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Malvinas: Narraciones de un protagonista de la batalla aƩrea

Al llegar el 2 de abril, Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas, analizamos las narraciones de un piloto britÔnico de la Task Force, sabiendo que en su país respetan a los veteranos, aun a los antiguos adversarios. Escribe Horacio SÔnchez Mariño

hostile-skies

Hace unos años, Rosana Guber, una antropóloga argentina, presentó en la Universidad de Oxford una investigación sobre la relación de antiguos enemigos argentinos y britÔnicos que se encontraron una vez finalizada la guerra. Uno de los entrevistados es David Morgan, piloto de combate de la RAF que participó embarcado en el Hermes. Hace unos años, al despertar de una pesadilla espantosa, Morgan decidió que debía contar su historia. Habían transcurrido veinte años y los sueños lo regresaban recurrentemente a la guerra. Era hora de dejar atrÔs los fantasmas. Hostile Skies. The Battle for the Falklands (Phoenix, London, 2007) es el producto de esa decisión. Quien narra sus aventuras es el hijo de un piloto de la Segunda Guerra Mundial, que, tal vez sin advertirlo, expone el precio del cumplimiento de sus códigos ancestrales.

Cuando estalla el conflicto, ya hace quince años que el autor estÔ en la RAF y posee mucha experiencia de vuelo, aunque su habilitación al Sea Harrier no había sido completada en el Escuadrón 899. A pesar de su experiencia, lo atemoriza la exigencia de volar de noche, recordÔndonos que uno nunca estÔ suficientemente preparado para ir a la guerra. La imagen que teníamos de los pilotos de Harriers era parcial, bÔsicamente por la falta de conocimientos. Sabíamos que volaban mÔquinas modernas, entrenÔndose para combatir al Pacto de Varsovia, un poder aéreo abrumador. Nos faltaba saber lo que este libro transmite, que eran hombres comunes con temores y debilidades, constreñidos por una tradición muy fuerte cuya presión muchas veces los abrumaba.

A travĆ©s de su relato, conocemos la cubierta de vuelo del Hermes: ā€œUn Ć”rea de acero del tamaƱo de dos canchas de fĆŗtbol, rodeada de una caĆ­da de veinte metros hasta el mar. A la derecha, una torre de acero de veinte metros de alto, con mĆ”stiles y radares. Sumen pilas de bombas, misiles, cohetes y torpedos, media docena de Harriers, con sus motores rugiendo, un par de helicópteros con sus motores en marcha. Un lugar poco adecuado para gente sin entrenamientoā€ (pĆ”g. 35). Nuestra humilde experiencia en la cubierta del Almirante IrĆ­zar, un lugar complicado tambiĆ©n, nos permite compartir su conclusión. El libro es ideal para los amantes del mundo aeronĆ”utico, describe con detalles las operaciones en cubierta y en el aire con el gracejo de cualquier best- seller, pero sobre hechos reales. Empezando por sus supersticiones, algo comĆŗn entre los pilotos, bĆ”sicamente, volar toda la campaƱa con el mismo buzo y siempre con ropa interior limpia. Entre los nuestros he conocido a quien evitaba cambiarse completamente de ropa (me queda la duda de si lo hacĆ­a por cĆ”bala). Su descripción de un fighter pilot es elocuente: ā€œEl entrenamiento que recibĆ­ por aƱos habĆ­a obviamente funcionado y yo me fundĆ­a en el avión como si fuĆ©ramos una sola entidad, un dragón mecĆ”nico con cerebro humano, listo para todo y supremamente confiadoā€ (pĆ”g. 188).

