Apasionado por la electrónica y el estudio de la atmósfera, Héctor Ochoa trabaja hace 39 años en el Instituto Antártico Argentino, lapso durante el cual viajó alrededor de 51 veces al continente blanco.
No cualquiera puede decir que viajó 51 veces a la Antártida. Héctor Ochoa sí. Su historia podría tranquilamente ser tomada por Netflix para un documental, por su vocación y dedicación. No es un técnico más. Sus conocimientos específicos y años de trayectoria lo hicieron ser una pieza clave y fundamental en el sostenimiento de las bases antárticas argentinas.
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Es Ingeniero en sistemas, su tarea actual es dar servicio a la disciplina de alta atmósfera, ciencia en la cual se llevan adelante convenios de colaboración con instituciones extranjeras y nacionales. Para ello, hay una multiplicidad de equipos y equipamiento instrumental desplegado en varias bases antárticas y la función de Ochoa, al comienzo de la campaña, es formar a los ingenieros y técnicos para su operación y mantenimiento. Por otra parte, todos los años recorre los distintos laboratorios para la calibración del instrumental y la formación in situ del personal de la base.
De la incertidumbre a la pasión por la Antártida
“Son 51 ingresos, no 51 años”, aclara, como si no fuera mucho. Y cuenta que su historia con la Antártida comenzó en 1984, cuando buscando trabajo encontró un clasificado del Instituto Antártico Argentino en el que solicitaban ingenieros y técnicos con experiencia. Él siempre había soñado con conocer el sexto continente, así que no lo dudó, incluso ese día al llegar a su casa le comunicó a su familia que se iba a la Antártida.

Con sus 22 años, fue el único que quedó de las 30 personas que se presentaron para el puesto de técnico, gracias a su gran experiencia en electrónica. En la primera entrevista, recuerda, no se habló de la tarea en sí, sino de las dificultades de trabajar en ese territorio y de vivir alejado de la familia. Nada lo amilanó.
Después vinieron los exámenes de idoneidad y psicofísico. De esos primeros pasos recuerda que no tenía mucha idea de dónde se estaba metiendo, ya que en ese momento no existía internet ni había difusión de la actividad. “Fui un poco a ciegas porque solo conocía la Antártida por fotos, pero ya me había cautivado”, comenta.
La primera invernada en la Base Belgrano II, la más austral
Finalmente, en 1985 partió para su primera invernada, nada más y nada menos que en la Base Belgrano II, la más austral que tiene la Argentina, a 1.300 kilómetros del Polo Sur. En esta primera etapa su función específica era la de dar soporte a la investigación como ayudante científico, tarea que le permitió volver a invernar en Belgrano II en 1989. De las primeras impresiones recuerda el impacto que le generó encontrarse “con ese mar lleno de pedazos de hielo. Fue increíble, emocionante”.

En ese entonces, uno de los temas más complejos que se vivía era, además de la lejanía, la incomunicación, en especial en las instalaciones científicas más australes. “Una vez que se iba el rompehielos, quedábamos aislados hasta el año siguiente, en especial en la base Belgrano. Podíamos pasar semanas incomunicados, sobre todo durante la noche polar”, explica.
La única posibilidad de contactarse con la familia era a través de la radio dos o tres veces a la semana, siempre y cuando las condiciones ionosféricas lo permitieran. “Cuando había mucha actividad solar o tormentas magnéticas, no podíamos comunicarnos. De todas formas, tampoco era lindo porque uno sabía que todos escuchaban la conversación. Incluso, a veces, había tanta interferencia, que el diálogo se desarrollaba a través de los operadores. Entonces se daban charlas insólitas: ‘Dice su señora que lo extraña’, por ejemplo”, relata.
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Todas estas dificultades tuvieron su lado positivo, ya que Héctor empezó a analizar las opciones de lograr instalar telefonía satelital. De regreso, a bordo del rompehielos Almirante Irízar en 1992 y pese a que el minuto de comunicación costaba 11 dólares, Ochoa llamó a su casa con la ilusión de escuchar la voz de su esposa. Al atender, el cuñado le informó que había salido. La bronca fue enorme, pero sirvió para que se diera cuenta de que, si estando cerca de la base, en el buque, podía establecer la llamada, tenía que ser factible lograrlo desde el continente.
Fue entonces cuando, además de su tarea como ayudante científico, empezó a involucrarse en otros temas. “Comenzó en ese momento la zaga de las comunicaciones, las idas y vueltas, las peleas, hasta que logré que la empresa Telefónica Argentina hiciera una inversión que nos permitió tener un enlace en el continente. A partir de entonces vino una lluvia de avances tecnológicos que posibilitó ir cambiando los sistemas”, detalla.

Un capítulo especial para los Ochoa
En cuanto a su vida personal, Héctor ya estaba casado y tenía hijos. Su gran ilusión era que la familia conociera su lugar en el mundo, para que de algún modo comprendieran mejor el motivo que lo mantenía alejado tanto tiempo de su casa.
“Siempre se dice que no se ama lo que no se conoce y creo que es cierto. Uno saca fotos, filma videos, pero por muy linda que sea una imagen es algo que vemos y nada más. Es intransferible la vivencia de pisar el hielo antártico”, comenta.
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Mientras ahorraba en un intento de juntar el dinero necesario para realizar un viaje de turismo, llegó la oportunidad: un sismógrafo instalado en Base Esperanza tenía algunos problemas con los registros. Le propusieron ir a invernar con su familia, propuesta que Elisa, su esposa, aceptó sin dudar.

