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Colombia: problema regional

“La guerrilla ya no pude ganar la guerra, pero derrotarla nos va a tomar una generación entera. La salida más inteligente es una negociación seria y hace falta voluntad política para que se pueda dar”.

Entrevista a Antonio José Navarro Wolf (*) realizada por DEF en Nariño (Colombia) en agosto de 2010.

Hace unos pocos meses la periodista colombiana Andrea Peña relataba su recorrido por la carretera que une San Vicente del Caguán con Florencia, en el extremo sudoriental de su país. Acompañó en aquella oportunidad el paso de veintitrés carros remolque transportadores de petróleo de la empresa China Esmerald Energy, escoltados por un fuerte contingente de cuatro tanquetas del ejército, entre otras docenas de militares que custodiaban la zona, movimientos estos que solo se ejecutan de día y bajo los estrictos controles castrenses. Este dato, quizás menor, confirma que aun diezmada y en retirada, la guerrilla sigue actuando y todavía no ha sido definitivamente derrotada; que la estancada situación difícilmente pueda transformarse en una victoria sin condiciones para el gobierno colombiano y que las FARC, casi vencidas, cuentan con infinitas razones para resistir, dentro de las cuales se destacan, sin duda, la difícil topografía del país cafetero y la fuerte influencia del narcotráfico en las filas de la cincuentenaria guerrilla.

Creo que desde nuestra publicación podemos, cuando menos, decir que sabemos de qué hablamos, ya que hemos estado varias veces en el país hermano y hemos pasado por la fuerte experiencia de recorrer esa zona de operaciones. Allí recalamos en julio de 2010 para conocer in situ la política militar de Uribe en el corazón de la serranía selvática, allí donde se agrupaba la fracción más poderosa de las FARC, en La Macarena y otros municipios. Conocimos las vicisitudes de la fuerza Omega para afrontar las tremendas dificultades que encierra una críptica selva acompañada de un clima agobiante. Pudimos comprender lo complejo del problema, las dificultades de lograr vencer en forma definitiva y total a un enemigo que, aunque diezmado, esta protegido por inmejorables condiciones geográficas y que además, basa su combate en acciones descentralizadas.

San Vicente del Caguán, en el Departamento de Caquetá, fue parte de la “zona de despeje”, es decir, el territorio dispuesto para la distensión entre las partes en el anterior intento de llegar a la paz. Fue en 1999, durante el gobierno de Andrés Pastrana, y finalizó abruptamente con el secuestro en vuelo del senador Jorge Géchem el 20 de febrero del 2002, que obligó al presidente a retomar de inmediato las operaciones militares en la zona. El recuerdo de ese fracaso hace fuerte mella en el país y hoy, a las puertas de un nuevo intento de paz, recuerdan las fallidas expectativas, el aprovechamiento que los insurgentes hicieron de esa oportunidad; no olvidan a los miles de periodistas, intelectuales e individuos de toda laya que llegaron a la zona de despegue –Gabo García Márquez, incluido– ni la incomprensión generalizada de la situación, fundamentalmente por la recomposición del poder de las operaciones militares de la guerrilla.

La batalla electoral que siguió a esta situación llevó a la presidencia a Álvaro Uribe con una consigna como eje: la política de seguridad democrática, una acción que libró durante dos períodos de gobierno y que estuvo concatenada por una importante serie de logros, con algunos sinsabores incluidos, pero que fue ampliamente reconocida por su pueblo.

Breve resumen:

– La fuerte presión de su política de seguridad que acompañó el Plan Colombia (en estrecha colaboración con el gobierno de EE. UU.) obtuvo éxitos descollantes a nivel mundial, como la liberación de Ingrid Betancourt y la operación Fénix, que abatió al líder de las FARC Raúl Reyes en un campamento de Ecuador. Además, redujo notablemente la violencia de la vida cotidiana de los colombianos, con bajas notables en las tasas de homicidios, de secuestros extorsivos y en las operaciones de apoyo al accionar delictivo guerrillero, como el hurto y el robo de vehículos.

– Simultáneamente, la economía mostró un crecimiento sostenido de su PBI, un notable flujo de inversiones extranjeras acompañó un boom en las exportaciones. También hubo una importante reducción de la deuda externa en una economía abierta e integrada que sorprendió a propios y extraños.

