Toty Flores, obrero metalúrgico, líder del Movimiento de Trabajadores Desocupados de La Matanza y fundador de la Cooperativa La Juanita, es un ejemplo indiscutible de superación y compromiso. Conversamos con él sobre su larga trayectoria en el campo político y social. Una entrevista de Susana Rigoz.
Toty Flores nació en 1953 en San José de Feliciano, provincia de Entre Ríos. Padre de cuatro hijos, tiene siete nietos y cuatro bisnietos. Obrero metalúrgico, de especialidad tornero, quedó desocupado en 1991. Con el dinero de la indemnización, compró una máquina de coser para empezar a armar con su familia un taller de marroquinería. Como sus excompañeros de fábrica seguían sin empleo y sin posibilidad de iniciar un proyecto propio, empezó a acompañarlos en los piquetes. “Siempre digo que ingresé al movimiento de desocupados cuando más trabajo tenía”, bromea Toty. Acostumbrado a un sueldo fijo, no le resultaba sencillo ir a negociar por su cuenta, pero llevó adelante esta nueva actividad hasta que la empresa para la que trabajaba quebró. La situación se volvía cada vez más compleja. “Todo daba a entender que en la Argentina había cambiado la modalidad de empleo. Era muy difícil para los que superábamos los 40 años lograr un trabajo y, más aún, para una persona como yo, que había perdido algunos dedos de una mano”.
En 1996, fue uno de los iniciadores del Movimiento de Trabajadores Desocupados del partido de La Matanza, el distrito más grande y más poblado del conurbano, organización que se diferenció de otras agrupaciones similares por su rechazo a los subsidios por considerarlos asistencialistas. Buscando paliar la crisis, comenzaron algunos emprendimientos productivos y en 2001 nació la Cooperativa La Juanita, de la que Toty Flores fue uno de los fundadores. A partir de entonces, se sucedieron distintos programas que modificaron sustancialmente la vida del barrio: una panadería, talleres de costura y marroquinería, reparación de computadoras, un call center, un jardín de infantes y hasta una exitosa gestión para lograr el establecimiento de una sucursal bancaria son algunos de los sueños concretados de la mano de todos. En 2007, Flores fue elegido diputado nacional por la Coalición Cívica ARI, cargo que desempeñó hasta 2011, y cuatro años después, en las primarias de 2015, fue candidato a vicepresidente en la fórmula encabezada por Elisa Carrió. En la actualidad, se desempeña como secretario de Desarrollo Productivo, Emprendimiento, Economía Social y Empleo de la Municipalidad de Mar del Plata.
CAMINO A LA RECONSTRUCCIÓN
-¿Cuándo surgió la idea de formar una cooperativa?
-Fue en 2001, éramos un grupo de 20 compañeros que comenzamos a trabajar juntos –como siempre lo habíamos hecho en la fábrica– buscando armar algo propio y encontramos en la forma de la cooperativa una manera de encarar nuestra reconstrucción. A partir de este proyecto, decidimos abrir el “Centro para la Educación y Formación de Cultura Comunitaria”. Habíamos trabajado toda la vida; en mi caso, era tornero, pero había aprendido el oficio mirando a otros, no tenía conocimiento técnico y no queríamos eso para nuestros hijos. El centro tuvo por objetivo alcanzar cierta formación profesional y también desarrollar la cultura de la solidaridad.
-La Cooperativa “La Juanita” comenzó funcionando en una escuela abandonada. ¿Cómo accedieron a este predio?
-Encontramos una escuela privada abandonada que, junto a una casa, eran los únicos edificios de la manzana. Este es un barrio loteado, con asentamientos y gente en situación de extrema pobreza. En 2001, cuando empezaron los saqueos, se llevaron todo lo que quedaba en el establecimiento. Nosotros logramos un acuerdo con los dueños e hicimos un comodato de uso para preservar el lugar, que se había convertido en un aguantadero. Por esta razón, y aunque nadie creía en los proyectos de un grupo de desocupados, tuvimos el apoyo de los vecinos. Un año después, el Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos compró el predio y seguimos adelante hasta que en 2004 logramos abrir el jardín de infantes, que continúa funcionando y esperamos que sea el inicio de un emprendimiento mayor.
