Intuitivo, humilde, sencillo y con pinta de chacarero, Augusto “Pirincho” Cicaré, nacido en Polvareda, provincia de Buenos Aires, Augusto Cicaré es la prueba viviente del hombre que se hizo solo gracias su ingenio natural, inspiración y gran capacidad de observación de la naturaleza. Así, creó y fabricó catorce helicópteros; dos de ellos, para el Ejército Argentino, y un simulador que vendió a varios países del mundo.
Fotos: Gentileza Ejército Argentino
En diciembre de 1969, Juan Manuel Fangio dijo de él: “Cicaré es uno de esos raros hombres a los que con su fórmula de sudor y talento les sobra para desarrollar obras que proyecten a su patria”. No tenía la más pálida idea sobre matemáticas y geometría y, sin embargo, se convirtió en un experto constructor de helicópteros y un referente en cuestiones aeronáuticas. “Muchas cosas las aprendí después. No tenía libros ni nada. Solo avancé a fuerza de prueba y error. Construía maquetas que hacía volar con un largo palo para darles inclinación. Hice muchísimas pruebas. Fue muy largo el camino hasta que construí mi primer helicóptero. Los fracasos me sirvieron como experiencia. Nunca bajé los brazos. Los errores siempre pueden solucionarse”, explica mientras detalla todas las herramientas que debió hacer para construir engranajes helicoidales, estrías y demás.
El apoyo materno
Lo “fierros” lo atrajeron desde muy chico. Su papá tenía un taller mecánico a medias con un hermano. Cuando empezó a gatear, Pirincho siempre iba a jugar con pedazos de carrocería, tuercas y engranajes. A los cuatro años, cayó en sus manos la revista Mecánica Popular. “La miraba porque me gustaban los aviones que salían en sus páginas. No sabía ni leer ni escribir. En una de ellas vi una cosa rara que estaba en el aire. Le pregunté qué era a mi mamá. Me explicó que se trataba de un helicóptero que hacía un tal Sikorsky y cómo funcionaba. Eso me apasionó. Le dije que cuando fuera grande iba a hacer uno. ‘Para eso vas a tener que estudiar mucho’, me contestó. ¡Precisamente lo que no hice!”. Tanto que la escuela fue casi un suplicio. A duras penas terminó el sexto grado. “No me gustaba. La maestra a veces, me tiraba de las orejas y me gritaba: ‘¡Burro! ¡Burro!’. Pasé las mil y una. Por suerte, repunté un poco con las clases de actividades prácticas”. Su habilidad manual lo salvó. Por ejemplo, con el motor eléctrico de 12 volts de una corneta de auto hizo una licuadora para que su mamá no tuviera tanto trabajo cuando les preparaba a mano, a sus cinco hijos, licuados de frutas en verano. “En el campo no teníamos luz eléctrica. No la copié de ningún lado porque no recibíamos ni diarios ni revistas”. En sexto grado llevó herramientas y unos pedazos de fierro y empezó a golpear y hacer ruido. La maestra le preguntó qué estaba haciendo. “‘Una cocinita’, le dije. Me dejó seguir, pero sin hacer tanto ruido. Tomó forma y le mostré cómo podía hervir agua sin tiznar la pava. A partir de ahí, empezaron a respetarme. Guardo el boletín con mayoría de notas bajas y las más altas en geografía y actividades prácticas. ¿En matemáticas? Cero”.
El torno salvador
No había cumplido 10 años y ya sabía manejar el torno del taller. Veía cómo su tío Victorio hacía las piezas. Mientras tanto, su abuelo, que tenía un pedazo de campo, le había dado una parte a su papá para que lo trabajase, porque estaba desocupado. Allá fue la familia. “Tampoco me gustaba, pero como había herramientas empecé a hacer algunas cosas”. Así, de su inventiva, surgieron juguetes, autos de carrera hechos con latas de aceite, motores eléctricos y uno a vapor que todavía conserva. Hasta el mediodía estaba en la escuela, a la que iba a caballo, y por las tardes practicaba con el torno. Pero llegaron los momentos difíciles. Su papá enfermó y no pudo trabajar más. Para colmo, su tío se fue a Buenos Aires a la fábrica Siam y puso en venta el torno. Entonces, Pirincho, de 12 años, le propuso a su mamá que lo comprase. Ante su incredulidad, la tranquilizó. “No te aflijas porque de hambre no nos vamos a morir. Sé manejar la tornería”. No le mentía. Ya reparaba cosechadores, tractores y otras cosas. La convenció. Vendió las herramientas del campo y empezó como tornero, subido a un cajoncito de madera. “Así fue como pudimos subsistir. La gente de la zona me tenía confianza y me traía trabajos”.
Ella era su gran aliada y soporte. “Como dominaba muy bien las cuentas, pese a que tenía solo tercer grado, a la hora de hacer un engranaje para las cosechadoras se encargaba de hacer los cálculos y cuando no podía resolverlos, agarraba un libro de matemáticas y los sacaba con gran facilidad. Nunca se equivocaba. Para descubrir el efecto de la fuerza centrífuga en las palas, sobre el que tenía un desconocimiento total, me ayudó a hacer las pruebas con una habilidad extraordinaria”, recuerda con emoción.
El primer helicóptero
Con su habilidad como tornero se dio cuenta de que podía hacer el motor para el helicóptero soñado. Quería ponerle un motor en V, pero como no le alcanzó la plata para comprarlo, tuvo que hacerlo de dos cilindros. “No tenía fuerza suficiente. Lo levantaba, despegaba y se quedaba ahí nomás”. El primer intento data de 1958. No sabía nada de pilotaje. Sin embargo, se las arregló. “Primero lo até a un árbol con una cadena y una pequeña soltura. Si se inclinaba, la pala no tocaba el suelo porque lo salvaba ese anclaje. Al principio giraba para un lado y para el otro. Seguí probando. Le puse un segundo motor más potente que me llevó mucho tiempo hacer. El cigüeñal todavía lo tengo”. En 1963, se hizo un gran festejo por el centenario de Saladillo. “De prepo, mis amigos llevaron mi máquina y la expusieron en la plaza principal”.
En ese entonces, habían llegado al país los primeros helicópteros Sikorsky 51, en los que Cicaré se había inspirado al verlos en aquella revista. Tuvo ocasión de viajar a la Capital y revisarlos de cerca. “Fue una experiencia enorme y saqué muchas conclusiones para mis futuras creaciones”. Así nació el segundo. “Se hizo un festival en Polvareda para recaudar fondos para que pudiera construirlo. Voló muy bien, tenía un sistema de comando distinto. Un amigo filmó el vuelo de exhibición que hice ese día y le llevó la película al presidente Arturo Illia. La vio y le dijo que quería conocerme. Fuimos a la quinta de Olivos a visitarlo. Me presentó al presidente de la Fábrica Militar de Aviones, de Córdoba, quien hizo que lo lleváramos a la provincia, donde empezamos a testearlo en sus bancos de prueba. Había una posibilidad bárbara de construirlo en serie. Pero cayó el gobierno constitucional y se terminó todo”, dice con amargura.
Una vez afincado en Saladillo, donde se casó, tuvo tres hijos y puso su taller, Cicaré construyó 14 prototipos. El Nº 3 lleva un motor Ford Falcon; luego, hizo el primer ultraliviano; el Nº 6, Angel, se fabrica en Italia; y el Nº 13 es el simulador que utiliza el Ejército Argentino, inspirado en la forma en que ataba el Nº 1 para aprender a volar. Ah, en sus ratos de ocio fabrica cortadoras de pasto de su invención. Un genio anda suelto.