La Antártida es la única región del planeta donde la intervención de los seres humanos es mínima. Acerca de las medidas de protección implementadas por la comunidad internacional sobre este ecosistema único, conversamos con Patricia Ortúzar, licenciada en Geografía, responsable del Programa de Gestión Ambiental y Turismo de la Dirección Nacional del Antártico.
Se trata de 14 millones de kilómetros cuadrados, frágiles, aislados y distantes, ubicados al sur del paralelo 60º S. Un continente donde la presencia de numerosas bases científicas no representa más que reducidos puntos en una inmensa geografía en la que vive de manera temporaria una ínfima población. La Antártida, designada “reserva natural consagrada a la paz y a la ciencia”, está regulada por el Tratado Antártico, vigente desde 1961, y una serie de acuerdos y convenciones posteriores, orientados a conservarla lo más inalterable posible, regulando las actividades científicas y logísticas.
-El Tratado Antártico, firmado en Washington en 1959, tuvo como objetivo principal el asegurar que el continente se utilizara con fines pacíficos. ¿Estaba presente la problemática ambiental entre sus propósitos?
-Este Tratado –firmado originalmente por doce países entre los que se encontraba la Argentina– fue gestado en un momento histórico en que la principal preocupación era la Guerra Fría y la preservación de ese continente para la paz y la ciencia. La cuestión medioambiental no estaba incluida en las agendas gubernamentales, por lo cual la única consideración sobre esta temática aparece en un artículo donde se habla de proteger los recursos naturales. Con el correr de los años, la preocupación por el ambiente empezó a tener peso y algunos países consideraron que era necesario un instrumento particular que tratara este aspecto. Entonces, a través del tiempo, se fueron elaborando distintas resoluciones sobre residuos, contaminación, flora y fauna, entre otras, hasta que se en 1991 se firmó el Protocolo al Tratado Antártico sobre Protección del Medio Ambiente, conocido como Protocolo de Madrid.
-¿Cuál es la importancia de este Protocolo?
-Es un instrumento internacional, vinculante y obligatorio. En su cuerpo principal, sienta los objetivos generales orientados a proteger el ecosistema antártico. Y cuenta con una serie de anexos, en los cuales se detallan las pautas de manejo de los distintos temas puntuales. Este Protocolo entró en vigencia en 1998, depués de ser ratificado por todas las partes. En el caso de Argentina, fue en 1993 a través de la Ley 24216.
-¿Cómo se determina el nivel de impacto que las distintas actividades van a provocar en el ambiente?
-Ninguna actividad puede realizarse sin una evaluación de impacto ambiental previa, que es realizada por la autoridad de aplicación de cada país. En el caso de la Argentina, por un lado, tenemos las tareas científicas y las operaciones logísticas llevadas adelante por la Dirección General del Antártico (DNA), el Instituto Antártico Argentino (IAA) y las Fuerzas Armadas, que son evaluadas por el equipo interdisciplinario que integra este programa. Por otro, en el caso del turismo –que es algo privado– debe presentar su propia evaluación, de la que nosotros realizamos la auditoría. La DNA es la autoridad de aplicación del Protocolo de Madrid en Argentina.
-¿Qué normas protegen las especies animales y vegetales?
-El Protocolo establece medidas específicas para su protección, que contemplan dos aspectos. El primero de ellos establece limitaciones al acercamiento a la fauna, excepto cuando los estudios científicos lo requieran. Para estos casos existen permisos especiales. El otro aspecto se refiere a la prohibición terminante de introducir cualquier especie no autóctona. Si bien con anterioridad al Protocolo se han llevado animales –entre ellos, perros que tiraban los trineos–, desde su entrada en vigencia fueron retirados y no se puede ingresar ninguna especie no nativa, porque al hacerlo se estarían introduciendo también sus parásitos, microorganismos y enfermedades. Lo mismo ocurre con la intromisión de semillas, que pueden interferir con la limitada flora antártica, compuesta solo por musgos, líquenes y dos especies de gramíneas.
-¿Es posible controlar la introducción no intencional que pueden ocasionar los turistas, por ejemplo?
-Se regula por medio de herramientas y guías para la limpieza del calzado, la ropa y los vehículos, para la desinfección de bodegas de los barcos, entre otros. El tema cobró relevancia sobre todo por la problemática del cambio climático, ya que especies o microorganismos que antes no hubiesen prosperado en ese clima podrían hacerlo en la actualidad debido al aumento promedio de la temperatura en la Antártida. El objetivo es preservar las especies locales, porque es una fuente de investigación y un laboratorio natural que no existe en otro lugar del planeta.
