La Base San Martín cumple este jueves 73 años y así el país también conmemora una extensa y fructífera presencia en el continente blanco.
A setenta y tres años de la fundación de la primera base argentina al sur del Círculo Polar en la Antártida y, durante mucho tiempo, la más austral del mundo, DEF recuerda una entrevista exclusiva con Jorge Julio Mottet, el entonces segundo jefe de la expedición y decano de los exploradores polares argentinos, quien falleció el 14 de septiembre de 2013, a los 91 años.
Es que formó parte de una epopeya que marcó un hito en la historia argentina. Años después, Mottet se graduó con honor en la Universidad de Claremont, Estados Unidos, obteniendo su doctorado en Ciencia Políticas y Relaciones Internacionales.

Hoy, 21 de marzo, se cumplen 73 años de presencia argentina en el continente blanco. Liderada por el entonces coronel Hernán Pujato y con la participación de Mottet, Hernán González Superí, Haroldo Riella, Angel Abregú Delgado, Ernesto Gómez, Lucas Serrano y Antonio Moro, la Primera Expedición Científica a la Antártida Continental Argentina fundó San Martín, la primera estación científica en continente antártico.
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Ubicada a 3850 km de Buenos Aires y 2431 del Polo Sur, la fundación de la Base General San Martín marcó un hito transcendental en la historia nacional antártica, consolidando nuestra vocación austral que se había iniciado en 1904 con el izamiento de la bandera nacional en las islas Orcadas del Sur.

La historia de Hernán Pujato, un visionario que cambió la historia
Bajo el liderazgo visionario de Pujato, se delineó el Plan conocido con su nombre, una política nacional en cinco puntos que sentó las bases del desarrollo antártico argentino. Este proyecto incluyó la creación del Instituto Antártico Argentino (IAA), el establecimiento de bases operativas y la adquisición de un rompehielos para la penetración en los mares polares.
A pesar de los múltiples obstáculos que se presentaron, la determinación de Pujato logró plasmar sus objetivos: desde sentar presencia continental hasta que la Argentina contara con su primer rompehielo, el Q4 “General San Martín”. Este nuevo buque polar fue el responsable de trasladar la expedición que, integrada por trece hombres y comandada por Pujato mismo, fundó la base general Belgrano, la más austral del mundo en ese momento, a 1300 kilómetros del Polo Sur y 4900 de la Ciudad de Buenos Aires.

El último punto del Plan Pujato se concretó en 1978 con la llegada de las primeras familias al caserío polar de la Base Esperanza, estableciendo la primera población en el continente blanco. Desde entonces, la presencia argentina en la Antártida ha sido continua, marcada por hitos como el nacimiento de Emilio M. Palma, el establecimiento de la primera escuela antártica del mundo y la inauguración de la radio LRA 36 Radio Nacional “Arcángel San Gabriel”.
A pesar de las adversidades y del silencio que envolvió inicialmente a estos héroes, su legado perdura. Setenta y tres años después, la visión y el coraje de aquellos pioneros continúan guiando la presencia argentina en el continente blanco, demostrando que el sueño de la exploración polar sigue vivo.
El 21 de marzo de 1951, una expedición conformada por ocho hombres al mando del entonces coronel Hernán Pujato y el teniente coronel Jorge Julio Mottet – fundó la primera base argentina al sur del círculo polar antártico, la Base General San Martín.
Esta empresa permitió cumplir con el objetivo de conquistar un territorio inexplorado para los argentinos y abrir el camino para el desarrollo de una importante actividad científica que se lleva adelante en la actualidad en las bases permanentes y temporarias de nuestro país en la Antártida. Las palabras de Mottet, a DEF y en ellas, un sentido homenaje a su labor y trayectoria.

Jorge Mottet: “Muchos nos tildaban de locos y suicidas”
-Dr. Mottet, teniendo en cuenta que el sexto continente era un territorio casi desconocido en ese momento, ¿cómo nació su vocación antártica?
-Yo nací en una provincia andina: Mendoza, y desde muy joven desplegué una incesante actividad montañesa. Dos veces escalé el Aconcagua y otras dos el Tupungato, cerro del que fui el primer argentino en hacer cumbre. Recibí en el Salón Blanco de la Casa de Gobierno el “Cóndor de Oro – Honoris Causa”, junto a un oficial norteamericano, primer teniente William D. Hackett, quien me acompañó en mi segunda ascensión al Aconcagua. Estas experiencias me permitieron albergar ilusiones más pretenciosas e intentar pasar de vencer una montaña a conquistar un territorio inexplorado, confirmándolo como parte del patrimonio argentino.

