Quien controla el presente controla el pasado y quien controla el pasado controlará el futuro

(Del libro 1984, de George Orwell)

El mundo trajina sus horas más difíciles desde que el suicidio del joven tunecino Mohamed Bouaziz iniciara un maremágnum que arrasó con el mundo árabe, tal como lo habíamos conocido, y hasta llevó a Libia a la guerra contra las potencias centrales del planeta. En simultáneo y del otro lado del mundo, en el milenario Japón, tembló la tierra y, con ella, la vida del pueblo nipón cambió para siempre. Al movimiento sísmico se sumó un devastador tsunami y las imprevisibles consecuencias de la fuga radioactiva de la central nuclear de Fukushima. Todos miran cómo decanta tanto desafío, mientras Barack Obama recorre América Latina sin reparar en nosotros, los argentinos, que seguimos nuestra vida sin reparar en Obama ni en lo que pasa en el mundo. Hoy nos enfrascamos en una batalla mucho más pequeña, pero con la promesa de durar todo el año. Me refiero a las elecciones, que terminarán en las presidenciales de octubre, pero que ya dieron sus primeras señales en los comicios provinciales de Catamarca y Chubut.

Lejos de entrar en consideraciones menores y en internas políticas, quizás sea bueno reflexionar acerca de qué buscan esas elecciones que finalmente nos llevarán a algún lado -ojalá sea para mejor- allá por 2012. Seguramente, habrá poca discrepancia entre quienes lean esta columna sobre el hecho de que votar implica tener la confianza de lograr condiciones de bienestar y futuro acordes con políticas económicas, de seguridad, salud y relaciones con el mundo que sean buenas para la República y que alcancen a todos los habitantes de la Argentina. En términos generales, nadie dudaría en adscribir a esos buenos deseos.

Es probable que a pocos les interese que quienes sean elegidos se atribuyan derechos que nadie desea. Pocos seguramente querrían que hubiera un único pensamiento autorizado, que los libros de historia se reescribieran a gusto y amenidad del poder de turno, que el pasado guiara nuestro futuro y que el gobierno de hoy comprometiera seriamente a todos los gobiernos por venir. Cosas como las dichas ocurren muchas veces en la Argentina, aunque no son atribuibles a este gobierno, sino a todos los gobiernos y desde siempre. Aquí la famosa frase “nadie resiste un archivo” es más cierta que en cualquier otro lugar del mundo, ya que en la vida cotidiana, miles de malabares deben hacerse para reinterpretar la realidad y en esta lógica, absolutamente ilógica, de conceptualizar todo en amigo-enemigo, uno corre el riesgo de quedar afuera de la vida pública por el simple hecho de no pensar lo que se considera “razonable” en ese momento preciso. ¿Aplica esto a los legisladores? Aplica. ¿Aplica a la Justicia? Aplica. ¿A los empresarios? Aplica… Y así seguiría interminablemente la lista.

Solo a título de ejemplo y sin profundizar al infinito, recordemos que hace pocas semanas fue el bicentenario del nacimiento de Domingo Faustino Sarmiento (1811-2011). Más allá de las formalidades casi obligatorias y de alguna pompa en San Juan, su provincia natal, el silencio sobre el prócer fue casi unánime. Quien esto escribe lejos se encuentra de ser un fanático del autor del Facundo, pero aun así, se ha tomado el trabajo de hacer un seguimiento de los líderes oficialistas y de la oposición, y “nada” han dicho al respecto. Hoy Sarmiento no suma, no tiene buena prensa. Poco importa que nos desgarremos hablando de la importancia de la educación y que él sea el educador por antonomasia, además de escritor, periodista, diplomático y ex presidente de la Nación. Leer a Sarmiento es imprescindible para entender lo que somos como país; él nos dio identidad cultural y sentó las bases de la igualdad a través de la alfabetización. Fue el autor de la Ley 1420 y con ella impuso el carácter laico, obligatorio y gratuito de la enseñanza. Fue un hombre de su tiempo, contradictorio y discutido. Llega hasta nuestros días con la vigencia de aquellos que fueron grandes. A su muerte fue despedido por Carlos Pellegrini como “el cerebro más poderoso producido en América”, y sumaba ya a sus dotes el hecho de haber introducido en el país la tecnología, haber fomentado la industria, haber sido el precursor de la creación del Banco Nación, haber realizado el primer censo nacional y haber puesto en marcha el primer gran ferrocarril del interior. Creó las Escuelas Normales y los principales institutos militares y su pensamiento llega hasta nuestros días con tanta vigencia que, según la década, encuentra un dilecto enemigo de turno, sea liberal o progresista, demócrata o autoritario, católico, escéptico o populista despistado, según corresponda.

