Desde hace ya más de un lustro, los análisis sobre el panorama político regional tendieron a hacer una divisoria de aguas clara entre un conjunto de países radical-populistas o bolivarianos, como Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua, y otro de democracias liberales, como Brasil, Colombia, Chile, Uruguay y Perú. Y un tercer monobloque, más cercano al primer grupo, de la Argentina de Kirchner.

La decisión de la Corte Constitucional de Colombia de no dar vía libre a la re-reelección de Álvaro Uribe despejó el camino para que su ministro estrella, Juan Manuel Santos, por sus logros desde 2008 en la lucha contra las FARC, se erigiera en candidato a presidente. Ello tendió a reforzar los análisis sobre una acentuación más aguda entre los bloques antes citados. Santos era visto por muchos -incluyéndome- como ubicado más a la derecha y con menor pragmatismo que Uribe. No obstante, desde el mismo momento de su victoria y, más aún, en los primeros meses de gobierno, este multifacético ex cadete de la Escuela Naval y ministro en varios puestos en tres diferentes gobiernos, no dudó en imprimir un sello personal a la política interna y externa de Colombia.

En el primer caso, estableció canales de diálogo con sectores liberales que habían tenido fuertes choques políticos y hasta judiciales con Uribe. Asimismo, convocó a ir un paso más allá de la estrategia de la seguridad democrática postulada por su antecesor desde 2002 y poner más énfasis en medidas socioeconómicas y de reformas institucionales que le dieran un marco sustentable a la seguridad ciudadana en Colombia. Asimismo, aclaró que el enfrentamiento con las FARC no debe ser necesariamente un juego de blanco o negro, sino o matar o morir. Recordó que hay espacio para la negociación, siempre aclarando que el único final posible de esas conversaciones era la desmovilización y entrega de armamento y rehenes.

En materia de política exterior, Santos pasó de ser más duro que Uribe en sus referencias a Hugo Chávez a abrir un canal de diálogo político, económico y de seguridad con Venezuela. Cabe recordar que, pese a que muchos lo olvidan (o lo quieren olvidar), el propio Uribe tuvo una relación pragmática y constructiva con Chávez entre 2002 y noviembre de 2007. Proceso que tuvo su coronación con la convocatoria del mandatario colombiano a su par bolivariano para que fuera facilitador del dialogo entre Bogotá y las FARC por la cuestión de los rehenes. Ello se quebró a fines de 2007 y el deterioro de la relación de Colombia con Venezuela, y luego con Ecuador y Nicaragua, no cesó hasta fines de 2010. La recomposición de la estratégica relación comercial con Venezuela tuvo también contrapartidas en la entrega de guerrilleros colombianos de rango medio por parte de Caracas y la “vital” decisión de Santos de no extraditar a los EEUU a Walid Makled, un venezolano supuestamente muy informado sobre manejos de recursos económicos del régimen chavista y diplomacias económicas paralelas, que fue capturado en Colombia el 19 de agosto pasado con la ayuda de la DEA. La Justicia de los EEUU reclamaba a este individuo por cargos de tráficos de drogas y otros negocios ilícitos. No obstante, Colombia lo extraditaría a Venezuela solo dentro de dos o tres meses. Todo ello, al mismo tiempo que las relaciones diplomáticas entre Washington y Caracas se deterioran cada vez más. No así, el incólume vínculo petrolero que une a estos enemigos interdependientes.

A su vez, la administración Santos no dudó en repudiar la rebelión policial en Ecuador y ponderar la necesidad de reforzar la integración regional liderada por Brasil, vis a vis la reticencia de los EEUU de aprobar la zona de libre comercio con Colombia. Por último, pero no menos importante, su gobierno decidió que no tiene apuro en enviar al Congreso la iniciativa de viabilizar el uso por parte de los EEUU de siete bases en Colombia. A fines de 2010, la poderosa e independiente Corte Constitucional anuló el acuerdo anunciado por Uribe a mediados de 2009 y ordenó su tratamiento parlamentario. Como se ve, Santos entendió una de las premisas básicas de los estadistas: la política exterior no es el terreno básicamente de los gestos, palabras y grandilocuencias, sino el complejo y riesgoso escenario para mejorar la seguridad y calidad de vida del Estado. Un escenario no amoral, pero donde rige la “ética de la responsabilidad” por sobre la “ética de la convicción” o, para decirlo en porteño, el chamuyo.