Las palabras de las mujeres de ficción, personajes creados a lo largo de los siglos, que aún nos interpelan: hoy, un ensayo sobre la escritora y poetisa argentina. Por Cecilia Chabod
¿A través de qué filtros vemos a quienes son diferentes? Silvina Ocampo (Buenos Aires, 1903-1993), hermana menor de la omnipresente Victoria –mecenas, editora y traductora de la revista y de la editorial Sur–, fue la esposa del escritor Adolfo Bioy Casares y conoció de cerca a muchos de los integrantes de este reconocido grupo de intelectuales. Insegura, tímida y tremendamente talentosa, Silvina eligió la excentricidad y la ambigüedad para su vida y su literatura. Criada entre lujos e institutrices, recreó con rebeldía la atmósfera opresiva del universo doméstico, donde niños y sirvientes subvierten las jerarquías establecidas, fuera del control de los dueños de casa.
De entre los muchos y valiosos textos de Ocampo, elegí este (incluido en el volumen Cornelia frente al espejo, de 1988), cuyo título puede llevar a suposiciones erróneas. ¿Quiénes pueden ser los enemigos de los mendigos y por qué? Pensamos en las fuerzas policiales, municipales, militares: no. Imaginamos que serán respetables ciudadanos que podrían ver amenazados sus bienes, su seguridad, la belleza de su entorno: tampoco. Los enemigos de los mendigos son ni más ni menos que los sirvientes, aquí en realidad las sirvientas (afortunadamente, hoy términos de uso impensable). Jugando con los límites como escritora –nunca dejó de jugar–, Ocampo nos regala un texto que no es poesía ni es prosa, donde se despliega una polifonía de voces femeninas que delimitan un universo social: las palabras de las sirvientas, de la niña, de una mendiga y de la narradora, quien evoca su pasado.
En un jardín de verano, la “jaula de los niños ricos” de principios del siglo XX, se filtra la presencia de los intrusos, los “otros”, los diferentes, los desclasados mendigos. La niña tiene aprendidos los plácidos hábitos sociales correspondientes a su clase, entonces, los mendigos son los mejores juguetes para tomar el té y para imitar la caridad de las señoras.
Pero a través del juego de palabras con “las visitas” (ecos de Alicia en el País de las Maravillas), somos testigos de cómo se despoja de los prejuicios heredados; la cercanía física de los mendigos le sirve para imaginar y construir mundos propios, a la manera de un juego más de la infancia.
Nunca estaremos seguros de si la intención de Ocampo es la ironía sutil sobre la cuestionable transitividad de un prejuicio, la honestidad sobre la conducta de una clase social o el reproche por una educación prejuiciosa, pero podemos afirmar con certeza que estas escenas nos llevan a repensar la otredad, a configurar cómo se delimitan hoy las fronteras con la amenaza del otro, el agente del peligro que nos puede invadir. ¿Cuánto de igual o de diferente vemos ahora, multiplicado a través de la lente de los medios? Si reflexionamos en cómo se transmiten los prejuicios, también cabe observar que los niños, como diamantes en bruto, carecen de ellos. A través de los ojos de la niña, pero también atravesados por el filtro de la mirada adulta (¿la narradora habrá superado esos mandatos recibidos?), vemos que la caridad no alcanza, que una taza de café con leche calma pero no basta, que “el otro” no es ni una muñeca para jugar a las visitas, ni una amenaza por solo el hecho de ser distinto.
En tiempos en los que el racismo se ha convertido (una vez más) en noticia que nos avergüenza, es esperanzador observar que en nuestro país muchas de nuestras escuelas incluyen en sus programas de estudio talleres de solidaridad, en los que se enseña a compartir tiempo, experiencias y recursos con “el otro”, más allá de la caridad. “Lo hago y lo aprendo”, reza un axioma de la pedagogía. Que así sea: deconstruir lo viejo para construir un mundo mejor.
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