Los Tribunales ante el reclamo de justicia de una sociedad harta de la corrupción. Escribe Ricardo Sáenz / Fiscal General ante la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional de la Capital Federal / Especial para DEF.
Desde algún punto vista, debe ser más fácil ser historiador que periodista o cronista de actualidad. Describir y analizar los hechos que ocurren en una realidad compleja, mientras se están desarrollando, no es una tarea sencilla y conlleva el riesgo de construir diagnósticos que luego resultan errados o alejados de lo que sucede.
Por esta razón comienzo aclarando que el título de esta columna no implica una afirmación, sino más bien una hipótesis de trabajo. Es decir, un intento de verificar si lo que está sucediendo en los Tribunales –ante los alarmantes casos de corrupción– frente al reclamo de justicia por parte de la sociedad, y la prescindencia del nuevo gobierno, constituyen o no un desfasaje, como indica la frase escogida para encabezar esta especie de ensayo.
Muchas veces se ha intentado explicar que lo que aparece como morosidad de los Tribunales en investigar a los gobiernos mientras están en el poder, es, en realidad, la expresión de la dificultad de hacerlo, debido a que no se puede acceder a las pruebas necesarias porque se encuentran bajo resguardo de los propios gobernantes.
También se ha hecho notar que mientras los gobiernos conservan cuotas importantes de poder, los organismos de control del Estado dejan de cumplir sus funciones contribuyendo, de esta manera, a que los hechos de corrupción se lleven a cabo con mayor facilidad. El gobierno que culminó su mandato el 10 de diciembre de 2015 constituye una prueba irrefutable de esta circunstancia. Es larga la lista de organismos estatales de control previstos en la Constitución Nacional y en las leyes que han mirado para el costado en los doce años de gobierno del kirchnerismo. No hubiese sido posible la comisión de los graves delitos investigados por la justicia sin la complicidad, por acción u omisión, de organismos como la Auditoría General de la Nación (AGN), la Oficina Anticorrupción, la AFIP, el Banco Central, la Unidad de Investigación Financiera (UIF), algunas Comisiones investigadoras del Congreso, o la Procuración General de la Nación (PGN), dominada por militantes del colectivo (como les gusta llamarse a sí mismos) “Justicia Legítima”. Existe un entramado normativo que permite sistemas aceitados de control (como, por ejemplo el reporte de operaciones financieras sospechosas que los bancos entregan a la UIF para combatir el lavado de activos), pero que requieren, desde luego, la honestidad y el compromiso de los funcionarios involucrados.
Si bien ambas cuestiones son ciertas, tengo para mí que también lo es cierta laxitud de jueces y fiscales ante los hechos que se denuncian contra funcionarios públicos durante el ejercicio del gobierno.Esta circunstancia, que se viene manifestando a partir del cambio de gobierno –aunque señalada por muchos hace varios años– no es nueva; ya ha ocurrido con otros gobiernos que, recién al declinar la fuerza de su poder político, han sido objeto de investigaciones más rigurosas por parte de la Justicia.
Esto sucedió en el final de los diez años de gobierno de Carlos Menem. Existían numerosas denuncias por corrupción, especialmente relacionadas con las privatizaciones de empresas públicas realizadas en esa gestión. Mucho se ha criticado ese proceso que no existieron tantas condenas como se esperaba y también se ha cuestionado la excesiva duración de los procesos. No obstante, coincido con quienes sostienen que la presión social de aquellos años no tuvo la magnitud de la que estamos viviendo en este momento, debido a que con posterioridad al final del gobierno de Menem, se precipitó la crisis económica de la salida de la convertibilidad y la caída del gobierno del presidente De la Rúa. En esas condiciones, la sociedad centró su preocupación y expectativa en el aspecto económico. No es el escenario actual, en que si bien tenemos altos niveles de inflación, la expectativa es que la situación económica tienda a mejorar.
¿Qué ocurre de distinto, entonces, en esta oportunidad? ¿Jueces y fiscales están actuando de un modo diferente a lo que hicieron (o dejaron de hacer) en otros procesos similares?Creo que la respuesta tiene, de acuerdo a lo que venimos exponiendo, dos vertientes. Por un lado, la Argentina nunca había visto los niveles de corrupción de funcionarios estatales –a veces, de una manera obscena y grotesca– que estamos viendo. La otra, casi una consecuencia de la anterior, es que el reclamo de la sociedad relativo a la investigación y enjuiciamiento de los responsables, al que se suma fuertemente la devolución de lo ilícitamente obtenido, ha llegado a un nivel nunca visto, amplificado especialmente por la existencia de las redes sociales y la labor del periodismo independiente.