-¿Cuáles fueron los primeros proyectos que pudieron llevar a cabo?
-El taller de costura y la panadería, además de cualquier changa que nos propusieran. De a poco fuimos creciendo, hasta que la Fundación Alvarado contribuyó con la reconstrucción, recaudó fondos y nos donó alrededor de tres millones de pesos, dinero que nos permitió reconstruir totalmente la escuela. Todo lo que logramos fue gracias a la solidaridad de la gente y la contribución de algunas organizaciones. Hoy, sin ningún aporte del Estado, tenemos más de 100 alumnos y trabajan ocho maestras. Queremos hacer realidad la idea de tener “la mejor escuela en los peores barrios”. En lo personal, dejé mi emprendimiento y trabajé en todo lo que iba surgiendo en la cooperativa: costura, panadería, estampado de tela, etc.
2004, AÑO CLAVE
-¿Cuándo empezaron a proyectarse con más fuerza los proyectos productivos?
-En la búsqueda de reinserción laboral, siempre analizábamos la situación en la que nos encontrábamos y nos dimos cuenta de que la crisis había dejado dos fenómenos sociales: la aparición de los excluidos sociales, por un lado, y por otro, lo que nosotros denominamos “excluidos morales”, aquellos a quienes les iba bien en la vida pero estaban descontentos en un país donde la gente no tenía para comer. Entonces, se nos ocurrió que eran dos sectores que debían juntarse para construir la Argentina del futuro, un país donde los valores humanos fueran más importantes que los negocios o la política. En ese camino, encontramos a mucha gente que nos ayudó. Fue una época en la que proliferaban las asambleas populares y nos visitaban profesionales, artistas y hasta sociólogos que venían a estudiar a este grupo de desocupados que no quería planes sociales por considerar que iban en contra de su libertad y, pese a ello, sobrevivía.
-¿Cuál fue el momento más importante en esa búsqueda de “excluidos morales”?
-Cuando conocimos al diseñador Martín Churba. Aunque pasaron más de diez años, recuerdo ese día como si fuera hoy. Fuimos a verlo a Posadas y Rodríguez Peña, en el barrio de la Recoleta (imagínese a nosotros, llegando desde Laferrere con todos los prejuicios a cuestas). Él nos recibió como si fuéramos de su ambiente, se interesó por nuestro trabajo y nos pidió que le contáramos cómo habíamos vivido desde 2001. Casi al final de la charla, nos dijo: “Yo vivo de mi creatividad y ustedes para sobrevivir son muy creativos. Si me dan su confianza y hacen cosas creativas conmigo, yo les enseño cómo hacer negocios”. No podíamos creerlo. Ese fue el inicio de un programa que se llamó “Pongamos el trabajo de moda” –llevado adelante con Poder Ciudadano, que era el nexo, y otras fundaciones–, que consistía en la confección de guardapolvos.
-¿Cómo fue la experiencia del trabajo conjunto entre el taller textil cooperativo y Martín Churba?
-Fue un gran aprendizaje. Comenzó en el marco de la Semana de la Moda de 2004. La propuesta inicial fue que confeccionáramos 300 delantales, 200 para vender y 100 para regalar a la gente de la muestra. Los guardapolvos tenían la particularidad de estar estampados con papeles reciclados de los diseños de Churba, donde se contaba la historia de la cooperativa. ¿Se imagina nuestra reacción? ¿No teníamos nada e íbamos a regalar 100 guardapolvos? En ese momento, empezamos a a aprender el valor de la publicidad y la importancia de los símbolos, como por ejemplo que cuando una persona se ponía un delantal de algún modo se estaba poniendo el proyecto al hombro.
-¿Qué más les dejó esta experiencia?
