¿Tenemos las personas talentos e intereses innatos? ¿Es posible desarrollar el pensamiento científico en la niñez? Conversamos con Melina Furman, bióloga y pedagoga, especialista en programas destinados a formar el pensamiento científico, sobre la posibilidad de despertar el deseo de aprender temas que parecen ajenos y complejos.
– ¿Cómo definiría el pensamiento científico?
– Creo que es un conjunto de maneras de pensar y de capacidades relacionadas con dos vertientes. Por un lado, está la curiosidad, la búsqueda de respuestas, el interés por resolver problemas y la creatividad; por otro, el pensamiento organizado y riguroso, la búsqueda de evidencias que permitan comprobar si algo tiene sustento. En esas dos dimensiones confluye el pensamiento científico.
– ¿Cree que es un conocimiento importante para todo el mundo?
– Definitivamente, y sobre todo para quienes no van a ser científicos, porque van a construir una matriz de pensamiento rigurosa, que les va a ser útil en cualquier profesión o actividad que desempeñen. Además, considero que es importante enseñarlo desde la niñez porque nos prepara para ser más fuertes ante la vida, para tomar mejores y más informadas decisiones, para saber si debemos creer lo que se nos dice. A la vez, como la mirada científica es sumamente curiosa, mantener esa cualidad encendida es de algún modo el camino para una vida plena. Buscar, disfrutar del aprender es una mirada propia de las ciencias naturales.
– ¿Considera posible despertar esa mirada en quienes no se sienten atraídos por el tema?
– Todos la tenemos. Este convencimiento lo corroboré en mi trabajo con nenes pequeños, ya que son ellos mismos los que traen a la escuela una mirada preguntona. Su curiosidad es natural y su interés es muy fuerte, casi mágico diría. El secreto entonces es mantenerla encendida e ir organizándola hacia hábitos de pensamientos más sistemáticos. Cuando los chicos son un poco más grandes y perdieron en cierta forma el deseo por conocer, la experiencia me demuestra que se pue- de volver a encender a partir de situaciones de exploración auténtica, planteos relacionados con la vida real, problemas sobre los que pensar en grupos y romperse la cabeza para resolverlos.
– ¿Se vuelve más difícil incentivar a los adolescentes?
– Se complica cuando vienen de una experiencia escolar en la que se les enseñó la ciencia como un conjunto de conocimientos fácticos, áridos y con poco sentido. Sin embargo, los adolescentes están en una etapa de búsqueda y, según mi experiencia, cuando se les ofrecen actividades desafiantes la mayoría se sube al barco. En la escuela, en general, se hacen experiencias prácticas para corroborar lo que los chicos ya leyeron en los libros y en realidad es mucho más interesante plantear investigaciones sin que se conozca de antemano la respuesta. Con mayor o menor esfuerzo, todos los chicos están en condiciones de aprender cuando se los estimula convenientemente.
– ¿Hay mucho por cambiar en la forma de enseñar ciencias que se aplica en la escuela secundaria?
– Mucho, pero no por demolición, no tirando todo a la basura, porque son también muchas las cosas que se hacen bien. Lo que sí me parece importante es dar una vuelta de tuerca a las experiencias que se llevan a cabo, que los trabajos prácticos dejen de ser recetas de cocina y se transformen en oportunidades de investigación. Otro paso fundamental es abandonar lo declarativo –es decir, repetir conceptos sin terminar de entenderlos– y realizar trabajos conectados con la vida real.
– ¿Cree posible despertar las ganas de aprender?
– Absolutamente. Estoy convencida de que en cualquier disciplina, particularmente en la ciencia, lo primero que hay que hacer es encender el deseo, esa especie de chispa que nos motiva. Eso se logra cuando acercamos la ciencia escolar a lo que sucede en la investigación científica real: plantear preguntas que responder, generar espacios de exploración y de debate. Es en ese momento cuando la experiencia se vuelve auténtica y motivadora, en especial cuando el docente también tiene esa chispa y disfruta de lo que hace. Uno de mis pedagogos favoritos, David Perkins, utiliza una metáfora para explicar cómo motivar el deseo relacionada con su propia experiencia. Cuenta que cuando su papá le enseñó de pequeño a jugar al béisbol no lo hizo a fuerza de batear todo el día sino a través de versiones simplificadas del juego –las llama “juniors”–, con poquitas bases y menos jugadores pero conservando la esencia del juego. Y se queja de que en el sistema educativo tenemos una epidemia de “elementitis” –aprendemos los pedacitos– y “sobreitis” –aprendemos sobre la cosa, armamos pedacitos de un rompecabezas que jamás vemos armado en su totalidad. Esto para mí se aplica mucho al aprendizaje de la ciencia donde vemos todo fragmentado sin mostrar nunca el “juego completo” y el porqué vale la pena intentar jugarlo.
– ¿Alcanza con despertar la chispa?
– No, pero es el primer paso sin el cual es imposible avanzar. El segundo consiste en armar las estructuras, el andamiaje que permi- ta que el chico vaya, de a poco, construyendo sus ideas, sus capacidades y su propio modo de pensar. Un factor clave en el proceso son los docentes que deben acompañar a los chicos en este arduo camino que implica mucho esfuerzo. Todo este desarrollo debe ser constantemente reconsiderado por el docente. ¿Cómo? A través de la evaluación formativa de la que tanto se habla en educación y que se refiere a una evaluación para el aprendizaje que permite al maestro ir tomando la temperatura de lo qué están entendiendo sus alumnos y de cuáles son las principales dificultades a resolver para poder construir los puentes que lo llevarán adonde uno quiere.
– ¿Qué consejo le daría a los docentes que pretenden volver atractiva la enseñanza de las ciencias?
