Enfrascados en una permanente confrontación, los argentinos estamos cada vez más lejos de la competencia y la rivalidad respetuosas del juego democrático.
Un tradicional cliché en las conversaciones más o menos superficiales de cada mesa de amigos y familiares en la Argentina es referirse a la máxima del teniente general Perón acerca de que “para un argentino, no hay nada mejor que otro argentino”. Una frase dicha por quien fue el líder político más influyente del siglo XX, con proyecciones en esta misma centuria, al punto de que son pocos los que dudan del fuerte arraigo del peronismo en la cultura política argentina. Aun los que no se definen como peronistas, saben perfectamente que esa premisa está destinada a luchar contra una realidad históricamente contrapuesta a la misma. La tardía organización nacional, las facciones unitarias y federales, la presencia de fuerzas extranjeras aliadas con fuerzas federales disidentes para derrocar a Rosas, la puja para dotarnos de una capital federal, tendrán luego capítulos entre conservadores versus radicales y peronistas versus antiperonistas.
En las últimas décadas, estas pujas ya no suelen escalar a violencia masiva y organizada, pero no dejan de existir espasmos o conductas que nos retrotraen cíclicamente a la lógica de enemistad manifiesta entre nosotros mismos. Desde fines de la década del 80 tenemos lo que podríamos llamar “fascinación por el precipicio” o “incendio fundacional”. O sea, la idea de un caos derivado de saqueos, disturbios, corridas cambiarias, estampidas inflacionarias (1989-1990) o corrosivas deflaciones (1998-2001) que tumben -palabra andina que se ha incorporado llamativamente en las últimas décadas al vocabulario argentino y al de la Ciencia Política del día a día- gobiernos, y que permitan y faciliten el acceso de otros. Se podrá decir que estas situaciones muchas veces tienen lógicas y procesos estructurales, y que trascienden al ciudadano promedio. Eso suele ser así, pero tampoco se debe desconocer el “agrado”, en sectores no minoritarios, que provocaron algunas de estas situaciones por demás traumáticas.
En la última década, hemos tenido nuevos capítulos de esa lógica facciosa. La revitalización y acentuación de los procesos por violaciones a los derechos humanos, valorados por amplios sectores de la sociedad -como demuestran encuestas de consultoras como Poliarquía-, se combina con fuertes críticas o “ninguneo” desde el poder a personajes claves del Juicio a las Juntas de 1985 y funcionarios políticos de ese período. Protagonistas todos de una época en la cual no se trataba de cazar leones en el zoológico, sino que era mucho más azarosa y riesgosa. Ni que decir de la innecesaria escalada “épica” que adquirió el conflicto del campo en el año 2008. Desde ya, las oposiciones no son ajenas a estas prácticas mezquinas con respecto a logros como el crecimiento económico, las renegociaciones de la deuda externa, la reducción del empleo, entre otras cosas. Si bien las lógicas facciosas y de suma cero, que van más allá de la lógica de competencia y rivalidad propia de una democracia, son siempre trabas a la estabilidad y al crecimiento sostenido y de largo plazo, en la era actual son aún más riesgosas. Nos referimos a un mundo signado por actores no estatales dotados de cuantiosos recursos económicos y políticos ligados al narcotráfico, terrorismo, contrabando, falsificaciones, depredación ecológica, explotación de personas. En este escenario, que solo tenderá a agudizarse en el tiempo, los Estados deben maximizar los patrones de coordinación y cooperación entre sus agencias y con sus pares de otros países. Las legislaciones y políticas deben contar con importantes consensos políticos y sociales para enfrentar el poder de las mafias, grupos extremistas y bandidos. Sin olvidar los crecientes desequilibrios militares con otros actores estatales. Un Estado o actores políticos que partan de la idea de que la situación ideal es potenciar las tensiones y conflictos entre instituciones, clases, sectores, no hacen más que debilitar a las fuerzas que propenden al orden en un mundo que tiende al desorden. Los réditos electorales y el dejarse llevar por la cultura política subyacente suele ser fácil y tentador, es solo para estadistas ir más allá de ello y comenzar a cambiarlo. Recién ahí la premisa de Perón será una descripción y no solo un cliché de ocasión.