(*) Por Sergio Daniel Skobalski y Héctor Agustín Arrosio – Especial para DEF
Durante más de medio siglo, el sistema internacional se sostuvo sobre una arquitectura nuclear relativamente estable. El equilibrio entre disuasión y contención, estructurado en torno al Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP) y reforzado por acuerdos complementarios, había logrado mantener a raya la multiplicación de potencias atómicas. Sin embargo, recientes decisiones de Estados Unidos —la autorización a Corea del Sur para desarrollar submarinos de propulsión nuclear y el anuncio de reanudar las pruebas nucleares— marcan una inflexión histórica.
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Detrás de estos movimientos emerge un cambio de paradigma: el orden nuclear ya no se define solo por la posesión de armas, sino por el acceso a tecnologías duales, la ambigüedad estratégica y la capacidad de reinterpretar las normas que durante décadas garantizaron la estabilidad global.

La política nuclear estadounidense, históricamente sustentada en el control, la verificación y la cooperación limitada, parece orientarse ahora hacia un modelo de disuasión ampliada. En esta lógica, el poder no se concentra únicamente en el arsenal, sino también en la capacidad de proyectar soberanía tecnológica sobre aliados clave. El resultado es un entorno más fluido, donde las alianzas reemplazan a los tratados como instrumentos de seguridad, y la proliferación adquiere formas nuevas, menos visibles y más sofisticadas.
Propulsión nuclear y fisuras en el régimen de no proliferación
El visto bueno de Washington para que Corea del Sur desarrolle submarinos de propulsión nuclear reabre una grieta profunda en el régimen de no proliferación. Si bien el argumento oficial sostiene que se trata de cooperación tecnológica en el marco de un acuerdo de defensa, el trasfondo estratégico es mucho más amplio. La cláusula del artículo III de la Circular de Información INFCIRC/153 de la OIEA —que permite el uso de material nuclear con fines “militares no explosivos”— ofrece un resquicio legal que, por primera vez, podría ser utilizado por un estado no nuclear.
Este vacío normativo convierte la transferencia de uranio altamente enriquecido en un acto de poder, capaz de alterar los equilibrios regionales. En el caso surcoreano, la lógica es comprensible: frente a la creciente amenaza de Corea del Norte y la incertidumbre sobre la permanencia del paraguas nuclear estadounidense, Seúl busca ampliar su margen de maniobra estratégica. Sin embargo, al hacerlo, se diluye la frontera entre cooperación legítima y proliferación latente.

El precedente del acuerdo AUKUS con Australia ya había despertado inquietud en la comunidad internacional, al quebrar el tabú de compartir tecnologías de propulsión nuclear con estados sin armas atómicas. La extensión de esa práctica a Corea del Sur profundiza la erosión del régimen. Lo que en apariencia es un proyecto de defensa naval, en la práctica amplía el umbral nuclear del Asia-Pacífico, donde el poder atómico vuelve a ser símbolo de estatus, influencia y autonomía.
El retorno de las pruebas y el fin del tabú nuclear
La decisión de Donald Trump de reanudar las pruebas nucleares estadounidenses, suspendidas desde 1992, constituye otro golpe a la arquitectura de control global. Durante más de tres décadas, la moratoria voluntaria mantenida por Washington había consolidado un consenso tácito: el de un mundo que, aunque no renunciaba a las armas nucleares, se abstenía de probarlas. El anuncio rompe ese acuerdo simbólico y revive una lógica de competencia directa entre potencias.
Los efectos son inmediatos y sistémicos. Rusia, China, India y Corea del Norte podrían interpretar el gesto como una invitación a reanudar sus propias pruebas, legitimando un nuevo ciclo de escalada. A su vez, el Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares (CTBT), que nunca fue ratificado por Estados Unidos, pero funcionó como referencia moral y técnica, pierde fuerza y credibilidad. El retorno a las pruebas implica también el retorno del riesgo: la normalización del ensayo nuclear como herramienta de política exterior.
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En términos geopolíticos, esta ruptura no solo redefine la disuasión, sino que modifica la naturaleza del poder nuclear. La era del “tabú nuclear”, que desde 1945 funcionó como límite ético y político, parece estar llegando a su fin. El resultado es un escenario más inestable, donde la legitimidad se mide menos por los tratados y más por la capacidad de acción. En este contexto, las fronteras entre defensa, demostración y amenaza se vuelven difusas, y la competencia estratégica global ingresa en una nueva fase: la de la multipolaridad nuclear, caracterizada por la fragmentación normativa y la emergencia de nuevas potencias tecnológicas dispuestas a disputar el monopolio del átomo.



