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Indignados de verdad

“Hago un llamamiento a los ciudadanos, jóvenes y no tan jóvenes, a asumir la responsabilidad por las cosas que no funcionan en nuestra sociedad. Deseo que cada uno de ustedes encuentre un motivo por el que indignarse con esta sociedad”

Del libro Indignez Vous, de Stéphane Hessel (2010)

Los indignados son actores mediáticos de una oscura realidad que ya compromete a media Europa y se presentan ante el mundo casi como el telón de fondo de una situación mucho más profunda y de extrema gravedad en la que ha caído el Viejo Continente. Las soluciones que se plantean son absolutamente controversiales y lo que pareciera estar ausente es justamente el equilibrio en la toma de posiciones.

Los antecedentes son parecidos al “que se vayan todos” de la crisis que supimos sufrir los argentinos en el 2001. Cabe recordar que dos meses antes del estallido de diciembre de ese año, en las elecciones legislativas había destacado el denominado “voto bronca” y las papeletas a favor de Clemente, la simpática creación de Caloi que, al no tener brazos, no tendría oportunidad de meter la mano en la lata. Luego llegaría el corralito, la caída del gobierno de De la Rúa y el récord Guiness de tres presidentes en una semana, al ritmo de los cacerolazos y en medio de una ola de violencia que dejó un saldo de 38 muertos durante las trágicas jornadas del 19 y 20 de diciembre.

Otro antecedente, mucho más cercano en el tiempo, es la crisis bancaria que se produjo en 2008 en la remota Islandia, país con poco menos de 350 mil habitantes en el que los ciudadanos se rebelaron contra todos los poderes del estado. De manera silenciosa pero eficiente, rechazaron en un referéndum las recetas del FMI y lograron llevar a juicio a los banqueros y al propio ex primer ministro, con la extraordinaria ventaja que la masa de los ahorros incautados era de origen extranjero. Los islandeses lograron provocar una verdadera revolución que modificó de raíz “el estado de las cosas” en esa nación nórdica. Poco y nada sabemos por estos lares sobre Islandia o, quizás, en esta época de policiales nórdicos, ciudades como Reykjavik suenen cercana más por las desventuras del inspector Sigurdur Oli, personaje de las novelas de Arnaldur Indridason, que por lo poco y nada que sabemos de ese pueblo sufrido que vive bajo el clima más hostil. Aun así, es bueno saber que Islandia es un país más que pacífico, ubicado en el primer lugar en el Índice de Desarrollo Humano de Naciones Unidas y que, luego de la mencionada rebelión, iniciada con su guitarra por el artista Hordür Torrfason, la población pudo volver a la normalidad de su vida cotidiana.

Islandia fue el primer antecedente y dio la primera luz de alerta europea, aunque es difícil imaginar un mismo destino para el movimiento 15M, nacido en España y que toma el título militante “Indignez Vous” (“Indígnense”) del panfleto del anciano político francés Stéphane Hessell, que ha popularizado frases impactantes como “Democracia real ya”. Hace un par de meses, la Puerta del Sol en Madrid y la Plaza Catalunya en Barcelona se vieron desbordadas por miles de manifestantes que sorprendieron al país y al mundo ocupando los espacios públicos en una protesta que, de manera creativa y multicolor, podría resumirse en el cartel “Cinco millones de parados también es terrorismo”. Ése es el pequeño resumen de las miles de protestas que pusieron en el tapete la precaria situación laboral y social de jóvenes, acostumbrados durante años a la prosperidad y la opulencia. Estas expresiones recorrieron, primero, las principales ciudades de España, luego el país entero y finalmente se extendieron a lo largo de Europa, vía la extraordinaria capacidad de convocatoria de Internet y las redes sociales en un símil al ocurrido hace pocos meses en el mundo árabe, en esta nueva globalidad instantánea que aún intentamos decodificar en sus alcances.

Volviendo a España, los niveles de convivencia fueron casi óptimos, aun en el disenso entre manifestantes, indiferentes, turistas y “el mundo circundante” hasta que a mediados de junio se produjeron graves incidentes cuando se intentó impedir el ingreso de los políticos al Parlamento de Catalunya. Escenas de helicópteros, corridas y violencia que ya no cuadran en la cultura europea –y hasta ahora solo se observaban en actos de terrorismo– lograron la condena indiscriminada de toda la sociedad y diarios como La vanguardia, El País y ABC, con diferentes enfoques ideológicos, que condenaron impiadosamente la acción de los manifestantes.

Cuando el movimiento parecía empezar a desarticularse, sucedió lo que ocurre a veces cuando no hay liderazgos fuertes. En pocos días el movimiento tomó nuevas fuerzas, pasó del acampe a la movilización en toda España y con la consigna “De Norte a Sur, de Este a Oeste, la lucha sigue, cueste lo que cueste”, desataron un desplazamiento de cientos de miles de personas en todo el país. Está más que claro que no hay solución a la vista, que el pronóstico es mucho más cercano a las resultantes del Mayo Francés del 68 que a los obtenidos por los islandeses en el 2008. Estas indignadas manifestaciones conseguirán seguramente menores logros que los que se propusieron antes de la propia revuelta y, si la revolución silenciosa nórdica cumplió su objetivo con disciplina ciudadana para reconstruirse de su propia crisis, lejos parece estar ese destino del futuro de los jóvenes indignados. Concretando, pareciera que de la protesta surgirá más ajuste, un viraje más rápido hacia políticas conservadores y más problemas para los sectores que reclaman.

