El 21 de marzo de 1951, la Primera Expedición Científica a la Antártida Continental Argentina, fundó la Base General San Martín, primera base nacional al sur del Círculo Polar Antártico. Reproducimos, a modo de homenaje, la entrevista de DEF a Jorge Julio Mottet, segundo jefe de la expedición. Por Susana Rigoz.
-Dr. Mottet, teniendo en cuenta que el sexto continente era un territorio casi desconocido en ese momento, ¿cómo nació su vocación antártica?
-Yo nací en una provincia andina: Mendoza, y desde muy joven desplegué una incesante actividad montañesa. Dos veces escalé el Aconcagua y otras dos el Tupungato, cerro del que fui el primer argentino en hacer cumbre. Recibí en el Salón Blanco de la casa de gobierno el “Cóndor de Oro – Honoris Causa”, junto a un oficial norteamericano, Primer Teniente William D. Hackett, quien me acompañó en mi segunda ascensión al Aconcagua. Estas experiencias me permitieron albergar ilusiones más pretensiosas e intentar pasar de vencer una montaña a conquistar un territorio inexplorado, confirmándolo como parte del patrimonio argentino.
– ¿Cómo fueron los inicios de este proyecto descomunal?
-Cuando debí trasladarme de mi provincia natal a Buenos Aires para continuar mis estudios y me fui a vivir al Círculo Militar. Ahí mismo se alojaba el coronel Hernán Pujato, un hombre inaccesible que –yo lo sabía- tenía el propósito de organizar una expedición antártica. En cuanto pude, le manifesté mi interés por el proyecto y, para mi sorpresa, me invitó a compartir su mesa, hecho que marcó el inicio de una colaboración que terminaría siendo la primera expedición al continente blanco.

-¿Existía en el país algún tipo de conciencia antártica?
– Ninguna. El tema estaba rodeado de una mezcla de ignorancia e indiferencia, al punto que para muchos se trataba de una especie de quijotada inspirada en ambiciones personales. Bajo cuerdas, otros nos tildaban de locos o suicidas, pero nosotros teníamos el convencimiento de que debíamos hacer algo para reafirmar nuestros derechos en el sector antártico. Pese a tener que enfrentar obstáculos realmente desalentadores, Pujato siguió adelante –contra viento y marea- con su proyecto, hasta lograr la aprobación del entonces presidente de la Nación, general Juan D. Perón. Le aclaro que no tenía ninguna connotación política la relación entre ambos. A partir de ese momento se desató una carrera frenética contra el tiempo ya que estábamos en octubre de 1950 y la partida no podía posponerse más allá de principios de febrero. Muchos nos aconsejaban que pospusiéramos el proyecto para el año siguiente, pero nosotros estábamos convencidos de que esa era la oportunidad.
-¿Cómo convocaron al resto de los expedicionarios?
-Se cursaron numerosos radiogramas a las reparticiones militares pero no tuvimos respuesta, probablemente producto del desgraciado episodio de Los Copahues (ver recuadro). Decidimos entonces llamar a personas conocidas que estuvieran calificadas como para formar parte de la expedición. Finalmente y con esfuerzo, logramos reunir a dos destacados radiotelegrafistas militares; un entrenador de perros que había ascendido conmigo al Aconcagua; un meteorólogo con experiencia anterior en las Orcadas; un médico que buscaba orientarse en su profesión; un cocinero que poco sabía de cocina pero mucho de albañilería, además de ser un individuo excepcional; y el inefable teniente farmacéutico Luis Fontana, también montañés. Cada uno cumplió sus tareas específicas, más allá de lo esperado, gracias a lo cual pudimos hacer todo en tres meses, un tiempo récord. No nos conocíamos, pero forjamos lazos que nos mantuvieron unidos incluso ante las pruebas más severas.
–¿Cuáles fueron los principales problemas a los que debieron enfrentar en esta etapa?
-Todos los problemas logísticos tenían una magnitud tremenda, pero el más importante -que hasta hizo peligrar el proyecto- fue la imposibilidad de encontrar un buque que nos transportara desde Buenos Aires hasta Bahía Margarita. Sin embargo, cuando todas las puertas se habían cerrado ocurrió el milagro. Los doctores Carlos y Jorge Pérez Companc –a quienes fui a ver en persona, después de recorrer innumerables empresas privadas de navegación- nos brindaron uno de sus barcos que servía en la costa patagónica. Se trataba de un buque de desembarco de la Segunda Guerra Mundial cuyo interior, casco y hélice fueron reforzados para navegar en aguas polares. Recuerdo que me dijeron que “una empresa tan patriótica merece el apoyo de toda la ciudadanía”. Gracias a su gestión y pese al convencimiento de muchos de que no regresaríamos, el día 12 de febrero a las 7,30 partimos abordo del Santa Micaela, al mando de su capitán, Santiago Farrell.
