El crecimiento en el consumo de drogas y la penetración del narcotráfico ponen a nuestro país en alerta. El poder político deberá hacerse cargo de su responsabilidad y afrontar el tema con la firmeza necesaria. Foto: AFP.
En los últimos tiempos, los medios han advertido sobre el fenómeno de la “favelización” presente y futura de los amplios cordones de marginalidad y precariedad que pueblan el conurbano de la ciudad de Buenos Aires y otras grandes ciudades del interior del país, como Rosario y Córdoba. Un término utilizado para describir la formación de brazos armados y organizados del narcotráfico, por medio del reclutamiento de jóvenes, generalmente menores de 20 años, de sectores pauperizados, como “soldados” y vendedores al menudeo de drogas, fenómeno siempre relacionado al sicariato y al tráfico de armas. Esta problemática requiere de una toma de conciencia de las elites políticas y económicas, dado que tarde o temprano serán víctimas de esa violencia y desafío, por más que en un primer momento puedan parecer socios en lucrativos negocios. Tal como advirtió hace pocos meses el ex canciller colombiano y embajador en la Argentina, Javier Bermúdez, nuestro país debe reaccionar frente al narcotráfico antes de que sea tarde, y no como en Colombia, donde según sus dichos las clases dirigentes reaccionaron cuando los traficantes comenzaron a hacer pie en sus colegios y clubes sociales, y a afectarlos en su vida y seguridad cotidianas.
Nuestro país tiene el lamentable récord de consumo per cápita de drogas a nivel latinoamericano, con más del 2% de la población. Asimismo, crecientes flujos de drogas desde la zona andina pasan por nuestros ríos, caminos y cielos para terminar siendo embarcados en importantes mercados europeos -en muchos casos, con escalas en África, donde el narcotráfico se entremezcla con clanes, fracciones armadas y hasta grupos vinculados con Al Qaeda-. La Justicia italiana ha venido advirtiendo sobre un aumento significativo de las operaciones de grupos mafiosos de Calabria y Nápoles en tierras argentinas y latinoamericanas. Sin olvidar el reciente descubrimiento por parte de las fuerzas policiales argentinas de redes de narcotraficantes de la zona de los Balcanes, que movían cantidades masivas de estupefacientes. En sus últimas conferencias y presentaciones, el juez Claudio Gutiérrez de la Cárcova no ha dudado en alertar sobre la presencia cada vez mayor de laboratorios de drogas en la Argentina, así como de mafias activas provenientes de México y de Colombia. Ni que decir del traslado de un joven cura de una de las principales villas de la Argentina a un destino en el interior, para ponerlo a resguardo de los sicarios.
Si la lucha contra estos flagelos es por demás compleja y en muchas ocasiones tiene escasos resultados, cabe preguntarse hasta qué punto nuestra patria está capacitada para llevarla a cabo. Partiendo de un tema básico: la tendencia de amplios sectores sociales a rechazar o cuestionar el derecho del Estado a ejercer el monopolio del uso de la fuerza. Por razones históricas que no desarrollaremos en detalle por falta de espacio, desde hace más de una década las autoridades argentinas temen las consecuencias políticas de reprimir con la ley y el sentido común el bloqueo de calles, rutas, autopistas, fábricas o puentes. Lo que sería normal en cualquier país occidental, desarrollado, democrático y hasta posmoderno en materia de orden público básico, es recodificado en la Argentina como represión y brutalidad. Un país con esta cultura política, ¿está en condiciones de enfrentar los aspectos más toscos y visibles del narcotráfico, tal como son o serán a futuro sus “milicias” o grupos organizados? Si los “trapitos” son un desafío no pasible de control en Buenos Aires y en recitales de rock, ¿qué queda para estructuras dotadas de sicarios, armas y amplios recursos económicos? La falta de orden público básico dista de ser propia de un sector social. Si desde fines de los 90 el piquete era sinónimo de grupos de izquierda o marginales, durante el conflicto del campo en el 2008 esta práctica se extendió a sectores rurales de capas medias y altas.
En Brasil se ha decidido, tanto por parte del gobierno federal como de gobernadores “presidenciables” -tal el caso de Sérgio Cabral en Río de Janeiro-, enfrentar con recursos policiales, militares y socioeconómicos los brazos armados de los grupos narcotraficantes. Un objetivo mínimo: que las calles estén tranquilas cuando el país asuma la organización del Mundial de Fútbol y los Juegos Olímpicos. Tal vez la cantidad de drogas y de consumidores no decaiga radicalmente, pero al menos se reducirá la imagen de desafío público, directo y armado de los criminales al poder del Estado y sus instituciones democráticamente electas. Las imágenes de Río de fines de noviembre nos mostraron las ya famosas fuerzas de elite policiales BOPE (elevadas a la fama con las películas Tropa de Elite, I y II) junto a efectivos y vehículos blindados VAO, Cascavel y M113 de la Infantería de Marina y el Ejército, y helicópteros UH1H de la Fuerza Aérea. El antecedente de esta operación y de otras que se han venido dando y se darán, fue la autorización del presidente Lula en 2004 para que los militares hicieran, con respaldo jurídico y político, las “cuadrículas”, esto es, el mapeo o inteligencia táctica de amplias zonas de las favelas de las ciudades de Brasil. Todo ello para que cuando llegara el momento, las FF. AA. crearan un teatro operacional sobre cierto espacio geográfico y quedaran bajo control directo del presidente de la República. Más allá de los ejercicios de imaginación que podemos hacer sobre si estas previsiones y lógicas son aplicables a la Argentina, sí es un dato la “favelización” de parte de nuestros barrios, así como el hecho de que el narcotráfico ya no se encuentra en fase de ocupar terrenos vacíos sino que está entrando en la lógica de radicación y moviendo el límite de los espacios físicos ocupados por otros grupos criminales mediante violencia y amenazas.
El poder político que se haga cargo del destino de la Argentina a partir de 2011 deberá adaptarse a una realidad donde el lema “aceptamos cualquier costo político antes que la represión” carecerá cada vez más de sentido y la marginalidad irá perdiendo esa pátina de desamparo y solidaridad, para entremezclarse con vigorosos poderes delictivos que usarán esa masa crítica disponible para nutrir a sus bandas armadas, vigilantes y vendedores de drogas. Tal vez síntoma de un incipiente cambio de época sea el pedido que desde Madres de Plaza de Mayo se hizo a principios de diciembre para que la Policía controlara la ocupación de tierras y viviendas por parte de grupos ligados al narcotráfico.