Al conmemorarse el Día de la Afirmación de los Derechos Argentinos sobre las Islas Malvinas y el Sector Antártico, les presentamos una serie de entrevistas a ex combatientes y civiles que participaron en el conflicto, realizadas desde 1986 hasta la fecha. Muchos de ellos ya no están entre nosotros, pero sus vivencias hoy tienen un inestimable valor, que compartimos con nuestros lectores.

AQUELLOS “SOLDADITOS”

Eran los “atorrantes”, los colimbas del Grupo de Artillería Aerotransportado 4, de Córdoba. Estaban prendidos en todas y el que menos, se había “comido” 180 días de arresto. Indisciplinados y provocadores, no pasaban de diez o doce. En abril de 1982, la última baja estaba cerca. Con el desembarco en Malvinas, decidieron quedarse porque les atrajo la posibilidad de conocer las islas. Se anotaron. Cuando llegó la orden de movilización, el jefe de la unidad, teniente coronel Alberto Quevedo, los formó junto con el resto de sus compañeros y les dijo: “¡A aquellos que quieran dar un paso al costado, oficiales, suboficiales o soldados, por más que hayan firmado aceptando ir, nadie va a reprocharles nada. No van a pasar por cobardes ni cosa por el estilo. Acá tengo los papeles de cada uno y los puedo romper en este mismo momento!”, prometió.  Nadie se movió. Algunos de los nuevos reclutas incluso lloraban porque el cupo estaba completo. “Teníamos 18 años, éramos totalmente inconscientes y creíamos que íbamos de joda”, recuerda Ramón Robles. Hasta se las ingeniaron para que un compañero que estaba en la enfermería por una torcedura luego de un salto de práctica en paracaídas, pudiera acompañarlos. “Sacamos a un ‘pibito’ de la clase 63 recién incorporada, lo encerramos en el baño, tachamos su nombre de la lista, pusimos el de nuestro amigo y todo quedó legal”, agrega. La realidad los golpeó apenas llegaron. Estaban tres kilómetros al este de la casa del gobernador y de Moody Brook, el cuartel de los marines ingleses. Después de colocar las carpas, se dieron cuenta de que la cosa iba en serio. Y más tarde, con el primer bombardeo, esa sensación fue empeorando. Los bombazos se sucedían. Con el correr de los días ya estaban cancheros. “Escuchábamos las bombas y calculábamos adónde iban a caer y no les dábamos ‘pelota’. Hasta dormíamos parados”. Pero el miedo siempre estaba ahí, y recurrían a los rezos para evitarlo. “Cuando estás entre la vida y la muerte, del que más te acordás es de Dios, aunque hayas sido ateo toda la vida”. Sin embargo, no querían hablar sobre el tema. Solo una vez se pusieron de acuerdo sobre esta cuestión. “Nos juramentamos que si alguno quedaba malherido, sin un brazo o una pierna, los demás debían encargarse de eliminarlo para que no sufriese”. Un pacto que nunca llegó a cumplirse, a pesar de que tres de ellos cayeron para siempre. El desempeño que tuvieron abasteciendo los cañones, pese a los pronósticos de quienes los conocían por no ser los mejores soldados del cuartel, fue ponderado por muchos de sus jefes. “Por supuesto que me sorprendió su actuación. Eso demostró que la instrucción, aunque hubiera sido solo de un año, tuvo suma importancia. Se convirtieron en la columna vertebral del GA4”, dijo de ellos el propio Quevedo.

Saúl Pérez revistaba como soldado raso en el Regimiento de Infantería Mecanizado 6, General Viamonte, de Mercedes. A los ingleses los vio aparecer recién el 13 de junio y al día siguiente, de madrugada, fue herido en una pierna. “Era una lluvia de balas y bombas de uno y otro lado. Me llevaron al hospital militar de Puerto Argentino. Todavía me quedan imágenes de muchos compañeros de diversas unidades, mutilados, con graves heridas y quemaduras. Los pasillos no daban abasto. A los heridos los empezaron a separar de acuerdo con su gravedad y entre los que podían salvarse y los que no”. Confiesa que pasaron hambre, frío, miedo. “El pozo se inundaba continuamente y las lluvias eran constantes. Pero no reculamos. Peleamos hasta quedarnos sin municiones; a tal punto que algunos salieron a combatir con sables y bayonetas. Por eso, creo que los argentinos deberían sentirse orgullosos de sus veteranos de guerra”.