Durante la campaña 1992-1993, viajó solo para dejar el equipo en marcha y al año siguiente, 1994, viajaron todos -Héctor, Elisa, Diego (6), Rocío (5) y Mariel (3)-, transformándose en la primera familia civil que invernó en Base Esperanza.
“En los meses previos, pude aprender la rutina de esta base, la diferencia de estar solo y con familia, el vínculo que se establece entre todos y me encantó”, revela. Durante esa campaña, Elisa, que previamente había hecho un curso en el Instituto Superior de Enseñanza Radiofónica, ISER, trabajó en la Radio Arcángel San Gabriel; Diego y Rocío cursaron el primer grado y el preescolar en la Escuela Presidente Julio A. Roca.
“La experiencia fue alucinante para todos (aunque Mariel no recuerda casi nada) y en lo familiar, excelente. Para mis hijos representó tener a los papás las 24 horas del día, a lo que hay que sumarle las vivencias, el paisaje, las actividades que podíamos compartir, a lo que se sumó que el hecho de que nos tocara una dotación fantástica con la que tuvimos una gran convivencia”, sostuvo.

Entre desafíos y aprendizajes
Sobre cuáles son los principales desafíos de una buena invernada, Héctor no duda al afirmar que el “cuco mayor es la convivencia, ya que de la noche a la mañana hay que empezar a vivir con extraños que uno no eligió”. Y explica que en la ciudad, una persona va a su trabajo y después sigue con su vida normal en familia, algo que no ocurre en la Antártida. Por ejemplo, “si uno se enoja con otra persona no puede alejarse, porque no hay adonde ir”.
Esto que parece tan complejo tiene su parte positiva porque obliga a ser flexible, a aprender a respetar al otro, a saber callar. Otra cosa que se aprende es que, más temprano que tarde, los defectos salen a la superficie: “Al cabo de un tiempo, se caen todas las caretas y aparece la verdadera personalidad de cada quien. Entonces, resulta que el amable no lo era tanto, el duro se transforma en el más contenedor y el simpático es bastante intolerante”.
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Por esto, son tan importante los estudios psicológicos previos. Pero no todo se trata del vínculo con el otro, ya que a lo largo del año se profundiza el autoconocimiento. “Es clave aprender a ser parte de un grupo y también lograr adaptarse individualmente a los desafíos que se presentan. La realidad es que durante un año tus compañeros son tu familia y se generan vínculos profundos que permanecen para siempre”.
Otro factor fundamental es el referido al trabajo. “Los problemas comienzan cuando no hay mucha actividad. Si uno está ocupado no tiene tiempo de bajonearse”, sentencia.

Del aislamiento a la hipercomunicación
En cuanto a las comunicaciones, Ochoa señala dos hitos que cambiaron el ritmo de la vida en la base: la red satelital e internet. Y explica también que esas modificaciones se vivieron tanto en lo relacionado a los vínculos como a lo profesional.
“Contar con telefonía e internet nos cambió la vida porque acortó las distancias. A nivel individual, permitió además tener privacidad, lo cual no es un dato menor. El lado B es que modificó también el ritmo de vida en la base, porque mientras antes al finalizar el trabajo lo usual era salir a compartir actividades físicas o recreativas, hoy muchos no lo hacen porque están pendientes de las comunicaciones”. Y sintetiza: “Hoy estamos hipercomunicados: videoconferencias, WhatsApp, internet”.
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En el ámbito laboral marcó definitivamente un antes y un después. Antes de contar con esta red, los datos reunidos durante el año llegaban a los investigadores recién al finalizar la campaña. “Usábamos disquetes de 5 1/4 y 3 1/2 pulgadas. A veces mandábamos las cajitas con los discos vía diplomática a España”, resume.
Y se enorgullece al recordar que, después de golpear muchas puertas, logró que una empresa donara la antena de 3,8 metros en la base Belgrano que todavía está funcionando”. Hoy los datos están online y se van compartiendo a lo largo del año, los investigadores pueden interactuar con directores de tesis, se pueden hacer cursos, entre otros beneficios que brindó la tecnología.

Haciendo equilibrio entre la ciencia y la familia
Ochoa se siente muy agradecido por las posibilidades que le dio su profesión, desde capacitarse en el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, INTA, de España hasta ir la universidad Pierre y Marie Curie en París, donde trabajó en el desarrollo de un sistema de medición de dióxido de carbono en el agua de mar, entre otros. Y a la hora de contabilizar logros, elige haber podido ampliar el Laboratorio de la base Belgrano II e instalar, gracias al aporte económico y técnico español, el edificio de ozono sondeo, además de concretar un proyecto de creación de laboratorios en todas las bases.
Si bien la familia no le cuestiona los viajes, Héctor explica que es uno mismo el que se pone los límites. “Yo no hago más campañas larguísimas, porque aunque siempre digo que estoy acostumbrado, no es tan así. Uno nunca se acostumbra. Por suerte, a esta altura ya puedo manejar mis tiempos y viajo cuando es realmente indispensable”. Incluso no es menor el hecho de ser abuelo de Malena (7), que cada vez que viaja le pregunta si va “otra vez a ver la casa de los pingüinos”.
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Entre las experiencias más lindas, Héctor destaca el haber vivido en esa geografía, a lo que se sumó el hecho de compartirlo con la familia. “Es un lugar único. Uno mira por la misma ventana y todo cambia de un día a otro. Siempre es diferente. A veces, me pregunto por qué voy y la verdad es que, en cada viaje, no puedo dejar de sentirme un privilegiado por todo: desde ver el buque ingresar en el hielo, a veces romperlo, hasta de disfrutar del paisaje y del lugar. No dejo de maravillarme cada vez que llego a la Antártida. Si eso no me pasara, no vendría más”.