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Jerusalén y la degradación del Estado Islámico

Después del anuncio de Donald Trump sobre Jerusalén, cómo se ubican los actores en una región que renueva la tensión. Por Omar Locatelli (Especial DEF Online).

Cuando se apagaban las oraciones del viernes 08 de diciembre en la sagrada mezquita Al Aqsa en Jerusalén, los fieles musulmanes irrumpían hacia las puertas amuralladas de la Ciudad Vieja al grito de “Jerusalén es nuestra capital”, y agregaban “no necesitamos palabras vacías, necesitamos piedras y Kalashnikov”. Un verdadero “día de furia” se iniciaba tanto en Jerusalén como en Cisjordania y en la franja de Gaza. Tal vez, el presidente estadounidense Donald Trump, al anunciar el reconocimiento de que Jerusalén –antigua Al-Quds de los árabes– debería ser la capital de Israel, nunca supuso (o sí) que podría dar comienzo la tercera Intifada. El pedido de Hamas de un nuevo levantamiento palestino como en 1987-1993 y 2000-2005, así lo confirmaba.

Las habituales diferencias entre sunitas y chiitas quedaron de lado ante el resurgimiento de un enemigo común. Tanto así, que hasta en Irán, país de mayoría chiita, que nunca ha reconocido a Israel y apoya a los militantes antiisraelíes, manifestantes se lanzaron a las calles a quemar fotos de Trump y del primer ministro israelí Benjamin Netanyahu mientras cantaban “muerte al demonio”. La oposición al anuncio del presidente Trump había unido a la facción más pragmática de Irán, que apoya una mayor apertura al mundo exterior, detrás de los intransigentes que se oponen a ella.

Retroceso de Estado Islámico, incremento de tensiones

Cuando en octubre pasado las tropas aliadas, apoyadas por EE. UU., capturaron Raqqa en Siria (supuesta capital de Estado Islámico) después de cuatro meses de cerco, Medio Oriente suponía que la tan esperada paz comenzaba a vislumbrarse. También contribuía el hecho de que unas semanas antes las tropas sirias, apoyadas por Rusia, conquistaban Dayr al-Zawr en la frontera sirio-iraquí, último bastión jihadista, que evidenciaba la total degradación y su retirada combativa convencional. Las tropas sirias se encontraban reforzadas por el poder aéreo ruso, junto a otras tropas iraníes, que incluían al Hezbollah libanés (a través de su regimiento Harakat Hezbollah al-Nujaba), a la división de Fatemiyoun afgana y a las fuerzas paramilitares Hashd al-Shaabi, convocadas a tal efecto por el ayatollah Alí Sistani, principal figura religios del chiismo iraní.

El presidente sirio, Bashar al-Assad, evidenciaba que había consolidado el control sobre la mitad occidental del país, mientras que al este del río Éufrates, las fuerzas respaldadas por Estados Unidos estaban terminando con los restos del Estado Islámico. No obstante, esas dos campañas que se habían mantenido separadas, con la ayuda iraní y rusa, hicieron que los sirios comenzaran a proyectarse hacia el este de su territorio. Si bien la degradación comenzaba a tener efecto, las fuerzas gubernamentales sirias y las Fuerzas Democráticas Sirias (FDS por sus siglas en inglés) –conjunto de rebeldes sunitas sirios y kurdos apoyados por EE. UU.– comenzaban a converger sobre las mismas ciudades. Washington debía a decidir si, cuándo y cómo debía retirarse.

Siria comenzaba a buscar el control de los campos petroleros al este del Éufrates como forma de volver a explotar las riquezas provenientes de sus hidrocarburos. Turquía, por su parte también buscaba obtener beneficios de su posición al irrumpir en la norteña provincia siria de Idlib, para instalar 14 puestos de observación con 500 soldados por seis meses, como contraparte del establecimiento de las tropas rusas en las afueras de las ciudades más importantes de la provincia. La intensión turca es el control de su extensa frontera con Siria de 820 km, hasta la zona de Afrin, donde comienza el avance kurdo en la zona. Además protestaba por el apoyo de EE. UU. a las Unidades de Protección Popular, que son el brazo armado del Partido de los Trabajadores Kurdos, antiguo partido opositor al gobierno turco y considerado como organización terrorista.

