Una perspectiva histórico-normativa de la Constitución argentina ayuda a entender las tensiones estructurales que vive recurrentemente el país. Por Luis Tonelli
Dos cuestiones son motivo de debate y conflicto político recurrentemente en la Argentina moderna. Una es la cuestión de la división de poderes y su vulneración, que termina en la arbitrariedad hiperpresidencialista. La otra, la cuestión de la redistribución de la riqueza operada por el Estado. Ambas cuestiones animan la consabida grieta entre republicanos y populistas.
Los republicanos acusan a los populistas de no respetar la división de poderes y de realizar una redistribución no sustentable. Por su parte, los populistas sostienen que la división de poderes es utilizada por los poderosos para frenar políticas populares, y que detrás del supuesto respeto por las instituciones, los republicanos esconden su codicia y su falta de solidaridad.
La gran paradoja argentina
Es cierto que la constitución argentina de 1853 se destaca por ser, en términos de derechos y garantías, una de las más liberales y progresistas (su mentor Juan Bautista Alberdi se inspiró en la muy liberal constitución de California). Sin embargo, como buen romántico, a diferencia del racionalista Rivadavia, Alberdi creía que era fundamental asegurar la vigencia de esa constitución asentándola sobre los poderes reales y no imaginarios del país. Esos poderes en 1853 eran los gobernadores-caudillos de las provincias y, especialmente, el vencedor de Rosas, el poderoso gobernador de Entre Ríos, Justo José de Urquiza.

La necesidad de doblegar al gigante bonaerense llevó a las provincias a coaligarse bajo un mando único. Aquí surgió la gran paradoja argentina: la de un federalismo, que para poder constituirse necesitó centralizar el apoyo de las provincias interiores en un presidente fuerte para poder así equiparar su poder al de la provincia de Buenos Aires. Sintéticamente, dadas las asimetrías de poder, la constitución de 1853, por querer ser federal, terminó siendo centralista.
La ecuación pergeñada por Alberdi desde la ínfima Quillota en Chile como un traje a medida para Urquiza, a quien no conocía personalmente y al que le envió un ejemplar de las Bases casi sembrando al voleo, contemplaba la figura de un presidente con poderes muy importantes. Esto se ve particularmente en el manejo discrecional de fondos, en la potestad para declarar estado de sitio y en la intervención federal.
Las Bases plantean un esquema dinámico de diseño institucional en donde Alberdi cree en la oportunidad de atraer el capital financiero y el capital humano disponible en Europa mediante una constitución que le brinde todas las facilidades para retirarlos cuando quisieran. Y, atento a la coyuntura, cree que con el triunfo de Urquiza frente a Rosas se da una oportunidad excepcional. El caudillo federal entrerriano estaba a favor de la libre circulación de las vías navegables –contra el monopolio aduanero porteño– y a favor de una constitución –al contrario de Rosas, que siempre la resistió para hacer valer el poder de hecho de Buenos Aires.
Para cerrar el esquema, Alberdi confiaba que el progreso que traería la constitución cambiaría la fisonomía social del país, y esa república posible asentada en caudillos (esa república “tan poca república”, como decía irónicamente Halperín Donghi), podría ser reemplazada a futuro por la república verdadera. Es motivo de polémica si eso se alcanzó o no.

