El hambre, la pobreza, la injusticia social y los graves desequilibrios entre sociedades ricas y pobres vuelven a ocuparnos. En un mundo que produce alimentos para 12.000 millones de personas, mueren a diario 8500 niños por desnutrición. Necesitamos héroes cotidianos, como el Padre Pedro Opeka, para achicar esta deuda social, mientras aguardamos que quienes dirigen nuestros destinos nos conduzcan a una equidad responsable en el planeta. Por Gustavo Gorriz Director de Editorial TAEDA.
Hace muchos años que nuestra publicación transita temas que, como nos gusta decir, intentan formar agenda e interpelar a los dirigentes de todos los signos políticos y de todas las actividades que hacen a la conducción del país y de la Región. Estos temas abordan problemas que requieren urgente solución, de allí que nuestro objetivo sea intentar que se adopten las previsiones necesarias para que podamos dejarles a las generaciones por venir un mundo mejor del que tenemos hoy. Nos hemos ocupado a lo largo del tiempo del ámbito de la energía, el desarrollo, la defensa, la seguridad y el medioambiente, pero nos ha interesado, sobre todo, destacar tanto los problemas sociales, como el futuro de la tecnología y su impacto en nuestra vida cotidiana.
En este número, volvemos a tocar el tema del hambre, la pobreza, la injusticia social y los graves desequilibrios que existen entre las sociedades ricas y las sociedades pobres. También señalamos las diferencias atroces, dentro de mismas sociedades, entre los que todo lo tienen y quienes viven olvidados en la indigencia. Hemos tenido la oportunidad de acompañar en su paso por la Argentina al padre Opeka. Su extraordinaria labor, consagrada a los pobres a lo largo de cuarenta años –toda una vida–, cambió la realidad de cientos de miles de personas en Madagascar (África), uno de los lugares más olvidados del planeta. Nuestra revista pudo dialogar con él y también analizar su libro Rebelarse por amor (conversaciones con el escritor francés Pierre Lunel), donde curiosamente el sacerdote argentino invita a cosas simples, humanas y hasta podríamos decir poco novedosas, pero que enfrentan la indiferencia y la comodidad de aceptar sin ninguna clase de reacción las cosas que vienen ocurriendo desde “hace siglos”.
Este misionero convoca a tomar riesgos, a acercarse al distinto y a la periferia, y a rebelarse con verdadera obstinación a la realidad de esa gente destratada por la desidia y el abandono de sus dirigentes y del resto del mundo. Hemos intentado reflejar en este número, aun desde nuestras cómodas limitaciones, esos conceptos y esa lección de vida y esperamos estar a la mínima altura de este eterno candidato al Premio Nobel de la Paz. La cuestión es que ni la loable misión del Padre Opeka, ni los grandes benefactores civiles como Bill Gates, que donan su fortuna para quebrar esta dirección dramática, ni las buenas intenciones de ONG, gobiernos y organizaciones internacionales han logrado encontrar una respuesta contundente a esta tragedia en un mundo globalizado donde se mantienen las tendencias que deberían avergonzarnos cada día. Así las cosas:
• De acuerdo con la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), el número de personas que padecen hambre en el mundo alcanza los 821 millones; es decir, uno de cada nueve habitantes. En América Latina y el Caribe, en particular, el hambre golpea a 42,5 millones de personas, lo que representa más del 6 % de la población. En la Argentina, un país que produce alimentos para casi 440 millones de personas, las cifras del Observatorio de la Deuda Social de la UCA indican que 6 millones de compatriotas enfrentan situaciones de riesgo alimentario, es decir que uno de cada diez hogares no cuenta con los recursos suficientes para que sus integrantes puedan alimentarse de manera adecuada.
• Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), 2100 millones de personas en el planeta carecen del acceso al agua potable en su hogar, y 4500 millones no cuentan con sistemas de saneamiento seguros. El resultado de estas carencias es la muerte, cada año, de 361.000 niños menores de cinco años a causa de enfermedades diarreicas. En nuestra Región, 34 millones de habitantes que no cuentan con servicios mejorados de agua potable, y 106 millones que no tienen servicios de saneamiento adecuados. En Argentina, de acuerdo con el último censo de población (2010), hay 7,2 millones de compatriotas que no tiene acceso a la red de agua potable y 20,2 millones que no cuentan con cloacas en sus hogares.