Impresiona su descripción de la primera salida de combate, el primero de mayo de 1982. El lector vuela con Morgan en el copckit y participa del ataque en vivo y en directo, contado con precisión que satisface una curiosidad mantenida por treinta años. En efecto, quienes observamos ese ataque desde tierra en Moody Brooks siempre deseamos saber qué pasaba por la cabeza de los pilotos ingleses. Temprano escuchamos las detonaciones del bombardeo del Vulcan al aeropuerto y marchamos a las posiciones. Alrededor de las ocho y media vimos un avión atravesando el valle disparando sus cañones. La respuesta de la defensa aérea silenciaba el sonido de los cañones del jet, que veíamos como un juguete que lanzaba chispitas a trescientos nudos. En ese ensordecedor ambiente, tomÔbamos conciencia de que habíamos ingresado en la dimensión de la guerra. Nuestro jefe, el Picho Svendsen, comprendió la importancia del instante y recorrió las trincheras con una botella de champagne. De regreso al Hermes, David Morgan y sus camaradas realizaron el mismo ritual, brindando por su bautismo de fuego.

El autor describe detalladamente sus misiones, sin ocultar emociones. En una oportunidad, de regreso al barco volando a treinta mil pies, ve cuatro helicópteros y consulta al control aĆ©reo, que le confirma que no son ingleses. Recuerda lo que aprendió cuando volaba helicópteros, nunca volar bajo sobre el agua. De nuestra parte diremos que volaban bajo para evitar ser derribados por los barcos del canal de San Carlos. Los Pumas transportaban munición de morteros para el regimiento 5 desde Goose Green, en una travesĆ­a muy arriesgada, cubiertos por un Agusta. ā€œHostile, hostile!ā€, exclama por la radio y descienden con John Leeming, su numeral. Se inicia una sucesión de acciones en cuestiones de segundos y la narración nos atrapa. Hay derribos y yerros, mĆ”quinas argentinas que estallan en pequeƱas explosiones. Al retirarse del escenario, otra PAC que viene desde el Invencible se lanza sobre los helicópteros y son recibidos por una lluvia de balas de la infanterĆ­a. AllĆ­ destruyen al Ćŗltimo Puma. Morgan, por su parte, anaviza entusiasmado y dice que destruyó el veinte por ciento de los helicópteros argentinos.

En otra misión, mientras patrulla sobre Puerto Argentino, ve un PucarÔ y decide atacarlo. La narración es fascinante porque detalla los segundos con los que el piloto juega para descender hasta que su misil sidewinder se excite con la turbina del avión argentino, mientras chequea la defensa aérea argentina. No puede descender mÔs de trece mil pies porque se pondría en alcance de los Roland. Entusiasmado en la cacería, se deja llevar y dos misiles parten en su busca. El Sea Harrier es advertido por el radar warning y el piloto escapa a toda potencia, buscando la altura salvadora. En esos diez segundos en los que dispara como una flecha hacia arriba con los misiles detrÔs siente que transcurre toda una vida.

MĆ”s adelante, narra el ataque a cuatro Skyhawks que operaban cerca de bahĆ­a Agradable. Uno de ellos habĆ­a destruido una embarcación de desembarco. ā€œDecidĆ­ que ese piloto debĆ­a morirā€, dice, y va sobre Ć©l, disparando su sidewinder. Inmediatamente, ve a otro A-4 y dispara otro misil. Los dos son derribados. En el cruce, se ve frente a frente con un A-4 que le dispara, al que le falla el cañón. El piloto es HĆ©ctor SĆ”nchez, con quien se encuentra despuĆ©s de la guerra y participan en la investigación de Rosana Guber. De regreso en el Hermes, cuando la adrenalina baja, toma conciencia de que mató a los dos pilotos. En ese momento, manda ese pensamiento al fondo de su cerebro, pero ese hecho lo acompaƱarĆ” por los siguientes veinte aƱos. La satisfacción y el orgullo vendrĆ­an acompaƱados por la melancolĆ­a. ā€œMi vida cambió y no sabĆ­a en quĆ© modoā€ (pĆ”g. 274). En un momento, se descubre humedad en sus mejillas, pero no pueden ser lĆ”grimas porque los pilotos de combate no lloran. ā€œMejor no decĆ­rselo a los muchachosā€ (pĆ”g. 275). Ɖl sabe que en la sociedad a la que pertenece, su hazaƱa lo convertirĆ” en un hombre respetado, pero tambiĆ©n sabe que es un ser humano comĆŗn. Su catarsis se produce a travĆ©s de la poesĆ­a y el libro me recuerda al texto de David Tinker, un joven marino muerto en un ataque aĆ©reo, cuyo padre publica sus cartas y poemas.

