Un breve ensayo sobre una de las escritoras más importantes del siglo XX que aun, hoy, sigue interpelando a buena parte de la sociedad.
Chaya Pinjasovna Lispector, nacida en Ucrania en 1920, emigró muy pequeña junto con sus padres a Brasil, donde tomó el nombre de Clarice y adquirió la nacionalidad brasileña. La originalidad de su obra literaria, sumada a su exótica belleza y misteriosa personalidad, la convirtió no solo en la gran escritora de la segunda mitad del siglo XX en Brasil, sino también, en la musa inspiradora de varios artistas: una “extraña mujer que se parecía a Marlene Dietrich y que escribía como Virginia Woolf”, como dijo uno de sus biógrafos.
La obra literaria de Lispector es caracterizada como un viaje sutil e introspectivo –del mismo modo como ella decía aislarse de su vida cotidiana para escribir– que evoca sensaciones a partir de detalles en apariencia nimios o superficiales. Para algunos críticos, captó la esencia de la literatura femenina, no solo por su delicadeza sensitiva, sino también por sus protagonistas, a menudo mujeres o niñas que prestan sus voces a los relatos.

“Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él (…). Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su Amante”. La cita anterior pertenece al cuento “Felicidad clandestina”, de 1971. En él, una niña desea fervientemente un libro y, luego de sortear varios obstáculos, lo consigue. Sin embargo, en lugar de leerlo inmediatamente, prefiere seguir disfrutando de la espera, deseándolo como una mujer que posterga un ansiado encuentro amoroso con su amante. ¿Por qué la felicidad sería clandestina? ¿Qué es lo que hay que ocultar para gozar de esa felicidad? Naturalmente, en este cuento, podríamos citar las numerosas interpretaciones psicoanalíticas vinculadas con el goce, el deseo, lo prohibido; o bien, encontrar reminiscencias filosóficas relativas al devenir del tiempo. Pero también, desde esta columna, podemos confrontar esta situación con nuestros propios hábitos modernos y pensar cuánto tiempo ha pasado desde que disfrutamos de anticipar un encuentro íntimo con este tipo de “amante”, el libro.
¿Cuánto hace que no tenemos un libro-amante que nos esté esperando? ¿Recordamos la sensación física de sostener un libro deseado en el regazo, de sentir su olor y su textura? ¿Será cierto que el tiempo se nos escurrió, y ya no se puede leer así? Hoy, sin embargo, la modernidad nos ofrece otro “amante”, también emparentado con ese goce: las series hogareñas son ahora las que nos esperan al final del día. Sabemos del placer de una noche casi en vela, episodio tras episodio. No es como en el cine –un hábito social compartido en la mayor parte de los casos, una propuesta uniforme en un tiempo acotado–, ya que la serie es manipulable en avances y retrocesos, igual que las páginas de un libro; es un amante dócil que se adecua a nuestras necesidades, que nos repite lo que deseamos revivir, que cesa cuando así lo decidimos.
“La obra literaria de Lispector es caracterizada como un viaje sutil e introspectivo que evoca sensaciones a partir de detalles en apariencia nimios o superficiales.”
En este presente donde la felicidad es muchas veces confundida con exhibir situaciones fabricadas para compartir en las redes sociales, donde los tiempos son más urgentes que nunca, es bueno alimentarnos de la espera gozosa, del ritual a solas, para sentirnos dueños de entrar y salir de mundos paralelos al nuestro. En su Decálogo del lector, el autor francés Daniel Pennac enunció como uno de los derechos el de callarnos luego de haber leído, el de gozar la intimidad de esa experiencia sin rendirle cuentas a nadie.
Celebremos entonces la oportunidad de sentir “el pecho caliente y el corazón pensativo” cuando sabemos que, a solas, una historia nos espera. En lo tangible de un libro, en lo volátil de una imagen en pantalla, sabemos que la propuesta es manejar el tiempo y ver sin ser vistos, felices y clandestinos. Con maestría, Lispector ha evocado el erotismo que despierta ese encuentro, el del eterno juego de la ficción.