• En cuanto al acceso a la vivienda, ONU Hábitat estima que existen 1600 millones de personas viven en condiciones inadecuadas. Si analizamos lo que ocurre en nuestra región, observamos que 111 millones de latinoamericanos viven en asentamientos irregulares, lo que representa el 23,5 % de la población urbana. En nuestro país, de acuerdo con un exhaustivo relevamiento realizado en 2016 por la ONG Techo Argentina, hay 2,9 millones de compatriotas que viven en un total de 2062 asentamientos informales. Un dato que emerge de este último estudio es que el 21,7 % de esos barrios populares existe desde hace más de 43 años, en tanto que el 28,5 % se formó entre los últimos 24 y 43 años.
• En el plano laboral, una cifra que enciende una luz de alerta, difundida por la Organización Mundial del Trabajo (OIT), es que hay entre 1400 y 1500 millones de personas que cuentan con empleos vulnerables, a los que se suman otros 192 millones que directamente se encuentran desempleados. En América Latina, 134 millones de trabajadores tienen un empleo informal y 26,4 millones. En nuestro país, los últimos datos disponibles arrojan un total de 1,85 millones de desempleados, que representan el 9,6 % de la población económicamente activa. Además, preocupa el dato de los 750.000 jóvenes argentinos que no estudian ni trabajan, los llamados “ni-ni”, que viven en la pobreza y dependen de planes sociales, lo que deja a miles y miles de personas inactivas a merced de la calle, los vicios y la delincuencia.
“Respeto mutuo, apoyo y cultura de trabajo son el camino marcado por sociedades que, partiendo desde condiciones históricas infinitamente peores que la nuestra, hoy son un ejemplo en el mundo.”
Aquí vuelve a hacerse sentir una de las frases que con más ahínco el padre Opeka destaca en su discurso cotidiano: “No se debe ayudar sin que haya una contrapartida del asistido, por su propia dignidad y hasta por su propia libertad”. Estos conceptos, fundamentales para dar vuelta una historia de décadas en la Argentina y también en otros países de la Región, son claves para lograr el desafío de acabar con la crisis permanente de nuestras naciones. Y aquí no hablamos solo del individuo involucrado, ese “ni-ni” que vive de la limosna o de la atención social, sino de lo que su ejemplo representa para otros, para su entorno y también para el ciudadano que cumple a diario con sus obligaciones. Respeto mutuo, apoyo y cultura del trabajo son el camino marcado por otras sociedades que, partiendo de condiciones históricas infinitamente peores que la nuestra, hoy son ejemplo en un mundo que no derrocha oportunidades y, menos aún, para quienes tienen una larga historia de desaprovecharlas. Es realmente curioso que en este mundo hiperconectado, en el que el software cambia día a día en su desarrollo geométrico y en el que el conocimiento se expande mucho más allá y a mayor velocidad que la capacidad humana de procesarlo, en ese mismo mundo, se conviva con situaciones primitivas que nos remontan a siglos de oscurantismo e inquisición. Tiempos quizás aún peores, si consideramos que en esos siglos se carecía del conocimiento, de los medios inteligentes, de la capacidad de transporte y que no había respuestas a los millones de problemas que sufrían cientos de miles de personas. Vivimos hoy en un mundo en el que la inteligencia artificial desafía las posturas de toda lógica y ya pensamos en vehículos autónomos como un escenario inmediato, con la proliferación de drones, energías alternativas, clonaciones y soldados biónicos, impresiones en 3D, longevidad imprevisible y miles de adelantos maravillosos y, al mismo tiempo, también, inquietantes. Como en los peores momentos, se repiten guerras civiles, de religión, terrorismo, racismo, grandes migraciones, hambre y contaminación, carencia de agua potable y de electricidad, ausencia de cloacas y servicios básicos mínimos. Miles de millones de personas que carecen del mínimo acceso a un sistema de salud nos hablan de cuál es el mundo en el que vivimos, aun cuando en ocasiones tratamos de no mirar siquiera costado y no reparamos en el sufriente ajeno.
