Joan Cwaik, autor y divulgador especializado en tecnologías emergentes y cultura digital, presentó su cuarto libro: “El algoritmo. Quién decide por nosotros”. La intención es desmitificar el rol de los “guionistas invisibles” que, cada vez más, están detrás de decisiones que se creen propias.
Cwaik lleva dictadas más de 350 conferencias en quince países y realizó estudios en UBA, UdeSA, Stanford y Singularity University. En conversación con DEF, el autor compartió su visión sobre el uso de las tecnologías en la actualidad, cómo afectan en la vida cotidiana y los vínculos entre personas y cuáles son los grandes desafíos que quedan por enfrentar.
- Te puede interesar: “Invisible”: Fredi Vivas y una nueva manera de ver la Inteligencia Artificial
—¿Para quién está escrito el libro? ¿Hace falta tener conocimientos técnicos para entenderlo?
El libro está pensado para cualquier persona curiosa que quiera comprender mejor cómo funcionan los mecanismos detrás de las herramientas que usamos todos los días, muchas veces sin darnos cuenta. Es cierto que puede interesarle a quien le gusta la tecnología, pero también está orientado a quienes no necesariamente son techies. Usé muchos ejemplos cotidianos, experiencias personales y me apoyé en estudios de sociólogos, historiadores, tecnólogos. Hay mucho trabajo de investigación detrás, pero siempre con un lenguaje claro y cercano.
—¿Cuándo dirías que empezó este cambio fuerte, en el que los algoritmos comenzaron a influir tanto en nuestras vidas?
Creo que el punto de inflexión fue entre 2008 y 2012, con la irrupción definitiva de las redes sociales en nuestra vida cotidiana. En ese período empezamos a volcar cada vez más información privada en plataformas digitales, dejamos huellas de todo lo que hacíamos y consumíamos. Eso abrió la puerta a sistemas que podían predecirnos cada vez mejor, entendernos, retenernos en pantalla. Fue ahí donde los algoritmos empezaron a tomar protagonismo real en nuestras decisiones y percepciones.

—¿Cómo le explicarías a alguien qué es un algoritmo?
Un algoritmo es como una receta. Si querés hacer un budín de limón, seguís una secuencia de pasos. En el ámbito digital es igual: un algoritmo toma incontables pasos invisibles para mostrarnos resultados personalizados. Por ejemplo, en una red social como X (ex Twitter), el algoritmo selecciona qué contenidos ver, basándose en lo que seguimos, lo que comentamos, lo que nos gusta o ignoramos. Hay decisiones que tomamos de forma consciente, pero muchas otras son automáticas. Lo importante es entender que los algoritmos proponen una forma de ver el mundo que se adapta a lo que ya pensamos, y que muchas veces solo refuerzan nuestros sesgos. Por eso digo que funcionan como agentes invisibles que condicionan nuestras relaciones, creencias y consumos.
—¿Qué consejo darías para no caer en este piloto automático que nos imponen los algoritmos?
Yo hablo de pequeños actos de rebeldía algorítmica. El primero es volver a dudar. Volver a cuestionar lo que nos muestran como verdad, porque naturalizamos muchísimo. Nos aparece una noticia y la damos por cierta. Nos aparece un perfil y creemos que ese vínculo es auténtico. Todo está muy servido en bandeja y nos olvidamos de preguntarnos por qué vemos lo que vemos. Es importante no aceptar pasivamente todo lo que la tecnología nos ofrece. Volver a preguntarnos, a pensar más allá del scroll, es una forma de recuperar agencia.
- Te puede interesar: Cómo la inteligencia artificial y la blockchain están transformando la industria musical
—Mencionaste la frase “no tener todo tan servido en bandeja”. ¿Cómo se aplica eso, por ejemplo, a la educación o al trabajo?
Ese es uno de los desafíos más grandes. La inteligencia artificial democratizó el acceso a herramientas que antes eran impensadas. Pero ahora el reto está en cómo volvemos a poner en valor el proceso. ¿Cómo le explicás a un chico de escuela primaria que vale la pena esforzarse, si todo parece estar al alcance de un clic? Yo no tengo hijos, pero los del futuro probablemente me dirán: ‘¿Vos imprimías los apuntes y los subrayabas con marcador amarillo? ¿Para qué perdías el tiempo así?’.
Justamente, hoy, leer un libro o escribirlo es un acto contracultural. Porque todo nos empuja a lo instantáneo, a lo perfecto. Tenemos que reivindicar lo imperfecto, lo manual, lo que lleva tiempo. No solo en la educación, también en los vínculos, en el amor, en cómo consumimos información.

—¿Cómo ves a Argentina posicionada en este nuevo escenario tecnológico global?
Creo que estamos muy bien posicionados. La tecnología se ha horizontalizado mucho. Hoy el teléfono que tenés vos o el que tengo yo es probablemente igual al del presidente de Estados Unidos. La inteligencia artificial a la que acceden en San Francisco es la misma que usamos nosotros acá. Después viene otro tema, que es la adopción cultural. Pero en términos de talento, Argentina tiene una capacidad creativa enorme, en parte porque estamos acostumbrados a lidiar con ciclos económicos y políticos difíciles. Eso nos da herramientas para adaptarnos rápido, para innovar. Somos el país con más unicornios per cápita de Latinoamérica, y eso habla de nuestra potencia.
—¿Qué opinás sobre la moderación de contenido? ¿Cuál es su rol hoy?
La moderación de contenido es un tema clave y muy delicado. Se mueven entre dos extremos: la libertad de expresión total y la censura. Un ejemplo reciente fue durante la guerra entre Irán e Israel, donde se difundieron videos falsos, algunos incluso eran de videojuegos, que pretendían mostrar ataques reales. En casos así, el rol de los moderadores es fundamental para frenar la desinformación. Creo que hay una responsabilidad compartida: los usuarios, las plataformas tecnológicas y los gobiernos. Nosotros como sociedad debemos tener una mirada crítica. Las plataformas deben asumir compromisos más claros. Y los gobiernos tienen que legislar con criterio, sin caer en la censura, pero generando marcos que protejan a los usuarios y promuevan una información verificada.