En la Compañía de Mar del Batallón de Infantería de Marina Nº 5, el correntino Félix Verón, de 18 años, no sufrió frío ni se enfermó. Es más, hasta aumentó de peso. “Creo que el clima me sentó bien”, dice con una sonrisa. Estaba en segunda línea y lo que más le molestaba eran los bombardeos. “En los primeros días tuve temor, después ya no sentía nada. Me daba lo mismo morir que vivir, porque fui para no regresar. Estaba preparado para combatir. Hicimos todo lo posible”.

No fue el caso de Julio Sotelo, del Regimiento 12 de Infantería. Llegó con 59 kilos y volvió con 35. Estuvo 45 días en Puerto Darwin, donde -asevera- pasó hambre. “El problema fue el traslado de los alimentos desde Puerto Argentino. Los ingleses bajaban los helicópteros que traían los víveres”. Los tuvo a 300 metros de distancia y “tiro a tiro”, como explica. “En esos momentos pensaba mucho en Dios y fue Él quien me sacó con vida de ese lugar”.

Era psicólogo y escribió el libro 5000 adioses a Puerto Argentino. Daniel Terzano, porteño, de 27 años; por sus estudios había pedido prórroga para hacer la colimba y la cumplió en el comando de la X Brigada, de La Plata. Desplegó todos sus conocimientos profesionales para explicar la experiencia malvinera. “Cuando uno se encuentra frente a frente con la muerte, hay que hablar de religiones. Cualquiera de ellas. Como no profesaba ninguna, yo tenía una figura, que era la del destino. Estaba en sus manos. Si tenía que morir, iba a morir y eso me tranquilizaba”. Cuenta que con sus compañeros tenían una forma cómica de soportar las cuatro horas de cañoneos navales. “Nos decíamos que si de esa nos salvábamos para la próxima sacaríamos una reposera fuera del pozo y que ya estaba escrito si nos iba a caer un bombazo. Así nos animábamos”. En una oportunidad, sufrió el ataque de los Harrier en carne propia. Murieron tres compañeros. Él no estaba en el lugar y mientras caían las bombas, empezó a correr y terminó tirado en medio de la explanada del cuartel tapado por un montón de mampostería. “Fue el momento en que estuve más cerca de la muerte”.

LOS HALCONES

“No pensaba que iba a combatir, sino a morir”, reveló con tranquilidad el entonces capitán Pablo Carballo, jefe de Escuadrilla del Grupo 5 de Caza. Sabía con quién se enfrentaría con un avión obsoleto, el A4C Skyhawk. La diferencia  enemigos. “Desde que uno sabía que le tocaba una misión y se levantaba para cumplirla, sentía realmente pánico. Después, en vuelo, desaparecía por completo gracias al entrenamiento. Además, había muchas cosas para hacer dentro de la carlinga”. Aquí, puso el acento en las motivaciones. “Teníamos ganas de salir y nos sentíamos felices de combatir por una causa. Ese era el convencimiento de todos, lo que nos movía”, sostuvo en 1986. En septiembre de 2009, lo volvimos a entrevistar. Más reflexivo y con un convencimiento casi religioso, reafirmó aquellos dichos de cuatro años después de la batalla. “Fui con la tremenda tranquilidad de saber que estaba defendiendo ese territorio que nos quitaron por la fuerza, a recuperarlo después de 150 años de aguantar la soberbia inglesa, que directamente nos ignoraba”. Sobre atacar a otro ser humano, enfatizó que “es tremendo, un peso muy grande, pero al mismo tiempo no me cabía duda de que debía hacerlo. No deseo nunca más entrar en combate, pero si mi patria me necesita, no voy a dudar en estar ahí de nuevo”.

