A casi dos décadas del hecho, repasamos como esos ataques cambiaron el modo de concebir la guerra a nivel global y cómo las medidas posteriores adoptadas afectaron la vida cotidiana de millones de personas. Por Redacción DEF
El 11 de septiembre de 2001 cambió para siempre la vida de los estadounidenses y se produjo un sacudón a escala global, al poner en escena a un actor no estatal que había sido subestimado hasta ese momento: el terrorismo de matriz yihadista. Los atentados suicidas utilizando aviones comerciales que se estrellaron contra las dos torres del World Trade Center (WTC), de Nueva York, y contra el Pentágono, en Washington, tomaron de sorpresa a la propia CIA, y desnudaron las falencias del sistema de seguridad interior de la mayor potencia del planeta. La respuesta del entonces presidente de EE. UU., George W. Bush, no se hizo esperar y, en un discurso a su población expresó: “Cada nación de cada rincón del mundo tiene una decisión que tomar: o están con nosotros o están con los terroristas”.
Nuevas medidas de seguridad en materia aeroportuaria
Los vuelos 11 y 175, de American Airlines, que se estrellaron contra las torres en el World Trade Center no solo marcaron tristemente el inicio del siglo XXI, sino que también definieron, entre otras cosas, las políticas de seguridad aeroportuaria en Estados Unidos y el mundo entero. Desde el hecho de que todos los pasajeros tengan que descalzarse antes de abordar hasta la incorporación de escáners de temperatura corporal, todos los cambios modificaron la forma de viajar.
La totalidad de los sistemas de control implementados desde aquel entonces tienen como objetivo reducir la cantidad de objetos que puedan ser utilizados como armas dentro de los vuelos. Aerosoles, encendedores y baterías con material inflamable, son algunos de todos los elementos que se prohibieron tras el 11S.
En 2001, en Estados Unidos, la cantidad de agentes federales que trabajaban dentro de la TSA (Administración de Seguridad en el Transporte) era de 16.000 hombres y mujeres. Tras los atentados, la administración Bush sumó 56.000 agentes más, reforzando todo el sistema y marcando el pulso en materia de seguridad en todo el mundo.
Al-Qaeda, la nueva franquicia del terror
A partir de 2001, un rostro comenzó a recorrer las portadas de los diarios y los noticieros de televisión: el del multimillonario saudita Osama Bin Laden, un exveterano de la guerra de Afganistán, que desde 1996 se encontraba bajo protección del régimen de los Talibán. Su organización terrorista de matriz yihadista, bautizada como Al-Qaeda –“la base”, en árabe–, reivindicó rápidamente la autoría de los brutales atentados que provocaron más de 2900 víctimas mortales.
La saga de Al-Qaeda había comenzado a mediados de los 90, cuando Bin Laden abandonó el territorio saudita y acusó a la monarquía de los Al-Saud de “profanar” los lugares sagrados del Islam, al autorizar la presencia de militares estadounidenses en su territorio luego de la guerra del Golfo de 1991. En 1998, ya instalado en Afganistán, anunció la conformación del “Frente Islámico Internacional para la Yihad contra los Judíos y los Cruzados” y en los siguientes dos años asumió la responsabilidad de una serie de ataques contra blancos estadounidenses: los atentados, de agosto de 1998, contra las embajadas de EE. UU. en las capitales de Kenia y Tanzania; y contra el buque de la Marina estadounidense “USS Cole” en el golfo de Adén (Yemen), en octubre de 2000.
Tras el 11 de septiembre de 2001, solo se conocieron videos e imágenes grabadas de Bin Laden, que seguía incitando a los musulmanes de todo el planeta a la “guerra santa” contra Occidente. Su asesinato, ocurrido el 11 de mayo de 2011, en una operación secreta de EE. UU. contra la vivienda en la que se escondía en Abbottabad (Pakistán), no terminó con la amenaza de Al-Qaeda.
Convertida ya en una verdadera franquicia del terror, sus organizaciones asociadas en todo el mundo siguieron atentando contra blancos occidentales y sentando su presencia en las regiones más inestables del planeta. Entre ellas, las situadas en la Península Arábiga (AQPA), en el Magreb Islámico (AQMI) en África y, más recientemente, el Frente Al-Nusra –rebautizado posteriormente como “Jabhat Fateh al-Sham”– y su involucramiento en la guerra civil en Siria.

Afganistán, Irak y la “guerra preventiva”
La operación “Libertad Duradera”, iniciada el 7 de octubre de 2001 contra Afganistán, país acusado de dar protección a Bin Laden y su red terrorista, marcó el comienzo de una nueva doctrina de intervención militar estadounidense en distintas partes: la denominada “guerra preventiva”. Si bien esa primera campaña contó con el apoyo de sus aliados de la OTAN, invocando el derecho a la legítima defensa contra una agresión extranjera, le sucederían una serie de operaciones controvertidas que tuvieron como blanco líderes yihadistas y países acusados de darles protección.
La mayor polémica se generó en 2003, cuando George W. Bush lanzó la operación “Libertad Iraquí”, con el objetivo de derrocar al régimen de Saddam Hussein. Washington lanzó la invasión sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, donde Francia, Rusia y China –tres de los cinco miembros con derecho a veto– se opusieron. El principal argumento fue la presencia, en suelo iraquí, de un supuesto arsenal de armas de destrucción masiva, que nunca fue descubierto. Por otra parte, las conexiones entre el gobierno de Bagdad y Al-Qaeda, lo que tampoco quedó debidamente probado.
Durante la siguientes dos décadas, esa doctrina justificó también el uso de drones estadounidenses para asesinar a líderes terroristas o a funcionarios de regímenes hostiles sospechados de atentar contra blancos estadounidenses. El más reciente fue la operación que tuvo lugar en febrero pasado y que provocó la muerte del jefe de la Fuerza Al-Quds de la Guardia Revolucionaria iraní, Qassem Suleimani.
La lucha contra el financiamiento del terrorismo
Los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuya sofisticada logística y financiación no pudieron ser detectadas a tiempo por las agencias de inteligencia occidentales, encendieron las alarmas de los organismos internacionales encargados de la lucha contra el lavado de activos. Así fue como el Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) publicó, en octubre de 2001, sus nueve recomendaciones para la lucha contra el financiamiento del terrorismo.
Esas nueve recomendaciones del GAFI a todos los países miembros, entre ellos la Argentina, incluyen: la tipificación del delito de financiamiento del terrorismo y el lavado de activos asociado a él; el congelamiento y decomiso de activos ligados a la financiación de actividades terroristas; el control de las transferencias de dinero por vías no bancarias y sus redes informales; y la prevención de la utilización de organizaciones no gubernamentales (ONG) para sostener actividades terroristas.