Después del ataque comando llevado a cabo por fuerzas especiales de los EE. UU., que terminó con la vida de Osama Bin Laden, se abren numerosos interrogantes sobre el futuro de la organización terrorista que él comandaba y surgen nuevas posibilidades para Obama frente al electorado.
Fueron casi diez años de la mayor cacería humana de la historia. A más de una década de los intentos de eliminarlo en 1998 con misiles crucero, lanzados por la administración Clinton contra un campamento en donde debería haber estado luego de los megaataques explosivos contra embajadas estadounidenses en África, y de haber escapado de un supuesto cerco letal a fines del 2001 en torno a su búnker de Tora Bora en suelo afgano, el máximo líder de la red Al Qaeda, Osama Bin Laden, fue eliminado.
La orden ejecutiva del presidente de los EE. UU. seguramente comprendía su eliminación lisa y llana. Después de años de detenido análisis, se optó por un Bin Laden muerto y no enterrado en suelo alguno. El brazo de la operación fue el Comando Conjunto de Operaciones Especiales de las Fuerzas Armadas de los EE. UU., creado luego del 11/9 para coordinar y optimizar las operaciones de fuerzas especiales y comando de las cuatro ramas militares.
Ya desde hace por lo menos dos o tres años existía un creciente consenso en que la localización más probable del sheik del terror era Pakistán y no Afganistán, y que más que en una cueva, habitaría en algún centro semiurbano o directamente en una gran ciudad. Los hechos de los días pasados confirmaron esa presunción, la cual a partir de septiembre de 2010 comenzó a transformarse en una pista firme que derivaría en febrero de 2011 en la sustancial confirmación y alistamiento de una operación.
No se apostó a un ataque con misiles o bombas guiadas lanzadas por aviones o, mejor aún, por vehículos aéreos no tripulados como el Predator. Se optó por entrar directamente y enfrentarse cara a cara con el blanco. Para sorpresa de muchos, incluyendo la mía, Osama parece no haber estado rodeado de los tres famosos cercos de seguridad en cuyo núcleo estaría la “guardia negra”, la elite de Al Qaeda, ni contar con el fusil AK-47que lo acompañaba día y noche.
Ya para el momento en que Bin Laden fue abatido, no quedaba casi nada del núcleo de mandos altos y medios de la estructura original de Al Qaeda, montada en la segunda mitad de los años 90 y artífice de importantes ataques terroristas desde fines de esa década para llegar al armagedón del 11/9. La única excepción es el médico egipcio Aymán al-Zawahiri, mano derecha de Bin Laden y verdadero cerebro de la organización. Los golpes contundentes de los múltiples enemigos que esta red se ganó con su agenda fundamentalista islámica de orientación sunnita -desde el shiita Irán, hata Rusia y China, pasando por Europa Occidental, India y, ni que decir, los EE. UU.- la fueron transformando en algo sustancialmente diferente de sus principios, pasando a ser más una ideología y un sistema de “franquicias” relativamente laxo. Esto no implica una total desconexión con las múltiples células, pero sí un importante nivel de libertad táctica y una orientación estratégica y religiosa por medio de comunicados en TV, Internet y mano en mano.
ANTES Y DESPUÉS DE BIN LADEN
En este contexto, cabría realizar un balance muy tentativo de cuáles fueron los objetivos y logros del conductor de esta rama extremista y fundamentalista del Islam. Algunos perspicaces análisis de los meses y años posteriores al 11/9 destacaron que el mayor logro de Al Qaeda y Bin Laden habría sido potenciar las fuerzas de cruzada mesiánicas de los EE. UU. en la política internacional en general y en el Islam en particular. Si esto fue así, el mix de Bush hijo, sus halcones -como Cheney y Rumsfeld- y el entorno de neoconservadores que se potenciaron al extremo luego de los ataques de septiembre, lo hicieron a gran escala, involucrando a los EE. UU. en una “guerra por elección” y marginal a la lucha contra el terrorismo (no se puede hablar de guerra, dado que el terrorismo es un instrumento y no un fin), como fue el caso de Irak, y generando una escalada de violencia, desprestigio y masivos gastos. Asimismo, esa guerra restó recursos e interés político a las operaciones iniciadas en Afganistán en octubre de 2001 y que para 2002 fueron erróneamente consideradas como exitosas y terminadas. El ejemplo más palpable de esta falacia es la subsistencia de la guerra al día de hoy.
Otros estudios no escuchados afirmaban que, como buena mente financiera, Bin Laden también apuntaría a maximizar los gastos y rojos de las cuentas fiscales de la superpotencia, obligándola e induciéndola a incrementar masivamente gastos de seguridad, defensa y guerras. Un repaso de las cuentas al 2011 muestra la sangría de recursos que representaron y representan las operaciones en Irak y Afganistán (e incluso en Pakistán).
La contracara de estos “logros” de la red terrorista son las revoluciones o intentos de ellas que se vienen dando en diversos países árabes desde enero de 2011, donde millares de habitantes no reclaman dictaduras teocráticas o rupturas con Occidente, el mercado y la tecnología, sino, en muchos casos, todo lo contrario.
Sin duda, la muerte de Bin Laden será un factor relevante en la política interna de los EE. UU., poniendo en crisis los clichés y el populismo de seguridad de sectores de la derecha del partido republicano. “Obama kills Osama, four more years” (“Obama mata a Osama, cuatro años más”) podría ser un buen lema para futuras pancartas demócratas en las elecciones de 2012. Asimismo, su eliminación facilitará en parte la delicada tarea que se propone acelerar Obama en lo que resta de 2011 y comienzos del año que viene: el repliegue de 40 de los 50 mil efectivos que quedan en Irak y el inicio de un proceso gradual de retiro en Afganistán. Sin descartar contactos y negociaciones, aun en medio de batallas y tiros con los talibanes, aliados pero no títeres ni dependientes de Al Qaeda.