El reciente anuncio del presidente venezolano, Hugo Chávez, acerca del complejo tratamiento médico al cual se viene sometiendo hace dos meses, es un motivo más que válido para tratar un tema remanido pero no por eso menos importante en la Ciencia Política y en la Política Internacional: la salud y vida útil de los líderes, más aún, de aquellos que concentran márgenes extremos de control y discrecionalidad en la vida política de los Estados.

La traumática herencia de desempleo y crisis económicas que dejó en algunos países de América Latina la década de los 90, les ha dado una nueva vitalidad a los sistemas de ideas (sería demasiado ambicioso llamarlos ideologías) que tienden a elogiar al extremo prácticas caudillistas y personalistas a lo largo de toda la región. De esta forma, se ponderan las virtudes de regímenes de características populistas o populistas radicales, por sobre las supuestamente anticuadas -o “propias de otras culturas”- estructuras republicanas consustanciadas con la división del poder y el “rendir cuentas”.

Por todo esto, la cuestión citada en el título dista de ser un punto menor. La inercia de las cosas, el vivir el corto plazo o, en otros casos, los intereses ideológicos y económicos, hacen que se suela olvidar dicha cuestión. De más está decir que en octubre de 2010 los argentinos tuvimos un despertar a este tema con la muerte del ex presidente Kirchner, que si bien pudo no ser algo insólito para médicos que seguían su salud en el año anterior a su deceso, no dejó de sorprender a la absoluta mayoría de la sociedad en todos sus niveles.

Sería errado atribuir la tendencia al personalismo en nuestra región meramente a los derrumbes y crisis económicas y políticas que motivaron el ascenso de caudillos políticos como Chávez, Morales, Correa y, salvando las distancias, al propio Kirchner. Existen ya tradicionales y fuertes debates en nuestra historiografía del siglo XIX y XX acerca de esta propensión de nuestra cultura política. Pero sí caben pocas dudas de que tanto Chávez y Morales como Correa han recibido de una amplia parte de sus electorados, “mandatos” para cambios radicales y profundos como forma de dejar atrás el abismo en que se cayó o se estuvo por caer.

En el caso argentino, el puente había sido tendido durante 2002 y mediados de 2003 por la presidencia de Duhalde, quien por haber logrado justamente montar ese pasadizo, logró darle un impulso decisivo a la competencia de Kirchner contra Carlos Menem. No obstante, el miedo a regresar a 2001 fue y es un factor que tuvo y tiene un peso determinante en la capacidad del actual gobierno argentino de estructurar un relato de “nunca menos” y de romper con lógicas y prácticas de los 80 y 90.

No es casual que los líderes de Venezuela, Bolivia y Ecuador se hayan identificado con un fuerte caudillo político y militar como lo fue Simón Bolívar. Este símbolo de la libertad americana asumía que las reformas y los cambios profundos se hacían desde la cúspide del poder y ejerciendo el control de los temas. Conocer algún día los detalles fidedignos de la cumbre de Guayaquil con San Martín sería un aporte fundamental en este sentido.

Si bien existen numerosos estudios empíricos sobre la conveniencia, tanto a nivel de calidad de vida como de progreso económico, social, educativo, de la progresiva articulación de democracias liberales o repúblicas, cabría al menos preguntarse cuáles son los países con mayor expectativa de vida, con las universidades mejores ranqueadas, etc. Los cambios profundos en la economía internacional derivados del terremoto financiero de septiembre de 2008 sin duda son un antes y un después en muchos aspectos, pero poco tienen que ver con las cualidades y calidades que una república estable y la estabilidad legal les han dado y dan a sus ciudadanos. Un aporte no menor es la previsibilidad y estabilidad de las normas de sucesión en los cargos de conducción del Estado.

Deseándole la recuperación al presidente Chávez, como a cualquier ser humano en esta condición, sus padecimientos han sido y deben ser un catalizador sobre hasta qué punto es conveniente el culto a la personalidad y la infalibilidad de las personas en el manejo de los asuntos de los Estados. Esto no implica desconocer que existen Estados que pueden necesitar períodos más o menos largos de estas gestiones “decisionistas” o de “democracias delegativas”, o sea, de aquellas donde la gente vota, pero donde la división de poderes no es vista claramente. Por esas vueltas de la historia los sectores de izquierda en los 90 no dudaban en diversos países de la región en hacer uso de términos como “democracia delegativa” o “democracias no liberales” para fustigar el cesarismo y la concentración del poder en figuras como Menem y Fujimori, entre otros. En la presente década, los roles parecen haberse invertido. De todas formas, siempre existen argumentos ad hoc, no imperativos categóricos kantianos generalizables, que ayudan a explicar las razones por las cuales lo que antes era malo ahora es bueno: por ejemplo, cuando se argumenta que aunque las formas pueden ser las mismas, las políticas y sus objetivos son radicalmente diferentes.

Si bien en la Argentina no hemos entrado aún plenamente en esa etapa, y tal vez no lo hagamos, dirigentes bolivarianos de la región no dudan en descalificar la democracia representativa, formal o republicana, argumentando que es un dinosaurio que se hundió y debe hundirse con el colapsado régimen anterior. Más allá de ser cierto o no, lo dejo sujeto a la opinión de cada lector. No cabe duda de que sea cual fuere el régimen de largo plazo que se quiera montar al depositar todas o casi todas las fichas en una persona, no deja de ser una apuesta fuerte, casi como en un casino.