“A quien procede con honradez, nada debe alterarle.
He hecho cuanto he podido y jamás he faltado a mi palabra”
Manuel Belgrano
En estas semanas en que varios aniversarios calan hondo en la existencia de los argentinos –los 200 años del primer enarbolamiento de nuestra enseña patria y, dentro de pocas semanas, la conmemoración de los 30 años del fallido intento militar de recuperar por la fuerza nuestras islas Malvinas– resulta curioso observar cómo el imaginario colectivo referencia estas cuestiones. Desde la niñez, solemos sostener una idea idílica de las islas sometidas al yugo colonialista y un inmaculado respeto por el creador de nuestra bandera. Pero además, la gente común, alejada de las controversias entre intelectuales y de las pasiones políticas entre Estados, posee una conmovedora y embrionaria conciencia nacional a la que solo se suma la figura del Libertador San Martín.
Es por esa razón que DEF, consecuente desde su creación con la causa Malvinas, desarrolla en este número de la revista un documentado repaso de nuestros irrenunciables derechos en el Atlántico Sur, además de dar cuenta de las muchas otras actividades organizadas por nuestra editorial en homenaje a quienes dieron su vida en el archipiélago, en particular la evocación de los muertos del crucero “General Belgrano”, bastión argentino de la figura señera del prócer en nuestro mar Austral.
La idea de evocar a Belgrano como insigne hombre de la República se impone en estos días tan particulares para todos los argentinos. Nuestro país ha sufrido múltiples sinsabores que han acrecentado la licuación de nuestro sentido nacional en los últimos 50 años y nuestro compromiso individual y colectivo con la Nación. Muchos podrán pensar que hay cierto chauvinismo en esta afirmación, pero basta extender la mirada a hechos concretos para ver los efectos devastadores que tiene esta pérdida de identidad en un país joven como el nuestro, donde hay aún una fuerte inmigración de pocas generaciones, y recibe además importantes ingresos de países limítrofes, en su lucha denodada por la búsqueda de la unidad.
Una Nación se construye con el cumplimiento de las reglas que se autoimpone, con dirigentes comprometidos, con un empresariado responsable para con su país, con una acción comunitaria y social que asegure el bienestar de la mayoría y, fundamentalmente, con un estricto sentido del cumplimiento de la justicia para todos. Sin querer siquiera ser controversial en estos conceptos, los vaivenes que nuestro país ha sufrido durante tantos años dejan poco margen para el sano desarrollo de ese ideario proyectado que todos soñamos como Nación.
En ese marco, seguramente Belgrano es una de esas pocas figuras que quedan al margen de la duda, que no deben ser inventadas ni reelaboradas para conformar una historia escolar, ya que su figura mítica es aceptada por todos los argentinos. ¿Cuáles son esos valores que promovió a lo largo de su vida? ¿Cuál es la vigencia de su pensamiento? ¿Qué significa hoy para todos nosotros? Belgrano está presente de mil maneras y no es necesario idealizarlo, pues conquista desde su propia discreción, desde sus claroscuros, desde una realidad humana cargada de virtudes y de defectos; se destaca acabadamente entre los hombres de Mayo y llega al panteón de héroe moderno por sus virtudes republicanas. Reclamado por múltiples sectores como propio, pareciera innecesario decir que es de todos los argentinos y que la discusión en ciernes sobre si predomina el abogado o el general poco y nada tiene que ver con el pensamiento belgraniano ni con las virtudes que propulsó a lo largo de su vida, signada por el desprendimiento y la generosidad de su espíritu.
Mayo lo sorprende a los 30 años, en 1810, en su plenitud y con una vida caminada. Belgrano fue abogado y economista, periodista, diplomático político y militar. Recibido en Salamanca y Valladolid, España, conocedor de varios idiomas, fue un hombre culto que a lo largo de su vida realizó múltiples obras que asombran hasta nuestros días. Fue jefe de los Patricios y creó la Escuela de Náutica, la Academia de Geometría y Dibujo, abogó por la Escuela de Comercio y por la creación de escuelas de mujeres e integró la Primera Junta de Gobierno. A la hora de las armas, fue general en jefe de las fuerzas de la Banda Oriental, Santa Fe, Corrientes y Paraguay en 1810, dirigió el Ejército del Norte, creó nuestra bandera en las cercanías de Rosario en 1812, dirigió el mítico “éxodo jujeño” y triunfó en las batallas de Tucumán y Salta. Se mostró grande en las derrotas de Vilcapugio y Ayohúma y en nadie mejor está aplicado el concepto de que “dio todo sin esperar nada a cambio”. Rechazó premios y riquezas con desprecio, donándolos para la educación, y él, que había pertenecido a una de las familias más acaudaladas del Río de la Plata, murió finalmente en 1820 rodeado de muy pocos amigos en el convento de Santo Domingo abrumado por las deudas en estado de máxima pobreza.