El 30 de abril, el vicecomodoro Gustavo Piuma Justo estaba en Tandil. El 1º de mayo viajó al sur y el 21, cayó derribado sobre la isla Gran Malvina. Contó lo que ocurrió ese día del desembarco inglés. Cercano a la desembocadura del estrecho San Carlos, entró en combate con los Harrier. Luego de cuatro o cinco evoluciones, vio cómo derribaban a un compañero y notó que no le alcanzaba el combustible para regresar. “Estaba decidido a pelear hasta las últimas consecuencias, incluso a chocar al aparato enemigo, no como un kamikaze sino porque me daría la oportunidad de tirar y escapar. Le disparé cuando lo tuve en la mira y no sé si por la ansiedad o por los nervios, no le acerté. Miré la munición que me quedaba y sentí una tremenda explosión. Otro inglés, en mi cola, al que no había visto a pesar de que uno se la pasaba mirando para todos lados, me acertó con un misil side-winder”. Pensó que se moría. “Volaba a excesiva velocidad, casi 800 km por hora, estaba a muy baja altura y metido en un valle con un cerro a la derecha”. La máquina casi no respondía. Pasaron décimas de segundos. “Sentí calor y que me estaba quemando; pensé en eyectarme fuera de los límites permitidos. No tenía otra opción”. El impacto con el aire lo desmayó. Despertó en el suelo, con las manos cruzadas y mirando al sol. Ahí comenzó una odisea hasta que fue rescatado con fractura de dos vértebras lumbares, esguince de tobillo, pérdida de la visión del ojo izquierdo y traumatismo de tórax. “Pensé que iba a morir. Empecé a rezar. Un graznido de avutardas me hizo saber que estaba en tierra. Abajo, mi avión en llamas. Me arrastré hasta un arroyo y tomé mucha agua, muy malherido. Inflé el bote salvavidas, metí todo el equipo de supervivencia y, como a un kilómetro, en una elevación, vi un refugio. Era la posibilidad de seguir vivo. Quise arrastrar el bulto y no pude por el dolor. Entonces, metí todo en el paracaídas y, como un carrito, lo tomé de sus tientos y empecé a llevarlo como pude. Seguí rezando. Caí y me desmayé un montón de veces. Había recorrido unos 400 metros. Se hizo de noche y empezó a llover. A las cuatro de la mañana amaneció y continué la marcha como pude. Luego de un tremendo esfuerzo, alcancé la tapera. Eran las doce. Me tiré sobre una parva de lana y dormí profundamente. Me había salvado. Más tarde, pude llegar a Puerto Argentino”.

PALOMO MOTORIZADO

Andaba de un lado para el otro con su moto. Como estafeta del brigadier Luis Castellano, comandante del Componente Aéreo Malvinas, el cabo 1º oficinista, Adrián Caserta, parecía una paloma mensajera llevando avisos por toda la isla. De ahí, el apodo. Sin embargo, también tuvo que combatir. Algo para lo que no estaba mentalmente  preparado: la posibilidad de matar a un igual. “Muchas cosas me pasaban por la cabeza. Una, pensar que a ese hombre lo habían mandado como a mí a pelear. En ese instante, era mi vida o la de él y no tenía en cuenta las consecuencias, porque si lo hacía, no disparaba un solo tiro”. Entre sus recuerdos, atesoraba el valor espiritual de las cartas que recibían de alumnos desde el continente. “Fue uno de los factores más importantes para levantar el espíritu de los soldados lejos de sus hogares y que no tenían a quién confiarle sus ansiedades y temores. Hasta garabatos de chicos de dos años tuvieron un valor inestimable”.

CABRAL EN EL MAR

El veterano navío, sobreviviente del ataque japonés a Pearl Harbor, estaba vencido. Completamente escorado, el crucero ARA General Belgrano se resistía a irse a pique. No sucumbió hasta que el último de sus sobrevivientes estuvo en las balsas color naranja. En la proa destrozada, el comandante, capitán de navío Héctor Bonzo, veía cómo sus hombres lograban lo imposible: salir de ese infierno desatado por el impacto de dos torpedos disparados desde el submarino atómico Conqueror. La escora ya era de 40º. Una banda estaba bajo el agua y lo que quedaba de la cubierta estaba totalmente impregnada de petróleo. Bonzo iba de una punta a la otra. Se agarraba de donde podía, tratando de escuchar algún grito o un pedido de ayuda. Pensó que estaba solo. De pronto, una voz detrás de sí le dijo: “¡Venga, señor, vamos…!”. Al darse vuelta, encontró al suboficial 2º artillero, Ramón Barrionuevo, quien con resolución agregó: “¡Hasta que usted no se tire al agua yo no lo hago!”. Así fue. “No sé que pensó en su fuero íntimo, pero hizo todo lo posible para acompañarme en el último instante. Por eso digo que también en el Belgrano hubo un sargento Cabral”, explicó después. Pero la pregunta que más de uno le quiso hacer fue si en su fuero íntimo no pensó en inmolarse con el barco. La contestó sin dudar. “No tuve conscientemente en cuenta esa posibilidad. Morir o no en ese momento daba exactamente lo mismo. Mi único deseo era ayudar a mis tripulantes a abandonar la nave. Si me iba a salvar o no, el destino o Dios me lo iban a decir”, contestó durante la entrevista que nos concedió hace más de dos décadas y media. Murió a los 76 años, el 22 de abril de 2009.