Una lógica germinal
Lo cierto es que el esquema institucional núcleo de nuestra constitución, si bien ha sufrido cambios mayores, no ha logrado alterar la lógica de funcionamiento político de la constitución original de la “república posible”. Originalmente, descansaba en cuatro elementos constitucionales decisivos:
- El presidente era elegido por un colegio electoral que impedía que un bonaerense llegara al poder, ya que el resto de las provincias tenía mayor representación que Buenos Aires.
- El proyecto preveía que la provincia de Buenos Aires quedara debilitada al perder a la ciudad de Buenos Aires que le sería entregada al presidente como Distrito Federal. Esto recién lo logró Roca, cuando venció al gobernador de Buenos Aires Carlos Tejedor en 1880, en las, no por nada, batallas más sangrientas de la historia argentina.
- No solamente se nacionalizaban las principales fuentes de ingresos de la provincia de Buenos Aires, como la aduana y el puerto, sino que en el artículo 4 (bien al principio, como para que quedara claro cómo venía la cosa) se establecía que el Tesoro Nacional se compondría de lo recaudado por los derechos de exportación, actividad fundamentalmente ligada a la provincia de Buenos Aires.
- Las provincias fundadoras no solamente controlaban el colegio electoral, sino que, al ser elegidos tanto, los senadores como los diputados por distrito provincial y estos últimos, por una lista, el gobernador pasaba a tener una gravitación decisiva a nivel nacional. El presidente era un primus inter pares, que dependía de los gobernadores para la aprobación de leyes nacionales.
Las reformas ulteriores modificaron ciertos aspectos del funcionamiento institucional, así como, a su vez, lo alteró el surgimiento del radicalismo y del peronismo. Pero también lo inverso es cierto: la esencia de nuestra Constitución ha estado en la base de la conformación de nuestro sistema de partidos. El núcleo constitucional político, paradójica y contraintuitivamente, se expresa en el peronismo, que es quien domina la mayoría de las provincias interiores y el conurbano bonaerense (compuesto en gran medida de migrantes internos). El núcleo constitucional de los derechos y garantías se expresa en el radicalismo y en los demás partidos no peronistas, que tienen su epicentro en las grandes ciudades y en el interior de la provincia de Buenos Aires.
La ley de 1988, que estableció una nueva coparticipación de impuestos, perjudicó al distrito bonaerense a favor de las provincias interiores y de la Nación. El mandato de sancionar una nueva ley surgido de la reforma constitucional de 1994 no ha podido ser cumplido, fundamentalmente, porque las provincias más relegadas, que pretenden más recursos, dominan el senado, y las provincias más ricas, que no quieren ceder más recursos, dominan la cámara de diputados.
La reforma de 1994 también eliminó un colegio electoral ya dominado por la lógica partidaria, lo que daría preponderancia electoral a la provincia de Buenos Aires, y entre otras reformas, le concedió autonomía a la ciudad de Buenos Aires. De ello se desprendieron dos consecuencias políticas importantes: se magnificó de algún modo la tensión entre el presidente y el gobernador bonaerense, ya que por su poder electoral pasa a ser el candidato prematuro a la presidencia, algo que la Casa Rosada no puede permitir (incluso si son del mismo partido). Por otra parte, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires salieron los candidatos del no peronismo que llegaron a la presidencia (Fernando de la Rúa y Mauricio Macri).

Una grieta persistente
Toda esta trayectoria institucional se plasma en el funcionamiento de nuestro sistema político, en donde el Congreso no es una escribanía del Poder Ejecutivo, pero sí la arena de negociación fina entre el presidente y los gobernadores (negociación federal), por un lado, y entre los diferentes bloques partidarios, por el otro. En promedio, poco más del 50% de las leyes han sido producto de la iniciativa del presidente, y casi el 70% de los proyectos importantes del ejecutivo han sido revisados por una de las cámaras.
En los orígenes mismos de nuestro sistema institucional, Bartolomé Mitre, el líder del nacionalismo porteño criticó la Constitución de 1853 y a su mentor Urquiza exclamando: “Esa es la constitución de hecho, nosotros pugnamos por la constitución de derecho”. Y así, más que las diferencias entre izquierda y derecha, en nuestro sistema político se plasma esa tensión en nuestra constitución entre sus derechos y garantías, por un lado, y su lógica política con preponderancia de los gobernadores y, ahora, de los intendentes del conurbano, por el otro. En nuestra grieta, republicanos vs. populistas, si se me permite la humorada, todavía manda más Alberdi que Alberto Fernández, quien ha prometido –como otros– terminar con ella.
*El autor de este texto es profesor titular de Política Argentina, carrera de Ciencia Política (UBA) y analista político.
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