-¿Cómo fueron los inicios de este proyecto descomunal?
-Cuando debí trasladarme de mi provincia natal a Buenos Aires para continuar mis estudios y me fui a vivir al Círculo Militar. Ahí mismo se alojaba el coronel Hernán Pujato, un hombre inaccesible que -yo lo sabía- tenía el propósito de organizar una expedición antártica. En cuanto pude, le manifesté mi interés por el proyecto y, para mi sorpresa, me invitó a compartir su mesa, hecho que marcó el inicio de una colaboración que terminaría siendo la primera expedición al Continente Blanco.
-¿Existía en el país algún tipo de conciencia antártica?
– Ninguna. El tema estaba rodeado de una mezcla de ignorancia e indiferencia, al punto de que para muchos se trataba de una especie de quijotada inspirada en ambiciones personales. Bajo cuerdas, otros nos tildaban de locos o suicidas, pero nosotros teníamos el convencimiento de que debíamos hacer algo para reafirmar nuestros derechos en el sector antártico. Pese a tener que enfrentar obstáculos realmente desalentadores, Pujato siguió adelante, contra viento y marea, con su proyecto, hasta lograr la aprobación del entonces presidente de la Nación, general Juan D. Perón.
Le aclaro que no tenía ninguna connotación política la relación entre ambos. A partir de ese momento se desató una carrera frenética contra el tiempo, ya que estábamos en octubre de 1950 y la partida no podía posponerse más allá de principios de febrero. Muchos nos aconsejaban que pospusiéramos el proyecto para el año siguiente, pero nosotros estábamos convencidos de que esa era la oportunidad.

-¿Cómo convocaron al resto de los expedicionarios?
-Se cursaron numerosos radiogramas a las reparticiones militares, pero no tuvimos respuesta, probablemente producto del desgraciado episodio de Los Copahues.
Decidimos entonces llamar a personas conocidas que estuvieran calificadas como para formar parte de la expedición. Finalmente y con esfuerzo, logramos reunir a dos destacados radiotelegrafistas militares; un entrenador de perros que había ascendido conmigo al Aconcagua; un meteorólogo con experiencia anterior en las Orcadas; un médico que buscaba orientarse en su profesión; un cocinero que poco sabía de cocina pero mucho de albañilería, además de ser un individuo excepcional; y el inefable teniente farmacéutico Luis Fontana, también montañés.
Cada uno cumplió sus tareas específicas, más allá de lo esperado, gracias a lo cual pudimos hacer todo en tres meses, un tiempo récord. No nos conocíamos, pero forjamos lazos que nos mantuvieron unidos incluso ante las pruebas más severas.
-¿Cuáles fueron los principales problemas que debieron enfrentar en esta etapa?
-Todos los problemas logísticos tenían una magnitud tremenda, pero el más importante -que hasta hizo peligrar el proyecto- fue la imposibilidad de encontrar un buque que nos transportara desde Buenos Aires hasta Bahía Margarita. Sin embargo, cuando todas las puertas se habían cerrado ocurrió el milagro.

Los doctores Carlos y Jorge Pérez Companc -a quienes fui a ver en persona, después de recorrer innumerables empresas privadas de navegación- nos brindaron uno de sus barcos que servía en la costa patagónica. Se trataba de un buque de desembarco de la Segunda Guerra Mundial, cuyo interior, casco y hélice fueron reforzados para navegar en aguas polares. Recuerdo que me dijeron que “una empresa tan patriótica merece el apoyo de toda la ciudadanía”.
Gracias a su gestión y pese al convencimiento de muchos de que no regresaríamos, el día 12 de febrero a las 7:30 partimos a bordo del Santa Micaela, al mando de su capitán, Santiago Farrell.
-¿Eran conscientes del riesgo que corrían al internarse en un territorio hasta entonces inexplorado?
-Absolutamente. Pujato solía arengarnos diciendo que si teníamos que morir, moriríamos juntos; y todos nos fortalecíamos en esa idea.
-¿Qué sintió al conocer la Antártida?
-Sentí que había hecho realidad un sueño. Recuerdo que el mar estaba tranquilo y había varios témpanos flotando a la deriva. Hubiera querido poder decirles a mis padres que había cumplido esa patriótica ambición y que la patria era aún mucho más grande de lo que sabíamos hasta entonces. Era como si estuviéramos alargando sus fronteras. El blanco de los hielos eternos y el celeste del cielo formaban a mis ojos la bandera más inmensa que pudiera imaginar.
-¿Cómo vivieron ese año en condiciones tan precarias?
-Fue muy sacrificado, no teníamos ni medios de comunicación ni comodidad alguna. Durante catorce meses fuimos los seres humanos que se encontraban más cercanos al Polo Sur del planeta. Convivimos aislados, lejos de los afectos, apoyándonos los unos en los otros. Éramos ocho personas que apenas se conocían, con caracteres disímiles y hasta antagónicos. Sin embargo, y aunque pasamos situaciones difíciles que a veces parecieron infranqueables, pudimos superar cualquier diferencia. Estoy convencido de que cada uno brindó lo mejor de sí y volvió orgulloso de haber cumplido con su deber.

