La creciente situación de inseguridad que presentan las sociedades latinoamericanas hace que las fuerzas policiales adquieran un rol de mayor preponderancia a la hora de evaluar la solidez de sus instituciones.

EL OTRO EQUILIBRIO DE PODER

La reciente crisis en Ecuador puso en evidencia un hecho poco visto: una seria inestabilidad institucional en torno a una rebelión policial, derivada del malestar de parte de sus cuadros por reformas salariales y fin de algunos incentivos y premios que recibían hasta ese momento. Más allá de la menor o mayor incidencia que hayan tenido actores políticos y económicos enfrentados con el presidente Correa, pocas dudas caben de que esta situación nos alienta a retomar un punto descuidado en muchos países. Ni que decir en el nuestro.

En los ensayos tradicionales sobre la necesidad de contar con fuerzas armadas en condiciones operativas como factor de disuasión para la defensa de los Estados, existen referencias sobre otra utilidad que ellas presentan. Nos referimos al equilibrio que brindan frente a eventuales roles y poderes de otras agencias armadas al interior de los países, en especial de la policía (o las policías). Por diversas razones, y mucho más aún en países subdesarrollados, donde la seguridad ciudadana es una prioridad social y política de primera magnitud, existe un conjunto creciente de Estados en los cuales la clase política y la sociedad no dudan en asignarles crecientes recursos humanos y económicos a las policías. El rol clave del narcotráfico, los secuestros, las pandillas, las violaciones, el raterismo y el crimen organizado en sus diferentes vertientes, no hacen más que fertilizar esta realidad. En cambio, la utilidad clara y presente del instrumento de la defensa y los militares muchas veces queda poco clara o difusa para amplios sectores de la comunidad, incluso para sus clases dirigentes. Podríamos citar casos claros en este sentido en diversos países centroamericanos, incluida la Argentina.

Estos desbalances muchas veces quedan al margen de los análisis, en especial cuando las urgencias, las encuestas, los noticieros 24 horas y el temor a las protestas y cacerolazos o marchas aceleran los tiempos con los que se cuenta para pensar o planificar al menos en el mediano plazo. A manera de mero ejercicio de política ficción, cabría imaginar cuál hubiese sido el escenario en Ecuador en el caso de que este país no hubiera contado, como lo hace, con fuerzas armadas con un fuerte arraigo en la sociedad, respetadas y con niveles operativos y presupuestarios adecuados. Esta ecuación de balance -o en todo caso de desbalance- a favor del poder militar, fue determinante para encauzar la situación, así como el hecho de que Correa siga siendo un presidente con sustancial respaldo popular y un sólido acompañamiento de la comunidad regional y de los propios EEUU en estas situaciones críticas. No nos adentraremos más en detalle en esta cuestión, como tampoco discutiremos si las formas con las que se condujo su gobierno en las semanas previas y durante la crisis fueron las más prudentes para la gestión de estas situaciones complejas.

LA INSEGURIDAD MARCA LA AGENDA

Retomando el núcleo del presente escrito, cabe recordar que el mayor peso de las fuerzas policiales y de seguridad vis a vis los militares en diversos países han motivado que sectores de la defensa de los EEUU las considere interlocutores claves, tal el caso de América Central y Caribe, y aun Bolivia, antes de que Evo Morales -con el respaldo de su movimiento y de aliados como Venezuela y Brasil- fuera erosionando la presencia estadounidense. Finalmente, ya centrándonos en el caso de la Argentina, cabría preguntarse en qué punto estamos de este continuo, que va desde países con militares dotados de amplios presupuestos, recursos humanos y roles definidos -como es Chile y crecientemente Brasil-, hasta las situaciones vistas en la región centroamericana previamente mencionadas. Pocas dudas caben de que el caso argentino se viene acercando cada vez más a la segunda situación. Una combinación de factores parecen direccionarnos en este sentido: la transición por ruptura en 1983, derivada de la Guerra de las Malvinas, y la caótica herencia económica; la violencia guerrillera y la represión posterior; la tendencia de amplios sectores de la dirigencia política a seguir viendo por mera inercia a los uniformados como parte del hace mucho inexistente “partido militar”; las crisis económicas recurrentes desde 1982; y la reciente instrumentación del área de la defensa para consolidar la imagen de un gobierno de “centro izquierda” y hasta de “izquierda”.

Mientras tanto, desde hace años las encuestas colocan la seguridad ciudadana en el primer o segundo puesto y los políticos han temido que un secuestro o asesinato se lleve consigo sus cargos y ambiciones políticas. Todo ello viene acompañado por una cultura social y de los medios de comunicación que pueden llegar a convencer acerca de que todo lo que ocurrió en un día de un argentino promedio son hechos de inseguridad y una pelea mediática entre miembros de la farándula. Acompañados por un toque de pronóstico del tiempo y los goles de la jornada.

La inseguridad es desde hace tiempo un asunto temido y que genera esperanzas de inestabilidades y desórdenes que ayuden a precipitar caídas o crisis de gobiernos. En este contexto, lógicamente, se piden más policías y mayor presupuesto, entre otras cosas. De manera más o menos vergonzosa, dependiendo de su compromiso real o retórico con el progresismo, el garantismo y los derechos humanos, los gobiernos autorizan esos fondos y recursos humanos adicionales. Recientes encuestas muestran que el 82% de la sociedad ve con buenos ojos el regreso del servicio militar, no por razones de disuasión y seguridad nacional, sino como forma de sacar jóvenes de las calles, luchas contra la droga y las pandillas. Hasta en esto la defensa es una variable subordinada.