
La presencia de células yihadistas, el accionar del crimen organizado y la crisis socioeconómica convierten a esta región en una de las más conflictivas del planeta. Por Mariano Roca
Al sur del desierto del Sahara, una extensa franja de 5400 kilómetros atraviesa el continente africano desde el océano Atlántico hasta el mar Rojo. La región, conocida como el Sahel, es hoy uno de los mayores focos de atención de las potencias europeas. La debilidad de la autoridad estatal en la zona, la inestabilidad política, los conflictos internos y la presencia de organizaciones yihadistas conforman un verdadero cóctel explosivo, que se alimenta del tráfico de armas, drogas y personas. Las consecuencias sociales son enormes: según datos de Naciones Unidas, los desplazamientos internos en Malí, Níger y Burkina Faso se han multiplicado por 20 en los últimos dos años y alrededor de 13,4 millones de personas que necesitan hoy asistencia humanitaria.
Todos los países que conforman el territorio se encuentran profundamente golpeados por una feroz campaña de atentados terroristas. Del último informe de la actividad yihadista elaborado por el Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), se desprende que el 36,7% del total de atentados registrados en el primer semestre de 2020 a nivel mundial tuvo lugar en el Sahel central. “La actividad terrorista se concentra en dos principales focos: la región occidental, que incluye el centro de Malí y la llamada zona de la triple frontera con Burkina Faso y Níger, y, más al oeste, la cuenca del lago Chad, que abarca territorios de Nigeria, Níger, Chad y Camerún”, detallan Carlos Igualada y Marta Summers, investigadores del OIET.
En diálogo con DEF, el coronel español Emilio Sánchez de Rojas Díaz, quien se desempeña en el Centro Superior de Estudios de la Defensa Nacional (Ceseden), consideró a esta región –que él prefiere llamar “Sahara-Sahel”– como “la verdadera frontera sur de Europa”. “Es un enorme corredor de movilidad de todo tipo de comercio, especialmente de productos ilícitos”, explicó y detalló que se trata de “una de las zonas que más está sufriendo el impacto ambiental del cambio climático, con hambrunas periódicas y sometida a estrés hídrico”. Otro factor clave es el alto crecimiento poblacional: de acuerdo a las proyecciones de Naciones Unidas, los países del Sahel serán responsables del 24% del aumento demográfico global de aquí al año 2050.
Esa “bomba demográfica” presiona fuertemente sobre los países europeos, que adquieren, a los ojos de buena parte de la población del Sahel, la condición de “Tierra Prometida”. “Todos los movimientos migratorios, que son en muchos casos consecuencia de las necesidades económicas, pero también del estallido de guerras internas, se dirigen hacia Italia o hacia España”, precisó el coronel Sánchez de Rojas Díaz. Para él, existe “una fuerte asociación entre los conflictos armados, la pobreza y el subdesarrollo” e indicó que “los países del Sahel se enfrentan, en diferentes grados, a dificultades económicas, una de cuyas consecuencias más importantes es el crecimiento del fenómeno de la pobreza debido al desempleo y subempleo”.
“La desertificación del Sahel, con sus consecuencias en términos de pobreza y subdesarrollo, explica la vulnerabilidad de esta región, golpeada a su vez por una cruenta campaña de violencia y atentados terroristas”
La violencia en una zona con fronteras muy porosas no es nueva, pero se incrementó por la expansión de grupos yihadistas que ponen en jaque la autoridad del Estado. El fenómeno terrorista tiene dos principales vertientes: por un lado, los grupos integrados por combatientes de origen argelino y de las tribus tuareg, más vinculados a Al-Qaeda; y, por el otro, el accionar de células de origen nigeriano ligadas a la organización Boko Haram, que en 2016 juró fidelidad al Estado Islámico. Ahora bien, respecto del Sahel occidental, la investigadora del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), Marta Summers, aclaró que “la diferencia entre pertenecer a grupos afines a Al-Qaeda o el Estado Islámico es muy local y no está basada en la ideología, por lo que es muy alta la posibilidad de que miembros de uno y otro bando se conozcan o incluso posean lazos familiares o de amistad”.