-Aprendimos qué significa el valor agregado. La historia fue así: Martín nos preguntó a cuánto queríamos vender los guardapolvos. Como en el mercado estaban a 18 pesos, yo dije 25. Me contestaron que estaba loco, que como mínimo teníamos que venderlos a 100. Y entonces apareció otra vez el prejuicio, que es el principal enemigo de la integración. Pensé: “Este no los quiere vender. ¿Cómo va a pedir 100 pesos?”. Finalmente, nos pusimos de acuerdo en la mitad, 50. Resultó ser que en la muestra, al hacer la promoción, muchos rechazaban el vuelto para colaborar con la cooperativa. Por eso le decía que aprendí acerca del valor agregado, que no hay un solo mercado; además, que hay que trabajar para superar los prejuicios, uno de los problemas más serios para quienes quieren llevar adelante un camino como el nuestro.
-¿Cómo continuó el proyecto?
-Con la exportación de guardapolvos a Japón. Nos pagaban 20 pesos por la confección, 10 más de lo que cobrábamos nosotros. Sin embargo, aparecían amigos que nos preguntaban: ¿A cuánto lo venderá Churba en Japón? ¿Por qué no piden más? Siempre sobrevolaba la idea de que nos estaban estafando. Por eso, insisto en que aprendimos mucho en esta etapa. Si la otra persona gana, ¿por qué no pensar que lo está haciendo bien? ¿Cuál es el problema de que los dos nos beneficiemos? El vínculo con Martín nos dio mucha visibilidad y sigue desde entonces a través de distintos proyectos.
-Volviendo a la escuela, ¿con qué fondos sostienen el jardín de infantes?
-En un comienzo, pensamos que podríamos mantenerlo con los emprendimientos, pero pronto nos dimos cuenta de que eran trabajos de subsistencia. Entonces surgió la idea del padrinazgo, que permite costear los gastos de cada niño. Nuestro objetivo es que los chicos puedan conocer otras realidades porque es muy difícil pedirle al pobre que salga de la pobreza, si no conoce otra cosa. Ese era uno de los roles de la escuela pública, que, en la actualidad, se convirtió en un gueto al que asiste el chico que no tiene otra opción. También asumimos el desafío pedagógico de construir valores, porque no queremos trasmitir la cultura de la marginalidad, creemos que el niño debe saber qué está bien y qué no, al menos desde el punto de vista de la institución.
-¿Podemos decir que la escuela es el alma de “La Juanita”?
-Sin dudas. Los emprendimientos productivos van y vienen pero la escuela para nuestros niños es algo que jamás hubiéramos soñado y estamos a punto de alcanzar. Si logramos habilitarla y empezar con la primaria, cualquiera de nosotros va a sentir que está hecho. Si me preguntara qué hice de importante en la vida, le diría el haber construido y sido parte del Movimiento de Desocupados y la escuela.
RECUPERAR LA DIGNIDAD
-¿Qué es ser desocupado?
-Es ser nada, perder toda identidad. Cuando llegué a Buenos Aires a los 18 años, era una época de pleno empleo. Empecé a trabajar en una gráfica porque conocía el oficio de tipógrafo, pero elegí entrar en el gremio metalúrgico por su importancia. Le cuento una anécdota para que se entienda. Trabajé en varios lugares, viví en una villa muy pobre en San Martín y después en Isidro Casanova. A fines de los 70, entré a lo que hoy es Acindar. El almacenero del barrio continuamente me decía que, si andaba corto de dinero, no había problema en sacar fiado. Recordando que en alguna ocasión me lo había negado, le pregunté por qué y él contestó que como trabajaba en Acindar, estaba seguro de que le iba a pagar.
-¿Se construye una identidad alrededor del trabajo?
