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El Bicentenario, una fecha para cerrar las frustraciones del pasado

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Nuestra querida Argentina vive en estos días los festejos del Bicentenario de su Independencia. Desde Taeda, nuestra editorial, no queremos dejar pasar tan emblemática oportunidad sin reflexionar sobre nuestra patria y su futuro, que es el futuro de nuestros hijos. Escribe Mario Montoto / Presidente de TAEDA

Foto perfil MM baja

El pueblo argentino, a través de sus congresales y tomando riegos impensables, se autoproclamó libre hace 200 años en épocas de vicisitudes inmensas. Fue un impulso que nos llevó a ser partícipes clave y necesarios para la liberación final de toda América del yugo del imperio español. Sin embargo, la fecha emblemática de aquel 9 de julio de 1816 fue tan solo el comienzo de un largo camino, muchas veces transformado en calvario, por el que transitamos durante décadas en busca de la libertad definitiva. Fue el costo de pasar del estatus colonial bajo una monarquía europea a transformarnos en una unidad política independiente, que logró recién en 1853 consolidarse con un viso federal y que tuvo que esperar hasta 1860 para constituir un país totalmente integrado y unificado. Mucha sangre, muchas disputas y muchas diferencias pasaron y debieron ser zanjadas para que este territorio que integraba aquella vieja colonia de antaño se transformara en una república.

La revolucionaria idea de la época, la de un pueblo soberano del que emanaba toda autoridad por sobre la monarquía reinante, fue en sí misma una larga y costosa revolución, pero ella nos dio una identidad definitiva como Nación. La construcción de ese Estado se extendió hasta pasado el 1880, la más de las veces atravesada por la sinrazón y la guerra civil. Al finalizar el siglo XIX, un halo de buena ventura parecía acariciar la patria, que avanzaba cargada de buenos auspicios. Nuestras fronteras estaban consolidadas, una pequeña población disponía de un gigantesco territorio, rico en mar y en tierra, y las instituciones del Estado funcionaban de manera aceptable para los cánones de la época. Esta época fue producto de un largo y conflictivo proceso que nos acercó al Centenario con un proyecto de república concreta, pese a las grandes diferencias sociales que subsistían y a una democracia ausente o, cuando menos, apenas formalizada.

Al inicio del siglo XX, la Argentina había logrado integrar una gigantesca corriente inmigratoria gracias, entre otros factores, al accionar de su reconocida escuela pública. Simultáneamente otras instituciones, como el Ejército, el clero, el ferrocarril y el correo, aseguraban a lo largo y a lo ancho del país un futuro promisorio. La ley que estableció el voto universal, secreto y obligatorio en 1912 fue la bisagra que dio origen en nuestra nación al concepto moderno de democracia que hoy conocemos, perfeccionada con la inclusión del voto femenino en 1947. El andar del siglo XX fue un andar cargado de logros, pero también de grandes frustraciones. Lo cierto es que en él no logramos hacer realidad aquellas expectativas que sobre nuestro país tenían tanto propios como extraños. Si bien durante muchísimas décadas fuimos ejemplo en toda América por nuestra educación, por las leyes para los trabajadores y por nuestra movilidad social, la explosión económica que nos permitiría un lugar meritorio en el mundo nunca llegó. Esto causó asombro, como también el hecho de que la conflictividad social creció de manera constante hasta llegar a un punto intolerable.

El espíritu indomable de aquellos patriotas pioneros que nos dieron la libertad se trasladó luego a nuestras diferencias internas. Esos problemas permanecieron a lo largo de nuestros dos siglos de vida en dicotomías tales como habitantes del puerto o del interior, unitarios o federales, radicales o conservadores, laicos o religiosos, peronistas o antiperonistas. Lo irresuelto con el tiempo se volvió más complejo, con interrupciones a los procesos democráticos y con un cuerpo social dividido; esa creciente violencia llevó a la Nación a un grave enfrentamiento que nos enlutó a todos. No supimos cómo resolver esas diferencias de una manera civilizada y fuimos responsables de una tragedia que aun en nuestros días tiene heridas que debemos cicatrizar. El corolario de esos desaciertos fue la decisión política de recuperar nuestras Islas Malvinas, causa nacional de todos los argentinos. En ese enfrentamiento, nuestros soldados dieron inequívocas muestras de valor en una guerra en la que la desigualdad entre los contendientes fue una a de las más notables en la historia de la guerra moderna.