Un hecho significativo fue la conformación, en marzo de 2017, de una alianza entre cuatro organizaciones leales a Al-Qaeda para conformar el Jamaat Nasr al Islam wa al-Muslimin (JNIM) –“Grupo de Apoyo al Islam y a los Musulmanes”–. A la cabeza de esta coalición, estaría el líder tuareg Iyag Ag Ghali, quien tuvo un rol destacado en la rebelión que puso en jaque al Ejército de Malí en 2012 y que fue aplastada por la intervención francesa en los primeros meses de 2013. Un fuerte golpe contra JNIM se produjo en junio de este año, cuando Francia anunció la eliminación del emir de Al-Qaeda en el Maghreb Islámico (AQMI), el argelino Abdelmalek Droukdel. El asesinato se produjo en el norte de Malí, en la frontera con Argelia.
La presencia militar de Francia es clave: mantiene desde 2014 un despliegue de 5100 efectivos en el Sahel, en el marco de la operación Barkhane. “Es la potencia más influyente en la zona”, señaló Sánchez de Rojas Díaz y recordó que las antiguas colonias francesas del Sahel son totalmente dependientes de la exmetrópoli y tienen una “autonomía económica muy limitada” ya que “la mayor parte de su PBI está depositado en el Banco de Francia”. El analista consideró, además, que EE.UU. ha perdido gran parte de su influencia en el norte de África y atribuyó el inicio de esta salida de escena de Washington a la errática política exterior de Barack Obama y el fracaso de la gestión de su exsecretaria de Estado, Hillary Clinton, durante el estallido de la Primavera Árabe, que solo generó una mayor inestabilidad en Egipto y Libia.
“Los países del Sahel, todos ellos excolonias francesas, tienen una autonomía económica muy limitada y son totalmente dependientes de la antigua metrópoli”, señala Sánchez de Rojas Díaz.
En su último informe al secretario general de la ONU, el enviado especial de Naciones Unidas para el África Occidental y el Sahel (UNOWAS), Mohamed Ibn Chambas definió la situación en la región como “extremamente volátil”. Hasta junio pasado, la cifra de personas desplazadas por conflictos internos ascendía a 240.000 en Malí y a 489.000 en Níger. En el plano humanitario, el funcionario alertó: “La inseguridad alimentaria, con puntos calientes en el sur de Mauritania, en el norte de Senegal, la cuenca del lago Chad y el Sahel central, es el resultado de la persistencia de la conflictividad y la violencia, lo que lleva al desplazamiento de población, a una infraestructura social disfuncional, a la desestabilización de los flujos económicos y la carencia de medios de subsistencia”.
En este contexto de miseria y falta de oportunidades, el fanatismo religioso se convierte muchas veces en un anzuelo que es explotado por grupos locales afiliados a Al-Qaeda y al Estado Islámico. “El terrorismo, a su vez, se nutre del crimen organizado, el tráfico de droga y la inmigración ilegal”, añadió Marta Summers. Si sumamos a esta ecuación la débil presencia de la autoridad estatal, el resultado es un combo de violencia y inestabilidad que preocupa a las cancillerías del Viejo Continente, con París a la cabeza. El apoyo europeo a la conformación del llamado “G-5 Sahel”, una organización subregional creada en 2014 y que integran los gobiernos de Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger, busca involucrar a los líderes locales en la respuesta a la crisis del Sahel. La fuerza militar conjunta, compuesta por 5000 efectivos, es solo una gota en medio del mar. Con los números a la vista, la violencia no cesa y, tal como refleja el último informe del Observatorio Internacional de Estudios sobre Terrorismo (OIET), África occidental sigue siendo uno de los focos principales de la actividad yihadista a nivel mundial.
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