-Por supuesto, por eso cuando una persona queda desocupada pierde todo, incluso para su familia. Ante esta situación, el más indefenso es el que más ha trabajado, mientras que quien viene de una cultura marginal se las rebusca mejor. Uno siente que empieza a ser nada, hacia afuera y hacia adentro. Tuve compañeros que, al quedar desocupados, seguían saliendo a las seis de la mañana para que los vecinos no supieran que habían perdido el empleo.
-¿Cómo tomaron la decisión de rechazar los planes sociales?
-Fue una actitud de rebeldía. Creo que, en algún momento, la dignidad sale a flote. Sentíamos que los planes eran una especie de trampa para no darnos más trabajo y no era lo que queríamos. Esta decisión nos dividió y muchos se alejaron, en tanto que las grandes organizaciones iban creciendo, acompañadas de los subsidios. Mientras el poder político usaba esa herramienta para tener más poder, nosotros buscábamos trabajo. Eramos un núcleo de 50 compañeros permanentes, número que aumentaba cuando había un problema específico. Este esquema se mantuvo mucho tiempo y nos enseñó que esos núcleos son los sostenedores de los proyectos.
-¿Tuvieron el apoyo de las familias en ese momento?
-Los que sostuvimos esa postura pudimos hacerlo porque la familia lo comprendió, y creo que los que tomaron otro camino lo hicieron muchas veces por presiones internas. Aunque nos costó entender que no se trataba solo de la decisión personal de cada compañero sino de todo su grupo familiar, con el tiempo nos dimos cuenta de que no debíamos confrontar con quienes habían elegido la opción de los planes, porque en el estado de necesidad cada uno resuelve lo que considera mejor.
-¿Nunca se replantearon esa decisión?
-Muchas veces, sobre todo en 2001. Incluso una vez fuimos al municipio y, como nos consideraban rebeldes, nos tuvieron horas esperando y decidimos no pedir nada. Por otra parte, le habíamos empezado a tomar el gustito a que nos tuvieran en cuenta porque mucha gente se interesaba por nuestro movimiento. Nuestro compromiso ya no era solo con nosotros mismos, sino también con la familia y con muchas otras personas.
-Quince años después, ¿continúa pensando como en ese momento?
-No tengo dudas de que el plan social es una herramienta de dominación de los pobres y no una solución a la pobreza. Su peor consecuencia es la pérdida de la libertad.
-¿Cómo se recupera la cultura del trabajo?
-Todas estas experiencias me llevaron a una profunda reflexión. Antes estaba convencido de que los cambios culturales se producen de abajo hacia arriba, de que es la gente la que los genera. La desocupación me probó que estos cambios se pueden producir desde las políticas de Estado. Que la gente tome planes sociales fue una política clientelar de todo un sistema, una metodología basada en el intercambio: te doy para que vos me des. Esto llevó a un quiebre en la cultura del trabajo de los sectores más pobres. Hay jóvenes que no conocen a sus padres trabajando y creen que es obligación del Estado mantenerlos.
-¿Cree que existe una especie de Estado dependencia?
-Hay una cultura de la sobrevivencia en la que el Estado es el único garante y los pobres creen que no pueden vivir mejor. Esta falta de esperanza se visualiza con claridad en los asentamientos. En los 70, las villas estaban conformadas por casillas de madera porque, además de ser baratas, la gente pensaba en llevárselas cuando pudiera comprar un lote. Hoy, cuando uno ve en los asentamientos estructuras de hormigón, se da cuenta de que esa familia no tiene la expectativa de irse.
-Con su experiencia, ¿considera posible cambiar esta realidad?
-Creo que, por un lado, debería cambiar la mirada de la sociedad, que no ve al pobre como un ser humano capaz de salir de esa situación. Por otro, considero que es indispensable la intervención del Estado en los barrios para brindar servicios –correos, salita de primeros auxilios, jardín de infantes, etc.– que mejoren la calidad de vida. ¿Sabe por qué? Para crear niños sin resentimientos, porque cuando la gente se aísla forma guetos y cree que ese es el único mundo posible, en tanto que cuando alguien empieza a pensar que puede tener aspiraciones, todo cambia.