La actual faz expansiva y de conquista del Islam hace avizorar un futuro cada vez más complejo, para el que se necesita retomar el camino de la concordia y el respeto que se inscribe en todas las religiones.*
El principio idílico de toda religión se basa en la búsqueda de la paz espiritual del ser humano, su tranquilidad frente a la vida y la forma de encarar la muerte, valoración que permitiría una salvación o un castigo eterno. Todas las religiones se caracterizan por aceptar una concordia y hoy, superadas las luchas entre religiones que ensombrecieron la historia, predican una tolerancia y respeto mutuo que es la base de los diálogos interreligiosos.
La tolerancia de la religión islámica hoy se relativiza y cobra nuevos sentidos. El Islam como religión dispone de una faz expansiva y de conquista, similar al período evangelizador de los cristianos, que se caracteriza por una difusión y progresión que no cesa de incrementarse. En la actualidad, existen más de cincuenta estados que disponen de mayorías musulmanas, y su expansión se extiende desde La Meca hasta China por el oriente, abarcando múltiples países asiáticos, al oeste, con el norte de África y el mundo subsahariano, y hacia el este, con variados territorios de la antigua Unión Soviética fusionándose con un norte donde cuenta con minorías notorias en la mayoría de los países occidentales. La progresión demográfica de los cultores del Islam es otra forma de expansión, que llega hoy a casi 1300 millones de musulmanes. Difusión esta que a veces suele ser combativa y en casos puntuales exenta de esa tolerancia que debería primar en toda religión.
Ejemplo de esto fueron las recientes declaraciones del presidente de Turquía, Receep Tayyip Erdogan, quien tuvo una reacción intemperante frente a la posible limitación de que sus ministros pudieran hacer campaña política en Europa, con acusaciones de nazismo contra Alemania y los Países Bajos, donde las autoridades prohibieron varios mitines electorales que pretendían difundir la reforma del sistema constitucional turco. Esta reforma busca otorgarle mayores y concentrados poderes a Erdogan, un líder que está progresivamente saliendo del islamismo moderado para avanzar hacia uno más agresivo, que lo aleja del laicismo de Kemal Ataturk, legitimador de la herencia del imperio otomano y facilitador de la inserción de una Turquía moderna en el mundo occidental.
La fallida asonada militar del 15 de julio pasado en Turquía generó una sobredimensionada reacción por parte de Erdogan, que provocó el descabezamiento de las cúpulas militares y de seguridad, así como la de numerosos magistrados, académicos y funcionarios que se vieron exonerados y privados de la libertad. Asimismo se limitó la libertad de expresión, con persecuciones a los críticos de un gobierno que día a día asume características más autocráticas. En el nuevo orden constitucional que Erdogan impulsa, todo contrapoder quedaría reducido, se aboliría la democracia e impondría la hegemonía del presidente, quien pretende asumir una figura propia de un nuevo sultán.
Aceptado el principio de que el Islam es una religión que no predica la violencia, debemos considerar que una minoría de él, cuyos límites son lamentablemente inciertos, ha asumido una actitud de beligerancia activa que se extiende progresivamente en el mundo civilizado. Se trata de un extremismo radicalizado, ideológicamente comprometido con una lucha santa –la Yihad– y con la vuelta a los principios medievales de una religión comprensiva de todos los estamentos que guían a una sociedad. En este modelo, se imponen las reglas de la legislación coránica como principio absoluto, tal como sucede en las facciones del terrorismo islámico, como Al-Qaeda y el temible Estado Islámico, que hoy lucha duramente por una supervivencia como Estado en los límites inciertos de Mosul.
La probable derrota física del Estado Islámico (Daesh, como peyorativamente se lo denomina al EI) abre nuevas perspectivas de una beligerancia de grupúsculos, casi personal, que sería sorpresiva y expansiva a todos los rincones de la Tierra, con ataques aislados para imponer el terror en todos los países. Prueba de ello son los recientes atentados en Irak y Siria. Hoy nadie está exento de esta ciega e irracional agresión, que implica una espiral de violencia y odio irreflexivo que encuentra aliento en sectores humillados y marginados tanto de los países del mundo occidental como de los pertenecientes al mundo islámico.
Se trata de un fenómeno que alimenta a su vez a la xenofobia, que da pie al crecimiento de partidos extremistas en Europa y a las políticas de la actual dirigencia de los EE. UU. Allí ha surgido un presidente acalorado y autoconvencido de sus propias ideas, que no sabe distinguir los enormes matices que caracterizan a los seguidores del Islam y arremete enceguecido por ideales que, en forma de pulsiones cambiantes, nublan su accionar en detrimento de una globalización que se ha impuesto para permanecer. El futuro que se avizora se muestra más complejo e intolerante.
El tema irresuelto de los refugiados constituye la gran falencia de Occidente, y al mismo tiempo se debe aceptar que su solución requiere de medios y métodos que exceden las capacidades de un mundo que hace primar los criterios económicos por sobre los humanitarios. Hoy más que nunca es preciso predicar por una reciprocidad en la tolerancia, lo que no implica dejar de lado los intereses propios ni limitar el accionar de los réprobos, con exclusión de quienes optan por la vía del pacifismo y la comprensión. El quid de la cuestión, conforme mi criterio, consiste en controlar la intolerancia tanto de tirios como de troyanos. En ambas partes residen responsabilidades y culpas. No hay que incurrir en el facilismo de responsabilizar solamente a los más sufrientes, lo que favorece a aquellos que se escudan en los dogmatismos de la fe para el mal de todos.
*Por Jesús Fernando Taboada Embajador (R). Fue representante argentino en Túnez