-¿Eran conscientes del riesgo que corrían al internarse en un territorio hasta entonces inexplorado?
-Absolutamente. Pujato solía arengarnos diciendo que si teníamos que morir, moriríamos juntos; y todos nos fortalecíamos en esa idea.
-¿Qué sintió al conocer la Antártida?
– Sentí que había hecho realidad un sueño. Recuerdo que el mar estaba tranquilo y había varios témpanos flotando a la deriva. Hubiera querido poder decirles a mis padres que había cumplido esa patriótica ambición y que la patria era aun mucho más grande de lo que sabíamos hasta entonces. Era como si estuviéramos alargando sus fronteras. El blanco de los hielos eternos y el celeste del cielo formaban a mis ojos la bandera más inmensa que pudiera imaginar.
-¿Cómo vivieron ese año en condiciones tan precarias?
– Fue muy sacrificado, no teníamos ni medios de comunicación ni comodidad alguna. Durante catorce meses fuimos los seres humanos que se encontraban más cercanos al Polo Sur del Planeta. Convivimos aislados, lejos de los afectos, apoyándonos los unos en los otros. Éramos ocho personas que apenas se conocían, con caracteres disímiles y hasta antagónicos. Sin embargo, y aunque pasamos situaciones difíciles que a veces parecieron infranqueables, pudimos superar cualquier diferencia. Estoy convencido de que cada uno brindó lo mejor de sí y volvió orgulloso de haber cumplido con su deber.
-¿Qué pasó al regreso?
-El día 9 de abril de 1952 volvimos a Buenos Aires. Teníamos una mezcla de sentimientos: ansiedad por volver y cierta incipiente nostalgia por lo que dejábamos atrás. Al llegar nos recibió un número importante de personas pero sin la emotividad de la despedida. Al poco tiempo, el Presidente de la Nación decidió premiar nuestro éxito con la Medalla Peronista, que recibimos en el Teatro Enrique Santos Descépalo, hecho que tuvo consecuencias posteriores importantes para nosotros. En mi caso, sirvió para que me pasaran a retiro obligatorio, cercenando mi carrera militar. De ser considerado un patriota, un visionario y un pionero pasé a ser un indeseable asociado injustamente a una fracción política a la que nunca pertenecí. La pregunta obligada es quiénes eran los que me juzgaban o que habían hecho por el país. Ninguno de ellos había acudido a la convocatoria para unirse a nuestra expedición, con seguridad por considerarla demasiado arriesgada o por no estar dispuestos a alejarse de las comodidades. Aunque yo sí lo había hecho, honrando mi uniforme y mi bandera, debí terminar radicándome en los Estados Unidos, desarrollando en otro país lo que hubiera querido brindar a mi patria y no me dejaron.
-¿Por qué sintió que debía irse del país?
-Mi retiro obligatorio del Ejército hizo que aquellos que antes eran mis “amigos” pasaran a ser mis enemigos y ya “no me conocieran”. Estaba tan raleado que las posibilidades de vivir en la Argentina se me hicieron muy difíciles. Por eso opté por irme a Estados Unidos donde llegué como simple inmigrante, sin siquiera conocer el idioma pero con el convencimiento de que saldría adelante. Obtuve el doctorado en Ciencia Política, graduándome con “Honor”, en una prestigiosa universidad en California –Claremont Graduate University. Me dediqué a la enseñanza universitaria y he recibido los más altos reconocimientos. Una ciudad de California me declaró:”ciudadano honorario” por mi dedicación a los alumnos. Fui decano de estudios internacionales de Lock Haven University de Pensilvania, profesor visitante de Marie Curie Sklodowska University de Polonia, que me entregó la medalla Marie Curie, nunca dada antes a un profesor extranjero, entre otros muchos reconocimientos. Viajé por el mundo como educador de los Estados Unidos, pero pese a todo sigo lamentando no haber podido dedicarle todos esos esfuerzos a mi país.
-Ud. publicó en 2002 “Reminiscencias, hace más de medio siglo Antártida Continental Argentina”, libro en el que relata toda la experiencia antártica. ¿Por qué cincuenta años después?
-Por alguna razón que con seguridad se relacionó con el hecho de la pena generada por el alejamiento de mi patria, mezclado con la dedicación a mis nuevas actividades, fui posponiéndolo sistemáticamente. Cuando me decidí, lo hice motivado por el apoyo y la insistencia de mis seres queridos. Por suerte, conservaba mis notas personales de aquella época y también una excelente memoria que me permitieron reconstruir los hechos desde antes de la partida del puerto de Buenos Aires hasta nuestro regreso en 1952. Por un lado, quise honrar la historia hasta entonces nunca contada de los primeros pasos argentinos en materia de exploraciones polares y por otro, rendir homenaje a todos aquellos que hicieron posible la concreción de ese sueño que fue la semilla de una actividad que hoy nos enorgullece.