Es un hombre poco devoto, sin embargo, un dulce salmo que los cristianos aprendemos en la infancia se le aparece en los sueƱos: ā€œEl SeƱor es mi Pastor, nada me puede faltarā€. No es extraƱo que todo el libro refleje la angustia y el temor permanentes que afligen a los marinos y aviadores de la flota inglesa. Cuando se produce el hundimiento de la Sheffield, el Hermes es colocado en condición ZulĆŗ, lo que hizo muy difĆ­cil la habitabilidad. Lo sabemos, navegar en condiciones óptimas es algo demandante, aun con todas las comodidades, por lo que la forma en que navegaron desde ese hundimiento seguramente fue irritante. La descripción del ataque que hundió el Atlantic Conveyor es estremecedora. Esa pĆ©rdida del barco que Morgan considera el tercero en importancia, luego del Hermes y del Invencible, fue terrible para la Flota, ya que perdieron seis GR3, ocho Sea Harriers, seis Wessex, un Lynx y cuatro Chinook. AdemĆ”s, evidencia la capacidad argentina para destruirlos, sensación que nunca los abandonarĆ”. Se suma el temor de los ataques de submarinos, como el del San Luis, que el autor reconoce explĆ­citamente. Dice el autor: ā€œLa idea de estar encerrados en una pequeƱa lata con gente que trata de hundirte no alegraba a ningunoā€ (pĆ”g. 88). Sobriedad para admitir un temor persistente que no lo deja respirar, tanto que prefiere estar volando, donde al menos tiene modo de conjurar los peligros.

Como al pasar, menciona un incidente que por la forma en que estĆ” redactado y las expresiones que se emplean no hace otra cosa que confirmar el ataque argentino al Invencible. Seguramente, cuando se cumplan los aƱos de secreto establecidos serĆ” oficialmente confirmado. Morgan lo deja entrever en su ambigua desmentida. En estos ataques se dirimen las posibilidades de ambas partes. Claramente, dice el autor: ā€œSi perdiĆ©ramos pocos Sea Harriers, perderĆ­amos el control del aeroespacio. Si eso ocurriera, perderĆ­amos la guerraā€ (pĆ”g. 178). TambiĆ©n reconoce el valor crucial del Sidewinder modelo Lima, cuya cabeza le da capacidad para derribar cualquier blanco, desde cualquier posición. Ese misil dejó a los pilotos argentinos sin ninguna capacidad de combate aire-aire.

En un principio, golpea la frialdad con la que el autor describe los ataques y sus consecuencias, en especial el hundimiento del Narwal. El 9 de mayo, mientras realizan una patrulla junto a Gordie Batt (un piloto que mĆ”s adelante se estrella en el mar, al salir una noche del Hermes) descubren el buque pesquero y efectĆŗan un reconocimiento. Piden órdenes y los autorizan a atacar; lo hacen con bombas y caƱones, dejando el barco al garete. Regresan al navĆ­o madre y el autor sostiene que habĆ­a sido entrenado para combatir durante quince aƱos, pero nunca se habĆ­a interrogado sobre las circunstancias de tener que matar o de que otro quisiera matarlo (pĆ”g. 128). MĆ”s adelante, otra PAC ataca nuevamente el barco y daƱan las balsas salvavidas atadas a la popa del navĆ­o inutilizado. No da nombres pero rechaza ese procedimiento como una ā€œimperdonable pieza de indisciplinaā€. Quienes ametrallaron a los sobrevivientes del Narwal fueron sancionados por la RAF con los aƱos. Morgan considera innecesario este segundo ataque a un barco invĆ”lido y reprueba severamente los disparos sobre los nĆ”ufragos. No sabe que otro crimen se produce ese dĆ­a, cuando desde una fragata inglesa derriban un helicóptero Puma que acude al rescate de los sobrevivientes, tripulado por nuestros queridos Fiorito, Buschiazzo y Di Motta.