– En el debe, seguramente, quedaron las pocas soluciones a la inequidad social, los fuertes porcentajes de habitantes atrapados en la pobreza o la indigencia y la embarazosa situación judicial de muchos allegados a Uribe y a su partido, vinculados ellos con la acción de los “Paras”, paramilitares sin ley ni gobierno que relacionados con la derecha, libraron con arbitrariedad y desatino su propia guerra.

Lo cierto es que Uribe no logró la victoria, pero pudo arrinconar a la guerrilla colombiana, llevándola a un lugar inédito en su fragilidad y en la sucesiva pérdida de sus líderes (entre ellos Tirofijo, Raúl Reyes y el Mono Jojoy), lo que ninguno de sus antecesores había conseguido. También redujo sus fuerzas en un 50% y logró el definitivo aislamiento internacional de quienes durante muchos años habían contado con un complaciente apoyo, fundamentalmente de democracias progresistas europeas. Al fracasar sus intentos de modificar la Constitución para presentarse a un tercer período, su ministro de Defensa y delfín político, Juan Manuel Santos, cosechó los logros de esos años con un triunfo arrasador en mayo de 2010.

Santos, perteneciente a la aristocracia de Bogotá y a una tradicional familia emparentada con presidentes y figuras claves de la política colombiana, estaba destinado a continuar con la obra de Uribe, es decir, la guerra sin cuartel y la ausencia de cualquier negociación con la guerrilla. Sin embargo, una vez en el poder, intentó ser un constructor de la paz como Pastrana, quien había fracasado en el Caguán. Santos pateó el tablero, elevó sensiblemente la apuesta e involucró en ella su propia Presidencia. Intentará terminar en los dos años de mandato que le quedan con una guerra fratricida de cincuenta años que dejó cientos de miles de muertos y mutilados, millones de desplazados y durante décadas sumió al país en una grave crisis.

El anuncio del diálogo en procura de la paz, luego de algunos trascendidos, cayó como una bomba en la agenda nacional, y generó adhesiones internas y externas, en muchos, escepticismos y en otros, enemigos declarados. Aplaude gran parte del pueblo colombiano, la OEA, la ONU y los EE. UU., esperanzados en la nueva iniciativa y hasta el ELN, la segunda guerrilla del país, propuso sumarse al proceso de paz. Entre los opositores, Uribe se destaca nítidamente. Él sabrá en su fuero más íntimo si en su negativa al diálogo están por encima sus fuertes convicciones de no negociar, sus futuras intenciones políticas o intrincados procesos del inconsciente vinculados al poder y a su relación con Juan Manuel Santos.

¿Qué decidió al actual presidente a iniciar este camino plagado de riesgos? Se podría especular que en principio, y por su experiencia como ministro de Defensa del anterior gobierno, considera que la derrota militar de la debilitada guerrilla roza la utopía. Simultáneamente, está claro que las FARC perdieron la legitimidad de la que gozaron durante décadas. Lejísimos quedó el tiempo (1948) en que enfrentaron a una oligarquía conservadora que impedía la democracia real en su país y muy cerca están de la desconfianza nacional, de la pérdida del apoyo de gran parte del campesinado y de vivir de su vinculación con el narcotráfico. Tampoco debe descartarse que Santos perciba la extrema debilidad de la conducción (hoy en manos de Rodrigo Londoño, alias Timochenko), ya que la persecución y la muerte llega a los máximos niveles de la FARC que han perdido –mérito de Uribe, sin duda– una conducción tras la otra.

El gobierno actual es consciente de varias cosas, además de que la guerrilla está acorralada pero no vencida. Saben que ya no tienen capacidad para sentarse de igual a igual con el estado (como hizo, por ejemplo, el FMLN en El Salvador, donde hoy ocupan el gobierno por la vía democrática, donde también estuvo DEF dando cuenta de esa elección). También hay conciencia plena de la pérdida de por lo menos dos puntos de su PBI por las dificultades del conflicto y que el gasto militar podría reducirse en alrededor de 5 mil millones de dólares año. Seguramente Santos también sabe de la imposibilidad de alcanzar la paz perfecta, esa que todos desean y que, además, deberá lidiar no solo con la conducción de las FARC sino con las expectativas de todos los colombianos.

