Tulio Calderón, gerente de la División de Proyectos Aeroespaciales y de Gobierno de Invap, relató a DEF qué se siente cuando se lanza al espacio un artefacto en el que se invirtieron años de trabajo y millones de dólares.

“Todos los lanzamientos de satélites son como un parto: hay un período largísimo en el que uno está incubando algo, poniéndole muchísima energía y expectativa. Durante el lanzamiento propiamente dicho, hay tres momentos cruciales. El primero, que no depende de nosotros, es que funcione bien el lanzador que lo pone en órbita. Un cohete es un montón de energía concentrada que se libera en un momento muy corto y hay muchas chances de que pequeños defectos generen grandes catástrofes. Es decir, los cohetes tienden a fallar. Cuando un cohete despega bien, uno se pone extremadamente contento, y aplaude desde el fabricante del cohete hasta el último usuario.

“El segundo momento clave se da cuando se van separando las distintas etapas del cohete. Finalmente, cuando en la última etapa el cohete libera el satélite, ahí depende de lo que uno hizo. Una vez ocurrido el parto, hay que ver si el bebé respira. Eso tiene que ver con que lo primero que hace el satélite es desplegar los paneles solares para cargar las baterías. Abiertos los paneles, se verifica que todas las cosas que están arriba del satélite -computadoras, instrumentos, cables- funcionen y se comuniquen con tierra. O sea, si el bebé habla. En esos primeros mensajes dice cuál es el estado de salud que tiene. Si está todo ‘nominal’, para los ingenieros quiere decir que está todo perfecto, que todo lo que uno diseñó, fabricó y calculó está andando bien.

“Son momentos de una montaña rusa emocional y solamente dura dos horas ese proceso. A partir de ahí, uno está más tranquilo porque está en sus manos controlar lo que está volando y se tiene algún grado de generación de cargas”.