Por su parte, el premier iraquí, Haidar al-Abadi, el 9 de diciembre al frente de su Ministerio de Defensa anunció el fin de la guerra contra Estado Islámico (EI): “Nuestras fuerzas se han hecho con el control total de las fronteras con Siria”, aseguró. No obstante, la vocera del Departamento de Estado de EE. UU., Heather Nauert, saludó al gobierno iraquí por el “fin de la ocupación de Irak por parte del Estado Islámico”, refrendando una comunicación anterior del Comando de las Fuerzas internacionales, donde también se lo felicitaba por la liberación de las poblaciones ocupadas. El detalle del comunicado implicaba que EI aún mantiene depósitos y escondites en zonas deshabitadas, que le permitirían lanzar ataques insurgentes en territorio iraquí, como lo ha hecho en veces anteriores.

Irán, ante la degradación combativa de EI, buscaba establecer en Siria un corredor de tierras en el sur a lo largo de su frontera con Irak, que vinculara Teherán con Beirut, a través del desierto. Las acciones de su brazo armado chiita, Hezbollah, le permitía influir notoriamente en las iniciativas de paz en Siria. Los países sunitas del Golfo, liderados por Arabia Saudita, comenzaban a preocuparse por la cantidad de tropas de Hezbollah y de las milicias populares de Irán, tanto en Siria como en Irak.

A su vez, Israel también se mostraba preocupado por Hezbollah, pues si estallara una guerra en su contra, podría echar a perder cualquier iniciativa con los palestinos. En razón de ello es que inició una política de “buenos vecinos”, brindando ayuda y apoyo aéreo a los grupos armados sirios opositores al gobierno, a cambio de un cinturón de seguridad contra Hezbollah, como primera línea de defensa en las alturas del Golán. Por su parte el régimen sirio comparte el control del área de Quneitra –Alturas del Golán– con grupos armados de oposición y militantes extremistas, lo que podría llevar a una involuntaria escalada.

Además, el premier libanés, Saad al Hariri, fuertemente influido por miembros de Hezbollah, era convocado a Riad por el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman, para forzar su renuncia como forma de evitar una eventual guerra civil en Líbano. Los saudíes sentían el notorio aumento del poder chiita en la región a través de la participación de sus tropas y aliados –Hezbollah– tanto en territorio sirio como iraquí. No obstante, la presión internacional encabezada por Francia logró el regreso del premier libanés a Beirut y su continuación en el gobierno. La prensa internacional culpaba a las crecientes tensiones entre Arabia Saudita e Irán de haber desencadenado una crisis política en el Líbano.

La supuesta eliminación del hasta entonces flagelo en común –Estado Islámico– favorecía las discrepancias y la búsqueda del control hegemónico islámico en la región, iniciada por controlar las zonas liberadas. Una vez más la Matloumiya, entendida como la inculpación entre sunitas y chiitas que limita el avance del Islamismo iniciada después de la Batalla de Karbala en el 680, hacía afilar las espadas.

Un ideal plan de acción de difícil implementación

Las perspectivas de paz estaban atrapadas en una red de otros temas que consumían a la región, como era (¿es?) el creciente enfrentamiento de Arabia Saudita con Hezbollah respaldado por Irán en el Líbano, sumado a la preocupación turca por el avance kurdo y la búsqueda de su independencia. EE. UU. se veía notoriamente desplazado de su poder decisor en cuestiones relativas a Medio Oriente.

No obstante, el 10 de octubre, el presidente Trump y sus asesores comenzaron a desarrollar su propio plan para poner fin al conflicto entre Israel y los palestinos, buscando lo que llamaron “el acuerdo definitivo”, como una forma de volver a ejercer su influencia en la región. El plan necesariamente incluía una mayor voluntad de los estados árabes de resolver finalmente el problema para volver a centrar la atención en Irán, que consideran la mayor amenaza. En razón de ello, Egipto estaba negociando una reconciliación entre Mahmoud Abbas, que preside en Cisjordania, y Hamas, que controla Gaza, un acuerdo que consolidaría a la Autoridad Palestina como el representante del pueblo palestino. Mientras tanto, Arabia Saudita había convocado al premier palestino Abbas a Riad para reforzar la importancia de un acuerdo. Pero, en todos los casos, era necesaria una común opinión de los estados árabes.