-¿La cercanía de nuestro país con el norte de la península antártica puede llegar a ser relevante en este tema?
-Creemos que el hecho de estar tan próximos –a 1000 kilómetros– podría propiciar que semillas o microorganismos patagónicos prosperaran en esa región cuyo clima es similar. Aunque se toman muchas medidas de limpiezas y desinfección, queremos optimizarlas y para ello estamos desarrollando nuestro propio manual para las operaciones oficiales.
-Una problemática muy sensible en todos lados es la de los residuos. ¿Cómo se maneja en la Antártida?
-Es una cuestión que genera mucho trabajo e implica un gran esfuerzo logístico, ya que la mayoría de los residuos son retirados del continente. Para tratar de disminuir al máximo la generación, capacitamos a todo aquel que va a viajar a fin de que evite llevar envoltorios, embalajes, pilas comunes y demás elementos que van a transformarse en residuos en las bases. El Protocolo nos obliga a una clasificación detallada de la basura en orgánicos, plásticos e inertes –metales, vidrios y escombros–, que son el equivalente de la basura domiciliaria. Por otra parte, están las aguas residuales y los residuos peligrosos.
-¿Qué tratamiento de disposición final se utiliza?
-Los residuos orgánicos pueden incinerarse –no al aire libre– en equipos de emisión controlada cuyo sistema de lavado de gases logra una emisión no contaminante. Las cenizas producidas se acumulan para ser posteriormente evacuadas. Los plásticos, metales y vidrios se compactan, se almacenan en los cajones y tambores hasta ser retirados por barcos de la Armada Argentina. En cuanto a los peligrosos, al ingresar al puerto de Buenos Aires o de Bahía Blanca nos atenemos ciento por ciento a la Ley 24051 de Residuos Peligrosos. Empresas habilitadas los retiran del puerto y los distribuyen en los rellenos correspondientes. Las bases argentinas están inscriptas en el registro de generadores, y los barcos de la Armada como transportistas de este tipo de basura. Esto exige que clasifiquemos los residuos en 48 categorías, pero no es tan complejo porque la mayoría de los producidos en la Antártida proviene de los combustibles, las baterías, la generación de energía eléctrica, el uso de vehículos, la pintura de mantenimiento de bases y, en menor cantidad, de residuos químicos de laboratorios utilizados por los científicos.
-¿Está permitido arrojar algún tipo de residuo al mar?
-Sí, las aguas residuales, baños, piletas, lavabos, duchas. Según la normativa, si en la base viven menos de 30 personas pueden descargarse los efluentes al mar; si el número es mayor, deben tratarse previamente. En las seis bases permanentes argentinas, sin importar la cantidad de gente que las habite, hay plantas de tratamiento.
-¿Cómo se disponían antes de la puesta en vigencia del Protocolo?
-Se los quemaba, se arrojaban al mar o se los dejaba a cielo abierto, espacios que denominamos “chacharitas”. Estos “depósitos históricos”, desde que rige la obligatoriedad de sacarlos, comenzaron a ser retirados y, aunque queda cierto remanente, han disminuido significativamente.
-¿Hay alguien especialmente designado para ocuparse de un tema tan importante?
-En cada dotación hay una persona designada como encargado ambiental, que es la responsable de completar las planillas mensuales donde se consigna, entre otras cosas, cuánta basura se generó o cuánto se embaló, además de otros datos que nos permiten tener un panorama acerca de las cantidades a evacuar al final de la campaña. En cuanto a la parte operativa, siempre hay alguien fijo que se ocupa de la compactación y del uso del incinerador, y además hay personas que rotan para colaborar. La idea es generar cada vez más conciencia y eso se logra con la participación de todos.
-¿Hay una cantidad promedio estimada de residuos?
-Si bien es variable, estamos trayendo un promedio de 1000 metros cúbicos de residuos no peligrosos y cerca de 200 toneladas de peligrosos por año.
–Con anterioridad hizo referencia a una capacitación realizada por quienes viajan. ¿Todos deben realizar un curso de gestión ambiental?
-Sí, el personal militar hace un curso anual en la Dirección Antártica de Ejército, que abre sus puertas también a la Armada y la Fuerza Aérea, donde desde hace muchos años participamos como docentes. Por otra parte, en la DNA damos uno especial para los encargados y los jefes de base para capacitarlos acerca de cómo cumplimentar las exigencias del Protocolo de Madrid y la Ley de residuos peligrosos.
-Pese a que el continente íntegro está preservado bajo por el paraguas del Tratado Antártico, hay ciertas zonas bajo un sistema especial de protección. ¿Qué resguardan estas áreas en particular?
