa usted que la costilla aparecida 60 años después, enterrada en un  edificio  en  reconstrucción  de Reikiavik,  pertenecía  al  violento  Grímur, abatido con una tijera doméstica por uno de  sus  hijos,  el  pequeño  hijo  Simón. Cumpliendo también con la ley universal de  todos  los  maltratos  existentes  en todas las culturas y en todos los pueblos, las vidas de los protagonistas de esta historia ficticia  fueron arruinadas definitivamente, sin excepciones.

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