“La yuta transa, los chorros transan,
los pendejos transan, los viejos transan.
Somos una banda, nos dedicamos a transar,
a ninguno de nosotros nos gustaría trabajar.
Ganamos más plata, tenemos nuestras limusinas,
pero nada va a pasarnos porque transamos con policías”
Letra de la canción “Transan” de Intoxicados
Convivimos día a día con cientos de hechos delictivos, aquí y en el mundo globalizado. La tecnología, que tanto valoramos, también nos permite vivir el “minuto a minuto” del rating televisivo de cuanto hecho atroz ocurre en cualquier lugar del planeta. Si además fuera posible verlo en vivo y en directo, será aún más valorado. En estos días, entre muchos de esos hechos, seguimos el juicio y la sentencia por la muerte de Ezequiel Agrest. Uno más en esta cotidianeidad violenta, que por alguna razón llamó mi atención y la inquietud fue compartida por muchos de los que me rodean aquí en la redacción. La lúcida madre del joven asesinado, Diana Cohen Agrest, ha hecho de esa muerte una causa de vida y en todos estos meses, desde todas las tribunas posibles, ha alertado sobre los devastadores efectos de la violencia en la vida cotidiana. Su pedido de cadena perpetua para el agresor de su hijo, “como será perpetua su ausencia”, resuena, amplificado, por la serenidad de su rostro sin vida, por su mirada ausente y sin esperanza.
La muerte de Ezequiel, en un robo menor y sin sentido, es tan solo un ejemplo de lo que cada día se plantea en cualquier ciudad de nuestro país y en gran parte del continente. Alguna vez, y creo que en estas mismas páginas hace ya algunos años, rememorábamos aquella célebre canción del panameño Rubén Blade, ese Pedro Navajas, enciclopedia compendiada en pocos párrafos de cómo la miseria, el alcohol y la prostitución no solo acababan con cualquier vida por “dos pesos”, sino que de esa muerte se salía cantando, sin remordimiento, la vida loca que sigue así sin más, hasta mañana, que mañana vemos. Sentimos durante mucho tiempo, durante décadas y décadas, que ese tipo de crímenes aberrantes eran algo lejano a nuestra idiosincrasia y los identificábamos con específicos lugares que nuestras abuelas recomendaban no visitar. Hoy, enfrentando ese día a día de la violencia sin sentido, es casi imposible recordar aquel tiempo pasado. Un tiempo donde la aparición de un Robledo Puch u otro asesino serial era motivo de interminables tertulias, de explicaciones sociológicas y filosóficas apropiadas para el café de la tarde, y en donde en ninguna imaginación cabía una explicación digna de ser aceptada. Hoy el nombre de matones o violadores ni siquiera es recordado, ya que se reemplaza a veces en el mismo día, y el incremento de la bestialidad y saña solo es superado por el acto esperable de mañana.
No se trata de Carteles, bandas o sicarios internacionales, que los hay y de los buenos. Tampoco de la violencia política, de la represión o del terrorismo, de lo que supimos ser híper expertos. Hoy el robo de una cartera o de una mochila, la irrupción en un cajero automático o una violenta golpiza por un par de zapatillas pueden ser motivo de la más absurda de las tragedias. Sea Argentina, Brasil, Colombia o Nicaragua, la hora de esa violencia globalizada ha llegado al continente, y Sudamérica es líder… Tristemente líder.
En muchos casos, según el lugar político desde donde se mire, se creerá que esa sensación es ficticia y alimentada por la morbosidad de los medios o usada por los opositores con fines políticos. Sin embargo, la tasa de criminalidad en América Latina es bastante más que alarmante. El promedio de homicidios se duplicó en un cuarto de siglo (1980-2006) e invita a pensar en la necesidad de un profundo replanteo que exceda y en mucho, las posturas clásicas acerca de cómo enfrentar tremenda problemática: mano dura o garantismo son dos posiciones que se alternan según el humor social y ambas terminan fracasando por tener una mirada sesgada y, además, porque finalmente, trata de víctimas y de victimarios dejando casi siempre afuera el análisis de las realidades sociales que vivimos más allá de las obvias declaraciones apropiadas y de rigor sin analizar con seriedad los profundos cambios sobre actitudes, costumbres y formas de afrontar la vida de nuestras sociedades. Los antecedentes son lamentables y a ello debe sumarse que siempre son los más vulnerables aquellos sectores sobre los que hace pie el flagelo: los jóvenes, los pobres y los indigentes, los que tienen pocas probabilidades de sobrevivir en un mundo competitivo.
