Erik Prince, exoficial de los Navy SEAL y fundador de la polémica empresa de seguridad privada Blackwater, ha vuelto a ocupar un lugar central en los debates sobre seguridad nacional, migración y narcotráfico, tanto en Estados Unidos como en América Latina.
Su nombre vuelve a aparecer en las negociaciones diplomáticas y operativas de gobiernos que, frente a la creciente amenaza del crimen organizado y el colapso de estructuras estatales, consideran recurrir a actores privados para tareas tradicionalmente reservadas a las fuerzas públicas.
Desde propuestas para tercerizar deportaciones masivas en territorio estadounidense hasta una flamante alianza con el gobierno de Ecuador, Prince parece haber encontrado en la crisis regional un nuevo espacio de influencia.
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Blackwater: la lucha de Erik Prince contra el narcotráfico en Ecuador
El pasado 11 de marzo de 2025, el presidente de Ecuador, Daniel Noboa, confirmó en rueda de prensa que su gobierno selló una “alianza estratégica” con Prince para reforzar la seguridad interna del país, combatir el narcoterrorismo y proteger las aguas territoriales ecuatorianas frente a la creciente amenaza de la pesca ilegal.

En el núcleo del acuerdo estaría el diseño de un sistema de patrullaje marítimo avanzado, entrenamiento especializado para fuerzas ecuatorianas y posible colaboración operativa en puertos y zonas críticas controladas por organizaciones del narcotráfico. Noboa justificó la decisión señalando que Ecuador atraviesa una de las crisis de seguridad más graves de su historia reciente.
Con una tasa de homicidios que se cuadriplicó en apenas cinco años, y con una red de cárceles completamente colapsada y controlada por bandas como Los Choneros o Los Lobos, el país se convirtió en un nodo logístico clave del narcotráfico internacional.
Desde los puertos de Guayaquil y Esmeraldas, toneladas de cocaína salen rumbo a Europa y Estados Unidos, ocultas en cargamentos legales. La creciente injerencia de carteles mexicanos, brasileños e incluso albaneses transformó el mapa criminal ecuatoriano y obligó al gobierno a buscar soluciones “no tradicionales”.
La polémica detrás de la presencia de Prince en Ecuador
La entrada de Erik Prince en este tablero, sin embargo, no fue bien recibida por todos. El excomandante del Ejército ecuatoriano, Luis Altamirano, calificó la iniciativa como “un agravio a la soberanía nacional” y advirtió que ninguna empresa privada debería asumir tareas de defensa o seguridad pública sin supervisión del Congreso ni del alto mando militar.

Varios legisladores de la oposición cuestionaron que se recurriera a un empresario con antecedentes tan polémicos, recordando que Blackwater fue protagonista de uno de los escándalos más graves de la guerra de Irak, cuando en 2007 sus agentes mataron a 17 civiles en una plaza de Bagdad, un hecho que generó condena internacional y obligó a la empresa a cambiar de nombre para evitar el repudio global.
Erik Prince, por su parte, defendió históricamente la eficacia de los contratistas privados en escenarios de crisis, argumentando que su flexibilidad, experiencia y capacidad logística pueden ser clave para recuperar el control de territorios penetrados por el crimen organizado o el terrorismo.
En Afganistán, por ejemplo, dirigió una unidad de interdicción de narcóticos que, según informes internos, decomisó drogas por más de 3.500 millones de dólares y desmanteló depósitos clandestinos en zonas bajo control talibán. Una de sus operaciones más sonadas fue en julio de 2009, cuando lideró la incautación de 262 toneladas de hachís en la frontera con Irán, en lo que entonces se consideró el mayor golpe al narcotráfico afgano desde la ocupación estadounidense.

Ahora, con la mira puesta en América Latina, el empresario parece buscar replicar ese modelo en contextos donde el Estado se muestra desbordado. Tanto en Ecuador como en otros países de la región —incluidos algunos centroamericanos y del Caribe— ya hubo acercamientos informales para evaluar posibles colaboraciones, especialmente en vigilancia costera, inteligencia criminal y entrenamiento antidrogas.
La posible alianza entre Erik Prince y Donald Trump
Pero además, a comienzos de 2025, medios estadounidenses revelaron que Erik Prince había acercado al entorno de Donald Trump un ambicioso plan para operar desde el sector privado una gigantesca campaña de deportaciones de migrantes indocumentados. El plan, calculado en unos 25 mil millones de dólares, contemplaba la expulsión acelerada de al menos doce millones de personas en situación irregular antes de las elecciones legislativas de 2026.
Lejos de limitarse a la logística del transporte, el proyecto incluía la construcción de centros masivos de detención, la contratación de dos mil abogados para juicios exprés, una flota aérea privada con cien aviones dedicados exclusivamente a los traslados, y la articulación con policías locales mediante sistemas de recompensa económica por cada detención realizada.

En esencia, el objetivo era reemplazar gran parte de la infraestructura del Servicio de Control de Inmigración y Aduana (ICE) y el Departamento de Seguridad Nacional por una red paralela, veloz, altamente profesionalizada y libre de controles políticos.
Aunque el expresidente Trump se mostró receptivo a la idea, y reconoció públicamente que estaba evaluando alternativas privadas para reforzar la seguridad fronteriza, también aclaró que no consideraba indispensable avanzar con ese tipo de contrataciones en el corto plazo, dada la eficacia de sus actuales equipos.
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Sin embargo, la propuesta de Prince volvió a colocar sobre la mesa un debate que inquieta a muchos sectores: hasta qué punto es legal, ético o conveniente que funciones propias del Estado —como la detención y deportación de personas— sean tercerizadas a contratistas privados, muchos de ellos con antecedentes en conflictos bélicos y operaciones encubiertas.
Sin embargo, esta tendencia a la “privatización de la guerra” no deja de generar alertas. Organismos como Human Rights Watch o la Comisión Interamericana de Derechos Humanos advirtieron que el uso de compañías militares privadas en contextos de fragilidad institucional puede desembocar en abusos, ejecuciones extrajudiciales, espionaje y desapariciones forzadas.
La falta de control judicial efectivo, la opacidad en la rendición de cuentas y la dificultad para establecer responsabilidades claras en casos de violaciones a los derechos humanos son solo algunas de las preocupaciones planteadas por expertos en derecho internacional y seguridad.