Algunos analistas dijeron que creían que el plan podría incluir disposiciones de fomento de la confianza que cada parte ya habría acordado. Para Israel, podría incluir limitar la construcción de asentamientos a los lugares actuales sin tomar nuevas tierras, volver a comprometerse con una solución de dos Estados y rediseñar la seguridad de una pequeña parte de Cisjordania para dar a los palestinos un mayor control. Por parte de los palestinos, podría incluir reanudar la cooperación de seguridad total con Israel, postergar la búsqueda de mayor reconocimiento internacional y poner fin a los pagos a las familias de los palestinos encarcelados por ataques terroristas. Los Estados árabes, particularmente Arabia Saudita, Egipto, los Emiratos Árabes Unidos y Jordania, podrían agregar sus propios compromisos, como sobrevuelos de aviones de pasajeros israelíes, visas para empresarios y enlaces de telecomunicaciones.

Una acción para romper la unificación árabe

Si Trump buscaba reinsertarse en el concierto de Medio Oriente para volver a su rol decisor, ¿por qué efectuó su anuncio respecto de Jerusalén? Desde 1967 la comunidad internacional ha acordado negarse a reconocer a Jerusalén como la capital de Israel. El cambio de esta posición, dada su importancia para los islámicos (árabes especialmente), dificulta construir un acuerdo palestino-israelí y un eventual reconocimiento general por parte de los países islámicos del Estado de Israel. No obstante unifica posturas respecto a Israel y difiere peligrosos enfrentamientos confesionales islámicos.

El conflicto sobre la posesión de la ciudad viene desde lejanos tiempos, con la contradicción intrínseca con su nombre: ciudad de la Paz. En nuestros días el conflicto árabe-judío se convirtió en un conflicto nacionalista, con Jerusalén en su centro. Jerusalén, ciudad santa, por algo llamada por los árabes Al-Qud, es el símbolo fundacional de tres religiones, donde debería primar el concepto de unidad. Un profesor israelí afirmó que tanto el pueblo judío como el árabe local abrazaron Jerusalén. No obstante, “más de lo que Jerusalén los necesita, ellos necesitan a Jerusalén”.

Un primer y simple análisis implica que el anuncio podría complicar la política regional de EE. UU. Marc Lynch, politólogo de la Universidad George Washington, escribió en The Washington Post: “La búsqueda visible de la paz, si no su logro, ha sido durante mucho tiempo el mecanismo por el cual los Estados Unidos reconcilian sus alianzas con Israel y con los estados árabes, ostensiblemente, anti-Israel”.

La primera conclusión es que Trump deja de ser imparcial en el conflicto israelí-palestino. La segunda derivación es que la parcialidad hacia Israel produce la falta de confianza de los países árabes para que EE. UU. sea el habitual anfitrión de cualquier acuerdo futuro. A partir de ello, las derivaciones son incalculables. El presidente Trump deja su supuesta obligación de mediar en las cuestiones regionales, manteniendo su vínculo con Israel. No tiene la obligación de evitar un enfrentamiento entre sunitas y chiitas, derivado de la falta de un flagelo común a ambos como lo fue (¿es?) Estado Islámico. Puede colaborar, justificadamente, en frenar el intento de avance chiita, a través de Irán, en la región como forma de recuperar una perdida influencia a manos de Rusia en Medio Oriente.

Si bien el anuncio de Trump podría dificultar que los gobiernos árabes sunitas justifiquen su cooperación con lo que se percibe como un complot estadounidense-israelí contra los palestinos, no significa que esos estados árabes rompan con Washington, pues podrían necesitar ser un poco más callados y más cuidadosos para cooperar. La moderación respecto de la respuesta al anuncio estadounidense por parte de los países sunitas de la región lo estaría confirmando. Incluso, varios de los gobiernos árabes se preocupan más por los disturbios internos que por los propios palestinos.

Inshallah (“quiera Dios”, en árabe) que la frase de Santo Tomás Moro haya sido la inspiración de muchas de las acciones actuales, en especial cuando se refiere al destino de la Santa Jerusalén: “Dichosos los que piensan antes de actuar y rezan antes de pensar, porque evitarán muchas tonterías”.

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