Iniciamos el siglo XXI de una manera más racional, pero enfrentando una fuerte crisis social, que el paso de los años incrementó. Con esa crisis colaboró la droga, la violencia y la falta de contención de una sociedad en estado de confrontación permanente. Dentro de todo este desasosiego, se produjo un hecho verdaderamente extraordinario, como fue la elección de un papa argentino para conducir la grey católica en el mundo. Francisco representa sin duda alguna el argentino más relevante de la historia, no solo por su condición de sumo pontífice, sino por su liderazgo social aun por fuera de la propia iglesia.

La Argentina, nuestra Argentina, sigue gozando de infinitas ventajas relativas que puede y debe explotar, desde su bendecido territorio lleno de riquezas que el mundo reclama, hasta la reconocida capacidad de sus hombres y mujeres que lideran reconocidos grupos en todas las disciplinas del mundo pero que, sin embargo, no logran trabajar en equipo de manera exitosa en nuestra propia patria. También eso está en nuestro haber. Estamos insertados en un mundo globalizado, interconectado y de alta complejidad. En él no se debe perder de vista que sus propias virtudes, aún inexplotadas, deben ser objeto de extremo cuidado. Que en esta aldea global existe el peligro del terrorismo internacional, al que conocemos y cuya brutalidad fuimos los primeros en padecer con los atentados a la Embajada de Israel en 1992 y a la AMIA en 1994. Sabemos que el flagelo de la droga está instalado y vino para quedarse, y que la inseguridad es un drama cotidiano para millones. Que nuestros extensos territorios, el agua y nuestro litoral marítimo son buenas hipótesis de conflicto para muchos, y que solo una nación fuerte y unida puede enfrentar estas y otras vicisitudes que se presentan de cara al futuro.

Estamos absolutamente seguros de que ese futuro del que hablamos y que nos fue tan esquivo durante generaciones está ahí al alcance de nuestras manos, al alcance de nuestro esfuerzo y, fundamentalmente, al alcance de nuestra decisión soberana de ir por él. Pocas naciones pueden despilfarrar infinitas oportunidades durante décadas y nuestra Argentina lo ha hecho. Aun así sigue en pie, solo producto de sus inmensas posibilidades. Cambiar la reiteración de ese destino fatal depende del ejercicio de nuestra responsabilidad, depende de desechar definitivamente la conducta adolescente de encontrar siempre un conspirador de turno y hacernos cargo, en cambio, del hoy y el ahora. Cuando hablamos de responsabilidad, obviamente las mayores responsabilidades son para todos nuestros dirigentes, de todos los sectores, sin excepción. Ellos deben liderar este proceso que cierre la deuda social que los argentinos tenemos desde hace un tiempo ya interminable y que no merecemos, de manera de permitir que nuestro país alcance aquel lugar que alguna vez soñaron nuestros próceres.

Es el Bicentenario una extraordinaria fecha para festejar, pero también puede ser una extraordinaria fecha para abrir una oportunidad que cierre las frustraciones del pasado y que abra una mirada cristalina hacia el futuro. Al pasado, recordarlo para no repetir sus errores y mirar ese punto de partida hacia el futuro en la búsqueda de la concordia entre todos los argentinos, para poder juntos plasmar una nueva Nación. Para ello no alcanza con suturar las heridas del pasado, sino que deben acordarse bases para un proyecto común de cara al siglo XXI; será la manera de asegurar el futuro de nuestros hijos y el de las generaciones por venir.

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