Definida por el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, como una “verdadera epidemia” que afecta a una buena cantidad de ciudades del continente, la inseguridad es hoy una de las mayores amenazas que enfrenta nuestra región. Según datos de Naciones Unidas, el 40% de los homicidios y el 66% de los secuestros que se producen en el mundo tienen lugar en América Latina y el Caribe. Por su parte, el último sondeo de Latinobarómetro arroja que el 70% de los habitantes de la región teme ser víctima de un delito violento.
Paradójicamente, el aumento de la inseguridad ha ido en paralelo con un proceso de crecimiento económico sostenido que se ha traducido en cifras récord, en un contexto de altos precios de las commodities y de equilibrio macroeconómico en la mayoría de los países, que contrasta con el escenario que se vivía apenas dos décadas atrás. Esta excepcional situación ha incidido en un descenso de los índices de pobreza e indigencia. De acuerdo con la información suministrada por la Comisión Económica para América Latina (Cepal), entre 1990 y 2010 la tasa de pobreza en el continente se redujo en 17 puntos porcentuales, al pasar del 48,4% al 31,4% de la población; mientras que la de indigencia bajó 10,3 puntos, al pasar del 22,6% al 12,3% de la población. Ambos indicadores se sitúan en su nivel más bajo de los últimos veinte años.
Más allá de la buena performance macroeconómica, el problema sigue siendo la existencia de una fuerte desigualdad y un gran contraste entre los distintos estratos sociales, situación que el investigador Bernardo Kliksberg identifica como “la trampa de la pobreza”. Tal como admite la propia Cepal en su Panorama social de América Latina 2010, la distribución del ingreso en la región se encuentra “entre las más desiguales del mundo, característica que se ha mantenido a lo largo de las últimas cuatro décadas”. “A grandes rasgos -explica el informe- el ingreso captado por los cuatro deciles más pobres es, en promedio, menos del 15% del ingreso total, mientras que el decil más rico capta alrededor de un tercio del ingreso total. Asimismo, el ingreso medio captado por el 20% más rico de la población supera en 19,3 veces al del quintil más pobre”.
Sin dudas, la droga y la exclusión hacen su trabajo día a día, sin prisa pero sin pausa. Cuando decimos que es necesario salir de la lógica del análisis puntual sobre el fenómeno de la violencia para encarar reformas profundas, cambios de paradigmas sociales y pautas educativas que arrastran costumbres casi atávicas de nuestras sociedades es porque entendemos que solo ahí encontraremos caminos, largos y sin atajos posibles, pero que den resultados duraderos y cambien la lógica del miedo imperante en la vida de todos nosotros.
Tal como indica Kilksberg, este fenómeno epidémico que vivimos tiene causas profundas que la inmediatez de los grandes medios no permite abordar. El cóctel mortal lo conforman la pobreza, la indigencia, el deterioro de los niveles educativos y la ausencia de posibilidades laborales. Hace pocos meses, en un foro de Juventud y Seguridad, Insulza advertía que 38 millones de jóvenes no van a la escuela ni trabajan en América Latina. Se refería a la cuarta parte de la población y lamentaba que las posibilidades de que un joven de la región muera son “treinta veces mayores que la de un joven en Europa”.
