Mi relación con la ceguera siempre tuvo sus bemoles. El primer contacto con la enfermedad fue a través de mi abuela y representa lo que yo he dado en llamar mi etapa “de negación”. Según mi mamá, mi abuela estaba ciega, pero para mí veía perfectamente, al menos, eso pensaba yo cuando los fines de semana me quedaba en su caserón de Temperley, donde la veía ir sin titubeos al gallinero del fondo, pararse entre todas las gallinas revoltosas, y de un manotazo sorpresivo, agarrar del cogote a la elegida y empezar a revolearla por el aire sin piedad, como si se tratara de una boleadora, cosa que me daba mucha impresión y hacía que me costara bastante tragar el guiso donde aparecían flotando los tiernos pedazos de la pobre gallinita. Pero no era solo eso, mi abuela hacía todas las tareas de la casa sin ninguna ayuda, incluso tejía a gran velocidad sentada en su mecedora de paja. Yo la espiaba fascinado, porque si bien era cierto que en los ojos tenía como una telita que se los volvía de un celeste acuoso, yo nunca me había dado cuenta de que no veía, hasta el día que tuve que acompañarla a capital para hacer un trámite bancario. A partir entonces, no me quise quedar nunca más en Temperley, circunstancia que mi mamá atribuyó equivocadamente a que yo ya estaba grande y, entonces, pasar los fines de semana con mi abuela para poder jugar a la pelota en el potrero ya no me divertía.
Cuando empecé a estudiar en la Facultad de Filosofía y Letras, cuya sede estaba en aquellos años en la calle Independencia, recuerdo que para volver a mi casa, tomaba el colectivo 41 en la intersección de La Rioja e Independencia, donde también lo hacían muchos jóvenes ciegos. Como las gallinas revoleadas y descogotadas por mi abuela, estos jóvenes también me impresionaban, pero más que nada, me producían un cierto desasosiego –que sería entonces la característica de esta segunda etapa en mi relación con la ceguera–, aunque visto a la distancia, creo que lo que en realidad me sucedía era que aquellos jóvenes contraponían la imagen ideal de la ceguera como metáfora de la sabiduría y la sapiencia ‒representada en las figuras legendarias de Borges y Homero, a quienes empezaba a conocer en la facultad‒ con la terrible realidad de esos ciegos de carne y hueso y, para más, de mi misma edad. No pasó mucho tiempo hasta que me enteré de que en la otra cuadra estaba el instituto Francisco Gatti, uno de los centros más importantes de enseñanza para no videntes, invidentes, disminuidos visuales, o como prefiera llamárselos.
“Aquel día, cuando estaba por cruzar la calle, una joven ciega que estaba a mi lado me pidió que la ayudara a cruzar porque, según ella, el semáforo tenía sus ‘problemitas’”
Muchos años después, cuando la Facultad de Filosofía y Letras ya se había trasladado a Puan, fui a la calle Independencia a consultar un libro a la biblioteca que todavía seguía estando en el derruido edificio que les habían enchufado por entonces (y hasta hoy) a los pobres de psicología. En la misma esquina donde los alumnos del instituto y yo esperábamos el colectivo luego de nuestras respectivas clases, habían instalado un semáforo para ciegos. Se trataba de una caja sonora que emitía un sonido entrecortado cuando el semáforo para autos estaba en verde, y un sonido continuo y más fuerte cuando se ponía en rojo. Aquel día, cuando estaba por cruzar la calle, una joven ciega que estaba a mi lado me pidió que la ayudara a cruzar porque, según ella, el semáforo tenía sus “problemitas”. Me contó que lo había inventado un argentino llamado Mario Dávila en 1983. Obviamente, se trataba de un gran invento, pero con ciertas limitaciones que serían superadas con el aluvión tecnológico que llegaría pocos años después. Por ejemplo, en aquel momento la joven se quejaba de que el sonido no indicaba dónde estaba la vereda de enfrente y entonces el no vidente no sabía en qué dirección debía cruzar. Eso no resultaba un problema, porque ella se sabía el recorrido de memoria, había estudiado en la escuela Gatti y ahora trabajaba allí como asistente de clase. Pero además, y lo que resultaba más grave, el sonido estaba desincronizado con el semáforo para autos y la semana anterior no había llegado a cruzar la calle y el 41 casi la había atropellado.
La tercera y última etapa en mi relación con los ciegos es la que marca la superación de mi miedo o tristeza para relacionarme con ellos. Se remonta a la época en que llevaba a mis hijos al colegio Guadalupe. Había un papá ciego que, como yo, también llevaba a sus hijos, aunque, en realidad, no se sabía quién llevaba a quién, porque todas las mañanas los chicos cruzaban la plaza lentamente agarrándolo cada uno de un brazo, pasaban por la puerta de la imponente iglesia, doblaban por la calle Paraguay y se despedían en la puerta del colegio. Uno de los chicos, creo que era el más grande, era muy buen jugador de fútbol y jugaba en el campeonato de los sábados con uno de los míos. Un sábado que mi mujer no pudo ir, fui yo, y cuando el trío apareció en la arcada del patio, quedé petrificado. Me pareció estremecedor pensar que a ese dedicado papá le estaría vedado ver aquellas cosas de las que disfrutaban todos los padres, menos yo, que en general me borraba con alguna excusa y prefería que mi mujer llevara a los chicos a fútbol, porque no me bancaba los gritos de los padres al costado de la cancha, las puteadas y los gestos extemporáneos, esa manera inhumana y fanática de presionar a sus hijos, que se suponía estaban allí para divertirse, como yo en el potrero de la casa de mi abuela, y no para jugar un mundial de fútbol.
Aquel día, el padre ciego se sentó cerca del arco opuesto al del equipo de su hijo con su otro hijo a su derecha, dobló el bastón blanco y ni bien sonó el silbato del árbitro comenzó, al igual que el resto de los padres, a vociferar. Pero sus gritos no iban dirigidos a su hijo, claro, no podía verlo, sino al árbitro, al que, en realidad, tampoco podía ver. Al son de “No veo, pero escucho”, “No veo, pero escucho”, y señalándose con dos dedos, primero los ojos y luego las orejas, le lanzaba toda clase de insultos e improperios, hasta que, claro, el árbitro, se cansó y lo echó del partido. Entonces, el padre ciego, desplegó el bastón blanco y agarrado del brazo de su hijo acompañante, con gran dignidad y parsimonia, abandonó la cancha. Cada vez que me acuerdo de la escena, me río con ganas, y agradezco a ese papá ciego su desaforada vehemencia que me hizo “ver” lo que antes no podía: todos somos iguales o, en todo caso, muy parecidos.
Federación Argentina de Instituciones de Ciegos y Ambliopes – FAICA | www.faica.org.ar