Se suma, además, otra circunstancia. Estábamos acostumbrados a que los gobiernos anteriores, al asumir el poder, tenían algún tipo de relación con los Tribunales encargados de investigarlos ante una denuncia. No estoy esbozando aquí un juicio ético (aunque obviamente tengo una opinión personal formada sobre el punto), sino que estoy describiendo una cuestión política relevante. Siempre existieron los “operadores” judiciales o las relaciones de los jueces y fiscales con los organismos de inteligencia. No lo podemos negar, a esta altura.
Aparecería, entonces, un nuevo elemento que se suma a los anteriores, y que podría dar crédito al “desfasaje” que intento explicar. Salvo algunos intentos aislados de llegar a algunos jueces o fiscales, parecidos más a gestiones oficiosas, no se vislumbra por el momento que el gobierno actual vaya a seguir con la política de interactuar con la Justicia encargada de investigar los ilícitos de los funcionarios públicos.
Los elementos analizados generan una realidad nueva en la dinámica de los tribunales.
Mi intervención en la causa en la que se investiga la muerte (homicidio, a mi juicio) del fiscal Alberto Nisman me permite afirmar que el clima político implantado por el gobierno anterior en contra de Nisman tuvo un impacto directo en la causa. No tengo duda que la administración de Cristina Kirchner emprendió una feroz campaña contra el trabajo de Nisman en defensa propia. La denuncia del fiscal es el hecho más grave que se le puede imputar a ese gobierno, así como su asesinato es el hecho político violento más importante de esta etapa democrática iniciada en 1983.
En efecto, todas las imputaciones que vemos cotidianamente, a partir del conocido video de “La Rosadita”, se refieren a hechos de corrupción desencadenados a partir de graves connivencias que permitieron desviar recursos públicos y apropiárselos. Si bien sabemos que esas montañas de dinero podrían haberse destinado a hospitales y escuelas –resumida la cuestión en la frase “La corrupción mata”–, la imputación de Nisman a la expresidente, el excanciller Héctor Timerman y otros personajes menores consiste en haber encubierto a los acusados como autores del atentado contra la sede de la AMIA, de la mano del inexplicable e inconstitucional memorándum de entendimiento con la República Islámica de Irán. Quiero decir que, mientras las causas más conocidas por las que se persigue a los funcionarios del gobierno anterior (la “ruta del dinero K”, Ciccone, Hotesur y muchas más) son de índole económica, la denuncia de Nisman se refiere directamente al mayor acto terrorista sufrido por nuestro país, que provocó la muerte de 85 personas y cientos de heridos.
Para volver a nuestro hilo conductor, quiero significar que los gobiernos, incluso en la fase de declinación de la hegemonía política, como sucedió en el caso de Nisman, ejercen una marcada influencia sobre los magistrados judiciales. Junto al ejemplo de la muerte de Nisman, podemos ubicar casi todas esas causas de corrupción que durante tantos años no avanzaron, cualquiera haya sido la razón, que seguramente será la suma de varias razones.Por esta razón podemos afirmar, sin temor a equivocarnos, que le asiste razón a la sociedad cuando reclama a los Tribunales por justicia.
Jueces y fiscales que actúan en este tipo de investigaciones (muchos de ellos desde hace más de 20 años) deberán comprender que están frente a una matriz social y política distinta a la que venían acostumbrados. Hace muy bien el nuevo gobierno en mostrarse prescindente de los procesos judiciales. No solo porque es lo que corresponde desde la dinámica constitucional de la división de poderes, sino porque es lo que se necesita en este momento desde el plano político institucional. Cada Poder en su lugar y con su responsabilidad traerá aparejado necesariamente que el Judicial emprenda la suya sin esperar “señales” ni visitas de operadores.
La actitud del Ejecutivo constituye, sin duda, una señal. Si la Justicia no sabe leerla, y tampoco comprende el contenido moral del reclamo de la sociedad, estará en serios problemas de legitimidad (de los cuales muchos están ya bastante claros) que generarán, más temprano que tarde, los cambios en las personas que deben llevar a cabo esta tarea.
Estamos ante la oportunidad de afianzar la justicia –como expresa el Preámbulo de la Constitución– y no debemos dejarla pasar, por nosotros, y, mucho más aún, por las próximas generaciones.