En un nuevo aniversario de una de las fechas más trágicas del país, dos sobrevivientes le ponen palabras a los recuerdos de aquel día y piden mantener viva la memoria.
El 17 de marzo de 1992 se produjo uno de los hechos más tristes y trágicos de la historia argentina. A las 14.45, una camioneta Ford F-100 cargada con explosivos se dirigió e impactó de lleno en el frente de donde estaba ubicada Embajada de Israel, sobre la calle Arroyo al 900, casi esquina Suipacha. En aquel atentado, murieron 29 personas y hubo más de 200 heridos que, hasta el día de hoy, reclaman justicia.
“Lo único que me acuerdo es que vi muchas estrellitas de colores y que cuando me desperté mi compañera estaba a los gritos pronunciando mi nombre”, dice Gladys Silva, una de las sobrevivientes de aquella tarde. Recuerda con notable exactitud que se encontraba en el primer piso, lavando una taza, y que cuando se dirigió hacia la puerta de la cocina para llevar adelante el resto de sus actividades todo se puso negro. “Había caído sobre mis rodillas, me quise levantar y no me pude mover, entonces noté que cada vez que me movía, me caía encima mucha arenilla y polvillo. Eso era porque tenía toda la mampostería sobre mí”, agrega.
Gladys cuenta que de no haber sido por una compañera que gritaba su nombre, posiblemente, nunca la hubieran encontrado. También, dice, que un diplomático israelí se acercó hasta la dramática escena pero que no la veía, haciendo aún más terrible la situación. “Yo pensaba ‘¿cómo es que no me ve?’ y empecé a gritar, pero no me escuchaban y me empecé a asustar. En ese momento, yo tenía dos hijas y dije ‘de acá, no me van a sacar y cuando lleguen va a ser demasiado tarde’(…) Hasta que en un momento, él se agacha y empieza a remover los escombros y me ve”, comenta mientras la angustia la comienza a invadir.
“Cuando salí de esa habitación, todo lo que era la sala de conferencias ya no existía. Solo se veía mucha agua por todos lados y el sol que iluminaba la escena y los escombros. Había mucha gente gritando, mucha gente corriendo, y no entendía nada”, relata la mujer con precisión. Mientras repasa mentalmente cada segundo de aquel 17 de marzo, confiesa que cuando logró escapar por una de las ventanas que todavía se sostenían en pie, logró dimensionar un poco más el horror: “vi un mundo de gente llorando, gritando, vi a las ambulancias y a la policía. Todo Suipacha era una alfombra de vidrios. Después, me subieron a la ambulancia y me llevaron al Hospital Rivadavia, de donde salí varias horas más tarde”.
Para ese año, Jorge Cohen se desempeñaba como agregado de prensa en la embajada. Con la voz entrecortada por la emoción, dice que tiene recuerdos entrelazados y que con los años, algunos de ellos, se han ido mezclando. Sin embargo, hace hincapié en que recuerda de forma muy nítida fue el sonido de la explosión: “Más allá de eso, no me acuerdo de mucho. Un colega me comentó que me ayudó a salir de los escombros y que me asistieron para poder subir a una ambulancia. En el medio pasaron cosas de las que no me acuerdo, como un encuentro con mi viejo, aunque de eso me enteré después por las fotos que aparecieron en las revistas”.
“La primera vez que volví a la embajada fue a los seis o siete meses. Antes no quise volver. Empecé un tratamiento psicológico. Recuerdo que el médico me dijo ‘de las heridas físicas seguramente te vas a recuperar, pero tenemos que evitar otras consecuencias’. No volvía al edificio por temor a encontrarme con los fantasmas de ese día. (…) Cada vez que llego a esa esquina, me quiebro.”, dice con ojos vidriosos, repletos de sentimientos.
Jorge afirma que nació dos veces. En su documento, dice que él nació un 17 de enero pero que siente que su verdadero nacimiento es el 17 de marzo. “Soy sietemesino. Ese día recibo muchos llamados. Aun de gente que no conozco. Es un cumpleaños un poco difícil y contradictorio, pero que me permite recordar a todos esos compañeros que hoy no están conmigo”.
Hoy, Cohen trabaja en un proyecto junto a Germán García Cano de la Facultad de Arquitectura de la UBA que se llama “Marcas urbanas”, que consta de una recopilación de varias fotos de las paredes y calles en las zonas en donde se llevaron adelante los atentados a la Embajada y a la AMIA, y dice que no hay un solo día en que no recuerde eso que pasó: “Puse la bomba en la mochila y seguí adelante. Me acuerdo de mis compañeros muy seguido, de Mirtha, de Marcelo, de Eleora, y sigo dando testimonio, sigo adelante, pero soy como el montañista que sigue subiendo la montaña y cada cuatro pasos mira para hacia atrás para ver de dónde salió”.
Por su parte, Gladys comenta una anécdota: en el acto por los diez años vivió un episodio de extrema emoción que le provocó un desmayo y obligó a que la lleven de urgencia al Hospital Rivadavia, con la extraña coincidencia de que ingresó a la misma hora que en 1992. “Ese día fue muy fuerte para mí, igual que cada vez que se conmemora la fecha”, comenta y agrega que cuando se da un abrazo con otro sobreviviente es un abrazo especial, como si celebrasen el hecho de estar vivos.
“Es importante que esto no se olvide. Se lo cuento a mis nietos, a mis amigos y sigo esperando justicia por todos nosotros. Se debe recordar siempre por todos los que estuvieron ahí, por todos esos inocentes que perdieron la vida”, suelta Gladys y deja en claro que –al igual que Jorge– la búsqueda de la justicia no debe abandonarse intentar construir una sociedad mejor y con memoria.