Solo para no olvidarnos, cabe destacar que millones de personas mueren por año por una simple gripe (en África, por ejemplo, no se logran fijar estadísticas) y que en ese continente un bebé con diarrea tiene 520 posibilidades más de no sobrevivir que en Europa. Quizás en este ejemplo, encontremos una mínima respuesta al drama cotidiano de quienes mueren impiadosamente en las aguas del Mediterráneo, huyendo de la desgracia y de la muerte, en esa “Lampedusa” cotidiana que enmudece de vergüenza a toda la humanidad. Ese mundo, nuestro mundo, el que produce alimentos para 12.000 millones de personas, que produce un 38 % más de lo necesario, según las FAO, y en el que se calcula que 1400 millones de hectáreas –el 28% por ciento de la superficie agrícola del mundo– se usan anualmente para producir alimentos que se pierden o desperdician. Ese mismo mundo, donde hay 900 millones de personas con sobrepeso y en el que mueren a diario 8500 niños y otros 160 millones sufren raquitismo, según datos del equipo de cooperación internacional de Save the Children.
Y así podríamos seguir dando datos ejemplificadores e interminables del gran fracaso humano, como define claramente Martín Caparrós en su monumental libro El hambre, pero, como hemos dicho en muchas otras notas, entrevistas y editoriales, toda cifra pierde su objetividad frente a los ojos de una madre desesperada, de un niño hambriento o de una familia sin techo. Justamente, la UCA ha finalizado en estos meses un trabajo diferente y aleccionador, a través de su Observatorio de la Deuda Social, donde no toma para el análisis los parámetros “normales” (vivienda, alimentación, educación, etc.), sino que mide el efecto que todas esas privaciones tienen sobre el desarrollo humano y la integración social del individuo. El estudio vincula los porcentajes de la pobreza y la indigencia con el malestar psicológico, la infelicidad, la depresión y el sentimiento de marginalidad, que conforman lo que el Observatorio define como “pobreza escondida”. Es muy importante comprenderla y universalizarla, en un mundo donde prima el consumismo y la injusticia social. Sectores marginales, caídos del sistema, perciben en más de un 70 % la pobreza como un sentimiento de “afrontamiento negativo”, es decir, se consideran incapaces de afrontar o resolver la situación. También un porcentaje que ronda el 40 % considera que hay un “control extremo” sobre su situación, es decir, que sus vidas son dirigidas sin influencia propia.
En síntesis, ponerle un rostro a la pobreza permite mostrar la magnitud de la tragedia, aquella que los fríos números eluden. En este sentido, ha sido sorprendente la “viralización” de la charla TED que la joven Mayra Arena realizó desde Bahía Blanca (“¿Qué tienen los pobres en la cabeza?”) y que nos permitimos recomendar a quien se haya animado a leer hasta aquí este editorial. Esta joven de Villa Caracol, con nombre y apellido y rostro a la vista, nos explica con sencillez el mundo de donde proviene, la violencia cotidiana, el sentimiento de “venganza” y por qué los hijos de los pobres repiten la historia de sus padres; o por qué usan zapatillas de millonarios (“terribles llantas”). El testimonio de Mayra Arena es la perfecta puesta en práctica de los datos emanados de la investigación del Observatorio de la UCA. Sobre todo, la explicación de esta joven sobre por qué creía que el bidet de la casa de su amiga era el lugar para “hacer pis”. Mayra no había tenido nunca un baño en su casa, y lo que jura es que jamás dirá hasta qué edad vivió esa confusión.
Así Mayra Arena, de Villa Caracol de Bahía Blanca, es también el niñito desnutrido de Morondava, en Madagascar, a quien asiste el padre opeka o la anciana enferma de Port-de Paix en Haití, que un Casco Azul acerca a un hospital de emergencia, o los Qom que en Formosa reciben ayuda de jóvenes voluntarios que donan sus viajes de egreso a Disney para hacer horas de Patria.
Nada de eso alcanza ni alcanzará, pero es imprescindible que existan estos héroes cotidianos para achicar la deuda social y, obviamente, esperar que quienes dirigen el mundo encuentren el sentido común que nos conduzca a una equidad responsable.