– Lo primero es no querer reinventar la rueda y tomar las cosas como insumos para ir transformándolos de acuerdo con los pro- pósitos de cada docente. Hay mucho material interesante en la web y en los libros. Por otra parte, creo que el gran secreto es tratar de moverse de una enseñanza muy fragmentada a unidades y proyectos de trabajo más en profundidad. Para mí es una de las claves para salir de la elementitis y empezar con una enseñanza que vaya a las grandes ideas y que ofrezca oportunidades de ser más participativa para los chicos.
LA EXPERIENCIA EN EL AULA
– Usted trabajó en escuelas del Bronx en los Estados Unidos, ¿cómo fue esa experiencia?
– Entre 2003 y 2006, participé de un proyecto de la Facultad de Educación de la Universidad de Columbia en escuelas a las que asistían las minorías más pobres, en general latinas y afroamericanas. Fue parte del programa de investigación de mi doctorado, cuya tesis fue sobre cómo formar a los nuevos maestros para escuelas caracterizadas por una alta deserción docente producto de la dificultad para enseñar. Coordiné un programa denominado Urban Science Education Fellows, Columbia University –destinado a la formación de docentes de ciencia para escuelas medias de la ciudad de Nueva York. Desarrollamos diversos proyectos de investigación en los cuales los nuevos maestros ensayaban nuevas prácticas y otras maneras de enseñar de la mano de docentes de aula. Fue una experiencia sumamente enriquecedora que me abrió las puertas de un mundo nuevo donde conocí las cosas más interesantes y duras del sistema educativo.
– ¿Qué aprendizajes se llevó de esa experiencia?
– Me llevé muchas cosas pero una de las más importantes fue desprenderme del estereo- tipo de que los chicos de las escuelas con alto nivel de pobreza andan armados e integran bandas delictivas como se ve en las películas. La realidad me mostró que son chicos como cualquier otros; que las comunidades escolares, al igual que en todos lados, están confor- madas por alumnos aprendiendo y maestros enseñando como en cualquier escuela. Más adelante tuve la suerte de conocer escuelas de distintos países latinoamericanos, hecho que me permitió tomar perspectivas de qué cosas se hacen bien y cuáles pueden hacerse de otro modo.
– ¿Cómo percibió que estamos respecto a la región?
– Hay un patrón común en Latinoamérica –como se evidencia en las evaluaciones internacionales, donde salimos bastante mal– y es que se da una ciencia muy fáctica y con poco anclaje en la experiencia. Lo que percibí como algo muy distintivo y lindo de las escuelas argentinas es el vínculo afectivo cercano que se establece entre los chicos y los docentes. El año pasado hicimos con Gui- llermina Tiramonti y Sandra Ziegler una investigación para Flacso (Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales), y Unicef acerca de la realidad de las escuelas secundarias de la Ciudad de Buenos Aires. Lo más destacado fue que, si bien había temas didácticos que mejorar ya que la enseñanza estaba muy basada en lo memorístico, el vínculo dentro de la comunidad educativa y el entusiasmo de los docentes por su trabajo conformaban un terreno muy positivo donde sembrar. Esto no pasa en todos lados y es bueno destacarlo, sobre todo porque en general lo que se difunde en los medios acerca de la escuela suele estar relacionado con experiencias tremendas.
– ¿Es un vínculo fuera de lo común en otros países?
– Está presente en las escuelas de América Latina pero en los Estados Unidos, por ejemplo, aunque conocí a muchos docentes extraordinarios que lograban generar estos vínculos, tiene un peso muy fuerte la cuestión social y racial. Hay un fenómeno que llaman “división cultural” que está basado en que la mayoría de los docentes son blancos. Y la realidad es que aunque muchos eligen trabajar en las escuelas de contextos po- bres como un modo de cambiar el mundo, están culturalmente muy lejos de las reali- dades de los chicos y no todos lograr armar el puente necesario para poder vincularse. Esta es la principal razón por la cual un alto porcentaje termina abandonando.
– Otro proyecto importante del que participó fue el del programa de mejora escolar Escuelas del Bicentenario (IIPE/Unesco y Universidad de San Andrés), a través del cual capacitaron a docentes de todo el país.
– Fue un proyecto maravilloso. Yo coordiné el equipo de ciencias y fue para mí, recién llegada de EE. UU., una especie de zambullida en la realidad educativa del país. Trabajamos con 232 escuelas primarias de altavulnerabilidad en siete provincias, donde formamos equipos locales de capacitadores de todas las áreas –ciencias, matemática y lengua– que iban a las instituciones cada 15 días a trabajar con los docentes en la mejora en las prácticas a partir de los materiales que habíamos diseñado y que hoy están online, disponibles y gratis, sobre cómo enseñar todos los temas de ciencias de la primaria: el sonido, la luz, los seres vivos, los ecosistemas, etcétera, a través de unidades de indagación. Fue una experiencia única que nos permitió comprobar que es posible enseñar ciencias con calidad.
– Usted planteó en un artículo que las mejoras en el aprendizaje de los alumnos es considerablemente más importantes en aquellas escuelas en las que directivos y docentes trabajan en equipo.
– Sí, es la conclusión a la llegamos después de analizar aquellas escuelas en las que se habían alcanzado los mejores resultados. La solución a los problemas siempre viene de adentro de las instituciones y si el equipo directivo no acompaña, nada funciona. Hemos visto que aún de los contextos más difíciles emergen buenas escuelas y la característica común es que cuentan con directivos que anteponen el entusiasmo a las dificultades, la mística a los problemas. Y esta actitud se traduce en proyectos institucionales, en un clima cordial, en una disminución del ausentismo.