-Se trata de zonas más sensibles o de mayor valor para la ciencia, por lo cual el objetivo es mantener su estado original con la vigencia de las denominadas “áreas antárticas especialmente protegidas”. Son espacios designados por el Tratado Antártico a propuesta de un país que tienen un plan de manejo particular y que están a disposición de los científicos por medio de un sistema de permisos. Son alrededor de 70 áreas distribuidas en unos pocos kilómetros. Otra categoría es el de las “áreas particularmente administradas”, lugares en los que se busca ordenar las diversas actividades que confluyen en un determinado lugar. El caso más emblemático es el de la isla Decepción, un volcán activo en las Shetland del Sur, donde hay dos bases de verano –argentina y española–, las ruinas de una vieja factoría ballenera, restos de una base británica y otra chilena que fueron destruidas hace décadas por una erupción, fumarolas, altísimos valores de fauna y flora gracias a los suelos geotermales. Es, por todas estas particularidades, uno de los lugares más visitados por el turismo antártico. Tantas actividades requerían de un plan de manejo que las ordenara fin de evitara la superposición.
-¿Existen sitios y monumentos de valor histórico?
-Sí, se trata de objetos, construcciones y lugares conmemorativos de la historia antártica como, por ejemplo, la cabaña donde vivió el explorador sueco Otto Nordenskjöld en la isla Cerro Nevado, que está bajo el cuidado de la Argentina y Suecia o la construcción de madera instalada en 1905 en la base Orcadas de la República Argentina, conocida como casa Moneta. Lo que se busca es preservar el legado histórico, y para nosotros son especialmente importantes porque dan testimonio de la presencia pionera de nuestro país en la zona.
-Una actividad que en los últimos años ha ido incrementándose significativamente es la del turismo. ¿Representa un impacto ambiental importante?
–Es un tema controvertido, ya que existen opiniones muy diversas y algunos son muy críticos al respecto. Hace varios años que la cantidad de turistas embarcados se mantiene en un promedio de alrededor de 30.000 a 34.000. El Tratado se ocupa puntualmente de este tema y ha desarrollado las directrices para sitios que reciben visitantes, donde se detalla cada lugar y las normas a seguir: sector de desembarco, cantidad de gente, proporción de guías por número de turistas, zonas de libre circulación, etc. Los operadores turísticos, por su parte, están en su gran mayoría nucleados en la Asociación Internacional de Operadores Turísticos (IATO), que tiene su propia regulación y cuyas normas a veces son más exigentes que las establecidas por el Tratado Antártico. Por lo tanto, la postura argentina es que si el turismo está regulado y controlado, el impacto no es la principal amenaza. Lo que genera cierta preocupación son los veleros, porque al ser privados, recreativos y no estar enmarcados en una actividad comercial, son bastante difíciles de detectar. Aunque por el tamaño no se espera que generen un impacto ambiental significativo, se han registrado daños a sitios y monumentos históricos, probablemente producto de que se trata de personas que arriban sin el menor conocimiento de la normativa.
-¿Cómo es un viaje turístico a la Antártida?
-Un viaje clásico de turismo dura 10 días en total, dos de los cuales se utilizan para cruzar el estrecho de Drake. Suelen hacerse dos desembarcos diarios de dos horas aproximadamente. Como es norma que no puede haber más de 100 personas por vez, se van recambiando los grupos. El comportamiento de la gente suele ser bastante bueno porque reciben mucha información previa acerca del lugar y los cuidados que deben tener. Por todo esto –insisto–, creemos que es una industria que no representa una gran amenaza para el ecosistema.
-¿Cuáles son entonces, a su criterio, las mayores amenazas que sufre el continente antártico?
-La pesca ilegal de barcos no declarados; hay que tener en cuenta que los recursos marinos son el motor de la vida en la Antártida, por lo cual al depredarlos se afecta todo el ecosistema. Otro grave problema es el de cambio climático, el aumento de temperatura, la disminución de glaciares, la acidificación de océanos. Aunque el Tratado Antártico no tiene injerencia en esa temática, lo que hacemos es estudiar las medidas que pueden tomarse para minimizar sus efectos. Por ejemplo, limpiar los residuos históricos en los lugares donde el sustrato se está ablandando más de la cuenta o hacer más profundos los cimientos de las construcciones en los sitios donde el permafrost se va descongelando. Otra medida fundamental es el incremento del monitoreo de determinados indicadores ambientales para ver en cuánto está siendo afectado el ecosistema por esta realidad.