-¿Qué pasó al regreso?
-El día 9 de abril de 1952 volvimos a Buenos Aires. Teníamos una mezcla de sentimientos: ansiedad por volver y cierta incipiente nostalgia por lo que dejábamos atrás. Al llegar nos recibió un número importante de personas pero sin la emotividad de la despedida. Al poco tiempo, el presidente de la Nación decidió premiar nuestro éxito con la Medalla Peronista, que recibimos en el Teatro Enrique Santos Discépolo, hecho que tuvo consecuencias posteriores importantes para nosotros.
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En mi caso, sirvió para que me pasaran a retiro obligatorio, cercenando mi carrera militar. De ser considerado un patriota, un visionario y un pionero, pasé a ser un indeseable asociado injustamente a una fracción política a la que nunca pertenecí.
La pregunta obligada es quiénes eran los que me juzgaban o qué habían hecho por el país. Ninguno de ellos había acudido a la convocatoria para unirse a nuestra expedición, con seguridad por considerarla demasiado arriesgada o por no estar dispuestos a alejarse de las comodidades. Aunque yo sí lo había hecho, honrando mi uniforme y mi bandera, debí terminar radicándome en los Estados Unidos, desarrollando en otro país lo que hubiera querido brindar a mi patria y no me dejaron.

-¿Por qué sintió que debía irse del país?
-Mi retiro obligatorio del Ejército hizo que aquellos que antes eran mis “amigos” pasaran a ser mis enemigos y ya “no me conocieran”. Estaba tan raleado que las posibilidades de vivir en la Argentina se me hicieron muy difíciles. Por eso opté por irme a Estados Unidos, donde llegué como simple inmigrante, sin siquiera conocer el idioma, pero con el convencimiento de que saldría adelante.
Obtuve el doctorado en Ciencia Política, graduándome con honor, en una prestigiosa universidad en California, Claremont Graduate University. Me dediqué a la enseñanza universitaria y he recibido los más altos reconocimientos. Una ciudad de California me declaró ciudadano honorario por mi dedicación a los alumnos.
Fui decano de estudios internacionales de Lock Haven University de Pennsylvania, profesor visitante de Marie Curie Sklodowska University de Polonia, que me entregó la medalla Marie Curie, nunca dada antes a un profesor extranjero, entre otros muchos reconocimientos. Viajé por el mundo como educador de los Estados Unidos, pero pese a todo sigo lamentando no haber podido dedicarle todos esos esfuerzos a mi país.

-Usted publicó en 2002 Reminiscencias, hace más de medio siglo Antártida Continental Argentina, libro en el que relata toda la experiencia antártica. ¿Por qué cincuenta años después?
-Por alguna razón que con seguridad se relacionó con el hecho de la pena generada por el alejamiento de mi patria, mezclada con la dedicación a mis nuevas actividades, fui posponiéndolo sistemáticamente. Cuando me decidí, lo hice motivado por el apoyo y la insistencia de mis seres queridos.
Por suerte, conservaba mis notas personales de aquella época y también una excelente memoria, que me permitieron reconstruir los hechos desde antes de la partida del puerto de Buenos Aires hasta nuestro regreso en 1952. Por un lado, quise honrar la historia hasta entonces nunca contada de los primeros pasos argentinos en materia de exploraciones polares y, por otro, rendir homenaje a todos aquellos que hicieron posible la concreción de ese sueño que fue la semilla de una actividad que hoy nos enorgullece.