Estas conductas nos indignan, pero recordamos aquel momento en que observamos el derribo de un Harrier por un misil Roland, los gritos provenientes de todos los rincones de Puerto Argentino, como una hinchada desbocada, los sapucais, la excitación para celebrar el derribo del avión. La guerra es un estado de extrema excepción, donde los instintos agresivos se despiertan, como nos cuenta otro inglés, Thomas Edward Lawrence, en el último capítulo de Los siete pilares de la sabiduría. Allí describe la sed de sangre y el goce de matar de los Ôrabes y de él mismo cuando entran a Bagdad. Lawrence de Arabia es un héroe britÔnico que sirve a la Corona con absoluta lealtad, un hombre sensible, ademÔs de un escritor notable que pagó muy caro en términos psicológicos sus aventuras. David Morgan refleja la evolución de la mentalidad britÔnica, donde no solo es importante el espíritu deportivo en la guerra, sino también es relevante el sentido humanitario. Comprende el horror del fenómeno bélico y expone una concepción ética rigurosa: no se puede hacer cualquier cosa para ganar. También él sufre las consecuencias de las acciones de guerra y arrastra el síndrome del estrés postraumÔtico que finalmente lo alejarÔ de su carrera militar.

Es respetable cómo David Morgan remarca la importancia de la Ć©tica y del concepto de la ley. Muchos creen que en la guerra no hay ley y esto es un gravĆ­simo error. Bastante se ha avanzado en cuanto al Derecho Humanitario desde las primeras Convenciones de Ginebra, y este libro nos presenta las convicciones de un profesional que expone claramente estos avances. Nos cuenta que el piloto eyectado frente a Puerto Argentino era Ian Mortimer, y con alivio nos enteramos de que luego de flotar diez horas en el mar fue rescatado por sus camaradas. Por nuestra parte, conozco a los pilotos que Ć©l atacó cerca de Puerto Howard, donde destruyó el Puma y el Agusta, mientras su compaƱero destruyó al otro Puma. Hugo PĆ©rez Cometto, valiente como pocos, rescató a los sobrevivientes. Cuando Morgan se entera de que sobrevivieron, tambiĆ©n se alegra. Lo horroroso de la guerra no empaƱa la belleza de la conducta de muchos combatientes, argentinos e ingleses, protagonistas del mismo drama. Ante la pregunta de ā€œpor quĆ© esos hombres querrĆ­an encontrarse, hablar e incluso convertirse en amigosā€, Rosana Guber sostiene en su ponencia de Oxford que ā€œla respuesta estĆ” en el honor, en el cumplimiento de las normas de guerra y en el respeto por el enemigoā€.

Por otra parte, David Morgan abre su corazón en este libro. En esto se gana mi admiración. Es un aviador valiente en la guerra y un ser humano de coraje en la vida. No esquiva las consecuencias de sus actos y vive lo que le ha tocado. De las cartas que da a conocer surge otro personaje profundo y sensible que habita dentro del fighter pilot, y estas confesiones demuestran su decisión de vivir honestamente. Imaginamos cuÔnto le habrÔ costado exponerse así en una sociedad tan tradicional; y el personaje alcanza una densidad dramÔtica que merece conocerse.

Con su Ćŗltima misión, su fe en el sistema naval se evapora y expresa su desilusión para con la Royal Navy. Queda un resentimiento, el mismo que aparecerĆ” en las memorias de otro piloto de la RAF, Jerry Pook, que analizaremos en otro artĆ­culo. Recomiendo el libro de Morgan, ademĆ”s de la información de primera mano, de las narraciones frenĆ©ticas, es posible encontrar un punto de vista Ć©tico encomiable sobre un fenómeno irracional como la guerra. Es, ademĆ”s, un poeta, con lo que nos termina de conquistar. Poeta de una hermandad que es universal, la de los veteranos de guerra, no es poco para un solo libro. Cierro esta reflexión con una estrofa de ā€œEpitaphā€, donde expone el deseo Ć­ntimo de todo soldado:

Memory

Is all I ask,

However slight, a mere

Whisper in the breeze

Of Spring

A silent thought.

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