Curiosamente, las encuestas dan altísimos índices de aceptación a la iniciativa de diálogo y simultáneamente bajísimos resultados en las consultas vinculadas con las seguras exigencias que intentará imponer la guerrilla. Entre ellas: la liberación de los presos, la participación en política, evitar la cárcel por delitos de lesa humanidad y narcotráfico, entre otros espinosos temas que deberán ser resueltos. Como si esto fuera poco, el tiempo no corre a favor de la iniciativa, pues no solo se debe llegar a un acuerdo, sino que además un rebelde Congreso debe implementar las medidas que se acuerden antes de quedar atrapados en la contienda electoral de 2014, sobre el final del primer mandato de Santos.

Además de lograr la desmovilización y la definitiva renuncia a la lucha armada, los que preparan la estrategia final no ignoran que cincuenta años de un status quo no cambian de un día para el otro. Hay infinitos intereses, de los mejores y de los peores intereses, desde las necesidades de los traficantes, a la distribución de la tierra en juego, la devolución de los bienes confiscados, la atención a las miles de víctimas sobrevivientes y a sus deudos, los intereses de los paramilitares, la opinión de las Fuerzas Armadas -de fuerte influencia en el país- y las relaciones con los países vecinos. Tampoco será un tema menos importante los vaivenes de la opinión pública, siempre sujeta a situaciones imprevisibles.

Seguramente, con los antecedentes del fracaso de la negociación del Caguán, el actual gobierno colombiano tomó en cuenta varios aspectos a la hora de aceptar el diálogo con las FARC: buscar una negociación rápida, sin alto el fuego ni concesiones militares y, fundamentalmente, negociar con delegaciones pequeñas en el extranjero, fuera del microclima del país. Noruega y Cuba serán el escenario, las delegaciones no superarán las treinta personas y actuarán como países acompañantes Chile y Venezuela. El 77% de los colombianos apoya el inicio del proceso de paz, pero en un país de 47 millones de habitantes el 23% que está en contra representa una importante cantidad de ciudadanos. Quizás, intentando ser optimista, tanta oposición resulte positiva. Las FARC saben que no tendrán un resultado fácil ni acorde a sus expectativas y que el actual presidente tendrá un difícil contralor que deberá superar si quiere lograr una salida. La guerrilla deberá estar dispuesta a negociar seriamente y con voluntad de ceder en una discusión democrática, algo que no ocurrió en el pasado.

El camino emprendido en procura de una paz “estable y duradera” ya no tiene retorno y, de sus resultados, reconoceremos en el futuro a un presidente que ha fracasado o a un pacificador de la guerra más prolongada de la que se tenga memoria. Acompañan los deseos de éxito todas las personas de buena voluntad del continente y, más aún, quienes hemos tenido la oportunidad de mantener vínculos con ese pueblo que ha hecho de la bonomía y el carisma una marca país.

Titulamos la editorial como un “problema que nos involucra a todos” porque, más allá de que lo que le ocurra a cualquier actor regional de nuestra incumbencia política, económica y social, no debemos caer en la liviandad de considerar que el destino del narcotráfico en Colombia no afecta a todo el continente. En los 70 y en los 80 los Carteles tuvieron su apogeo en figuras como Pablo Escobar Gaviria y en los hermanos Rodríguez Orejuela. Hace muchos años que el lugar de esos zares fue ocupado por la conducción de las FARC. Ellos protegen cultivos, laboratorios y movimientos de este negocio de ramificaciones internacionales y que mueve miles de millones de dólares. El narcotráfico es un enemigo transnacional, una sofisticada mafia que afecta a todos los sectores sociales y que crece día a día de manera transversal. Una característica de este flagelo es su gran capacidad de adaptación a nuevos escenarios y la movilidad extrema de su operatoria, basada en la ausencia de leyes y en la disponibilidad de dinero proveniente del lavado que no tiene precedentes en el mundo.

Si, como deseamos con fervor, el gobierno colombiano lograra el control definitivo de su territorio en forma irrestricta y el narcotráfico perdiera el apoyo clave de la guerrilla, la región debería estar más que atenta para seguir sus movimientos y sus nuevas estrategias, siempre en busca del lugar más adecuado para asentarse y continuar con sus perversos fines.

La Argentina, con sus permeables fronteras y otras condiciones beneficiosas para el delito, podría figurar entre las candidatas.

(*) Antonio Navarro Wolf es el único comandante del M19 que logró sobrevivir y protagonista clave de los acuerdos de paz de 1990. Se incorporó a la política colombiana y fue Ministro de Salud, Alcalde de Pasto y senador. Hasta diciembre de 2011 fue gobernador de la provincia de Nariño y actualmente es vocero nacional del Movimiento Progresistas.

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