La anomia -del griego a-nomos, “ausencia de ley”- es esa situación tan común en nuestro entorno latinoamericano, que se caracteriza por la degradación de las reglas sociales, o directamente su eliminación, y que tiene un alcance mucho mayor del que aplica a delincuentes, personas en riesgo y aun las propias víctimas. Implica que importantes (a veces mayoritarios sectores de la sociedad en nuestro continente) carecen de cualquier esperanza y que no importa ya siquiera cuánto se esfuercen, pues la distancia que impone una desigualdad crónica que nace en un hogar mal alimentado, sin servicio básicos, ni siquiera agua potable, que luego se extiende a una escolarización más que mediocre e incompleta para arribar posteriormente a un sistema de trabajo legar donde nunca se cumplen los mínimos requisitos para ser incorporados. Es en ese círculo vicioso donde la droga, la promiscuidad, el alcohol y la desintegración familiar hacen caldo del peor de los cultivos desde donde surge una violencia que crece todos los días. Esto no es obra de la casualidad; no son peores los seres humanos en El Salvador (66 muertes cada 100 mil habitantes) u Honduras (82) que en Finlandia (2,5) o Noruega (0,71). Lo que es innegable es que infinitamente peores son las circunstancias en las que las sociedades latinoamericanas se desenvuelven. No es casual que Noruega y Finlandia figuren respectivamente en el primero y en el vigesimosegundo lugar en el Índice de Desarrollo Humano del PNUD, mientras que Honduras está en el 105º puesto y El Salvador ocupa el lejano 121º lugar.
Como manifestó hace pocos días Alicia Bárcena, secretaria ejecutiva de la Cepal, en la apertura de la VI Cumbre de la Américas en Cartagena de Indias, “la desigualdad conspira contra el desarrollo y la seguridad. Nuestra región puede crecer más y mejor. El paradigma hoy es igualar para crecer y crecer para igualar”.
¿Dónde está la Argentina? Curiosamente alejada de los peores índices de la región, tanto referido a los delitos como a la pobreza. Hace solo nueve años, en plena crisis de 2001-2002, el 57,5% de nuestros habitantes se ubicaba por debajo de la línea de pobreza y el 27,5% era indigente. La situación mejoró notablemente y se refleja claramente en los datos del Indec del primer semestre de 2011, donde observamos que la tasa de pobreza es del 8,3% y la de indigencia, del 2,4%. En 2002 también se había alcanzado el pico de inseguridad, con una tasa de homicidios de 9,2 por cada 100.000 habitantes. La cifra descendió a 5,3 homicidios por cada 100.000 habitantes, una de las más bajas de la región. Sin embargo, los bolsones de pobreza –particularmente, en los cordones que rodean a las grandes ciudades– siguen siendo un caldo de cultivo para la proliferación de crímenes violentos, como los asesinatos en ocasión de robo, y los asaltos con toma de rehenes, que décadas atrás eran poco habituales en nuestro país.
La convivencia con el miedo no tiene antecedentes en nuestra sociedad, quizás por aquello que decíamos más arriba. ¡Cuán lejos estábamos de vulnerar los límites de los acuerdos sociales básicos en el pasado y cuán rápidamente nos hemos acostumbrado a convivir con la delincuencia! Tenemos ideas, diagnósticos, inteligencia y diversidad de opiniones y alternativas. En lugar de caer en antinomias y en soluciones dogmáticas, será fundamental la voluntad sostenida y mínimos consensos para romper el círculo vicioso de la desigualdad.
Aquí y en toda la región, se hace imprescindible encontrar puntos de coincidencia que recuperen los valores perdidos y den lugar de inicio de un largo camino de recuperación del respeto por “el otro”. Las claves para alcanzar este ambicioso objetivo exigirán alejarse del consumismo inútil y esclavizante, trabajar sobre las cotidianas costumbres que vulneramos y rompen el contrato social a cada paso y, fundamentalmente, respetar y hacer respetar la justicia como un bien supremo de la convivencia democrática. Si algo es fundamental, es el respeto por la justicia y el cumplimiento de las normas.
Todos somos responsables y no cabe echar culpas al político de turno. Por brillante que este sea, poco importa su idoneidad, porque la ciclópea tarea solo puede ser realizada por la sociedad en su conjunto. Únicamente alejándonos del atajo y del camino fácil, encontraremos la ruta de una vida digna de ser vivida por todos. No bajemos los brazos. El esfuerzo vale la pena.