Crisis, desocupación, consignas contra las prebendas políticas y contra la corrupción, contra la banca y contra los beneficios empresarios excesivos, son la desmoralizante percepción de la realidad de millones de españoles y europeos que ven una prosperidad que se fue para ya no volver. Aceptar esa cruda realidad les resulta casi imposible.

En términos políticos inmediatos, ya provocó la mayor derrota electoral de la historia del Partido Socialista Obrero Español (PSOE), mientras la Unión Europea enfrenta su hora más difícil ante la gravísima situación griega y el posible arrastre sobre los países estructuralmente más débiles de la Comunidad, como Portugal, por solo citar uno. Con la mirada puesta en Atenas, en el ajuste del que nadie quiere hacerse cargo, con el peligro sobre el peligro del euro y un descomunal debate intelectual entre políticos y economistas sobre los caminos para salir de tremenda crisis, Europa se debate en una de sus horas más oscuras de los últimos 50 años.

Los griegos son, sin duda, quienes más cerca del precipicio se encuentran, pero confían en que la amenaza de arrastrar a otros países periféricos con su crisis y desestabilizar la moneda común europea les acercará desde afuera una solución. Sus políticos, sin embargo, deberán hacer entender a un pueblo decepcionado y terco que la única opción frente a la crisis es el ajuste salvaje. Grecia está viviendo horas decisivas y nadie se atreve a aventurar cuál será la salida. Los argentinos recordamos muy bien los acontecimientos de diciembre de 2001.

La situación helénica no pasa de ser una superficial descripción de realidades cotidianas que se modifican hora a hora, en un contexto europeo en el que surgen tremendas desigualdades entre los países que integran el Mercado Común. Enumeremos solamente algunas de esas diferencias:

  • Alemania representa el 27,6% del PBI de la eurozona y registró en 2010 un crecimiento del 3,6% respecto del año anterior, mientras que Grecia representa poco menos del 2% del PBI y el año pasado su economía se contrajo un 4,5% con relación a 2009.
  • La tasa de desempleo de Alemania se ubica en torno al 7,4% y en Francia se sitúa en el 9,6%, mientras que Grecia ha trepado al 14,8% y España ha tocado el récord del 21,3%.
  • Otro dato que marca la dispar realidad de los países de la eurozona es la relación de la deuda pública con el PBI. En Alemania, en 2010 alcanzó el 83,2% del PBI, mientras que Grecia superó el 142,8%.

Como si estas consideraciones no fueran ya de por sí complejas, existen posiciones absolutamente antagónicas sobre el cómo resolver esta situación que afecta por sus implicancias a toda Europa, pero que su profundización puede provocar un reacomodamiento del tablero mundial y hasta una nueva crisis global. Hay quienes aseguran que la tragedia griega es solo la punta del iceberg de las catástrofes por venir. Hay quienes diatriban contra la moneda común, el mismo tipo de cambio y las mismas tasas de interés en economías tan dispares como Alemania y Portugal o Francia y Eslovaquia.

Quienes esto sostienen, básicamente conservadores y los sectores más radicalizados de la derecha, no dejan de señalar que los creadores de la unificación monetaria –el francés Francois Mitterand y el alemán Helmut Kohl– tenían una visión básicamente política y nunca ahondaron en las implicancias económicas profundas de las medidas que se adoptaban, y los acusan de una actitud voluntarista donde “el futuro corregiría esas diferencias”. La idea muy anglosajona de que el euro debe desaparecer se contrapone con quienes apuestan a que solamente “más Europa” permitirá salir de este momento crítico. Esto incluye el Banco Central Europeo y casi un ministro de finanzas común, con ejecutores zonales y dejando en claro que mucho se debe ceder en cuanto a nacionalismos para dar lugar a espacios comunes donde las políticas públicas se apliquen bajo una dirección común.

En una interesante nota de opinión, Paul Krugman, Premio Nóbel y profesor de Economía de Princeton, señala que España está en grandes problemas y Grecia en una crisis más descomunal aún, y cree que el euro solo podría seguir funcionando si cada uno de los países de la eurozona funcionara como un estado dentro de una federación (símil los estados de EE. UU.), lo que hoy no ocurre. Ya antes de la creación del euro, los economistas advertían sobre la debilidad de las instituciones europeas para gestionar el funcionamiento de una moneda única, ante la ausencia de una política económica común.

Determinar quién triunfará en esta dialéctica intelectual es casi hacer futurología, pero sin duda es un tema que involucra no solo a Europa sino al mundo entero y queda claro, entonces, que los indignados, esos jóvenes contradictorios y coloridos, no son sino la manifestación más pura de los complejos y profundos problemas que vivimos a principios de siglo. Está claro que de esta crisis solo se sale con mucho dolor y sufrimiento.

Ojalá las cosas no pasen a mayores; nosotros los argentinos conocemos esas consecuencias.

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