En la búsqueda de acercar a Belgrano a nuestros lectores he tomado apuntes de un interesante artículo de León Rebollo Paz, publicado hace años por el Instituto Nacional Belgraniano y titulado “Belgrano juzgado por José María Paz”. Este análisis tiene el profundo valor de la mirada del general Paz que, además de ser uno de los historiadores más importantes de su época y clásico de la literatura histórica, fue escrito en la vejez del prócer, en la serenidad de su retiro y sin excluir los defectos que había detectado en Belgrano 40 años antes, siendo él un joven y subalterno actor en la batalla de Tucumán. Su retrato decía: “El general Belgrano, sin embargo de su mucha aplicación, no tenía, como él mismo lo dice, grandes conocimientos militares, pero poseía un juicio recto, una honradez a toda prueba, un patriotismo el más puro y desinteresado, el más exquisito amor al orden, un entusiasmo decidido por la disciplina y un valor moral que jamás se ha desmentido” y entre el debe, aseguraba Paz, estaba la incapacidad del prócer de juzgar correctamente a los hombres que muchas veces solían engañarlo con poca astucia, producto de que su ejemplaridad carecía de la sagacidad para detectarlos. Belgrano no concebía la maldad, ni la traición ni el engaño. El destino lo hizo militar con conocimientos escasos, pero con las virtudes de una entrega sin concesiones. Llevó a las armas patriotas a victorias fundamentales y en las derrotas logró menguar sus consecuencias rehaciéndose con valor donde otros solo hubieran logrado desastrosas retiradas.
Vuelvo a una apropiada cita de Rebollo Paz: “La grandeza de los pueblos se apoya no solamente en la pericia de sus estadistas, ni en sus eruditos, ni en sus guerreros afortunados ni en sus grandes financistas. Los valores morales juegan un papel trascendente en su destino”. Creo que Manuel Belgrano encarna como nadie esos valores, que su pueblo reconoce y que forman parte del inconsciente colectivo de nuestra sociedad. No es casual, entonces, que en torno a la figura de Belgrano no exista actualmente ninguna polémica ni discusión.
Superado el abandono de los aciagos años próximos a su muerte, la posteridad le terminó haciendo la justicia de los indiscutidos. De la necesaria contextualización de su ideario político, debemos rescatar a primera vista la convicción de que el cumplimiento de las leyes es la única manera de vivir en libertad y que solo es aceptable un respeto absoluto al orden que emana de la Constitución. Pero quizás aun por encima de todos esos conceptos, Belgrano –patriota por excelencia– hizo de la palabra “unión” (a la que llamaba “unión de las provincias”) un valor supremo que estaba por encima del valor de la espada. Siempre encontramos en él un denodado y permanente esfuerzo para lograr la unidad nacional que tanto nos costó a los argentinos a lo largo de dos siglos de la vida y que hoy es nuestra obligación consolidar.
Ética, razón y discreción fueron los pilares sobre los que Belgrano edificó su vida. Al buscar en la historia y aun en sus propias palabras, siempre consecuentes con sus acciones, uno encuentra una guía para nuestra convivencia democrática en tiempos que así lo exigen. Allá donde busquemos inclusión, respeto por las diferencias y juicio recto, encontraremos en la palabra y el acto belgraniano una fuente de inspiración.
Al recordar en estos días los tristes acontecimientos que llevaron a arriar nuestra bandera ante el enemigo inglés, al abandonar para siempre la vieja frase que afirmaba que “nuestro pabellón nunca habría sido atado al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra”, no dejemos de pensar en los múltiples ejemplos de vida que Belgrano nos legó. Ellos están mucho más allá del bronce, de los recuerdos y monumentos, para transformarse en un espejo cotidiano donde reflejarse y superar todas nuestras diferencias.
Solo así podremos alcanzar el merecido porvenir para todos los argentinos.