Sin embargo, no busca este panegírico más que registrar lo poco explicable que resulta que Sarmiento no se encuentre entre quienes queremos destacar en esta hora. Eso, a pesar de los magros resultados educativos de la Argentina según las encuestas mundiales, y que debiera obligarnos a ponerlo como espejo de las nuevas generaciones. Por alguna razón no son tiempos sarmientinos. Ya le pasó a San Martín, y tampoco fueron ajenos a la reescritura de la historia ni Saavedra, ni Moreno, ni Lavalle, ni Urquiza, ni la Guerra del Paraguay, ni la Generación del 80. Hubo incluso quien consideró relevante discurrir sobre la sexualidad de Belgrano. Nada falta a nuestra agitada historia política, que es siempre analizada fuera de todo contexto y traída al presente como si de hoy se tratara. Qué decir de Julio Argentino Roca, vilipendiado como pocos por su Campaña al Desierto… Lo que resulta curioso es que Juan Manuel de Rosas realizó una campaña similar 40 años antes para arriar cruelmente al “indiaje” y no hay para él reproche alguno. Pobre Rosas, justo él que subió y bajó del panteón de los héroes cien veces. Hoy, al menos, la batalla de Vuelta de Obligado se transformó en el “Día de la Soberanía Nacional” y ha vuelto a ser objeto de toda gloria, por la que se pelean historiadores como Luis Alberto Romero desde la UBA y Pacho O’Donnell desde la UCES. Ayer eran José María Rosa y sus rivales de turno.

Estos debates no serían graves; serían inclusive saludables, si no se quisiera arribar al día de hoy con una única verdad revelada. Una verdad que debe guiar el pensamiento del ahora y que permite arrastrar a fanáticos malinformados a cualquier parte, cambiar nombres de avenidas y plazas por doquier y definir textos que resuelvan un pensamiento lineal. Nunca la reflexión, nunca el disenso, nunca aceptar la capacidad del otro para sacar sus propias conclusiones. Deberíamos confiar en que todos podemos generar nuestras propias ideas sin agregarles esa cuota de ideología revulsiva, cualquiera sea ella, de izquierda o de derecha, agnóstica o confesional. Ninguna de ellas merece respeto si para eso se menoscaba al que piensa distinto. Así, desde las Invasiones Inglesas a la década del 70, desde las Malvinas hasta los años 90, merecemos todos poder analizar lo vivido con seriedad, pero más aún con entera libertad.

Lo cierto es que el nuestro no es un camino que hayan transitado los países desarrollados. Esos que benefician a sus ciudadanos de hoy con una vida digna, ellos son quizás más solidarios con sus antepasados, los reconocen en su humanidad, en sus aciertos y errores, los entierran y les hacen mausoleos y sin embargo, respetando a sus detractores, siguen adelante mirando hacia el horizonte. Es justamente ahora que uno podría decir que es tan útil la frase que dice “Cuando creíamos que teníamos todas las respuestas, nos cambiaron las preguntas”. El mundo se pregunta a diario cosas nuevas, nuevas tecnologías, nuevas ideas y nuevas investigaciones en todos los campos del conocimiento. Quizás quienes nos gobiernan y los que los antecedieron y los que estén por venir tengan un minuto de cordura para comprender que el futuro es hoy. Que no se puede perder un minuto, que el pasado, con sus logros y desdichas, es nada más que eso, solo el pasado. Hoy debemos levantar la vista, enterrar a nuestros muertos, cuando menos a quienes ya tienen una tumba, porque esa es nuestra deuda con las generaciones por venir.

Entonces, a lo mejor, mientras algunos países batallan por poner una sonda en Marte o resolver el drama del HIV, nosotros podríamos archivar en la biblioteca la desgraciada suerte de los indios del siglo XIX y ocuparnos, de una vez por todas, de alimentar a sus descendientes -como es el caso de las comunidades wichis o tobas de Chaco y Formosa-, que hoy deambulan como parias sin esperanza, enfermos y olvidados por todos.

En ese país que todos anhelamos, no habría espacio para quien osara reinterpretar el asesinato de María Soledad Morales, ese hecho que constituyó el acto más aberrante que vivimos en nuestros casi 30 años de democracia.