La inesperada expansión del Estado Islámico en Irak y Siria y la proclamación del Califato, en junio de 2014, reconfiguran el mapa político de Medio Oriente. ¿Cuáles son los desafíos que plantea este grupo salafista que ha sabido aprovechar el caos reinante y ha sido capaz de explotar a su favor las diferencias sectarias y religiosas?

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El surgimiento y la consolidación del Estado Islámico, previamente conocido como Estado Islámico en Irak y Siria (ISIS) o en Irak y el Levante (ISIL), no es un capricho de la historia. Este movimiento extremista ha sabido moverse como pez en el agua y ha sacado provecho de la inestabilidad de esos dos países. En el primero de ellos, la invasión estadounidense y la caída del régimen de Saddam Hussein en 2003 desató una ola de violencia entre sunitas y chiitas luego de que estos últimos se hicieran con el control de las principales instituciones del Estado central. En Siria todo comenzó con el estallido de la guerra civil en 2011, que terminó convirtiéndose en un caldo de cultivo ideal para la expansión del yihadismo.

“Si bien en teoría todos los salafistas realizan una interpretación literal de las escrituras basada en el ejemplo del Profeta y sus compañeros, algunos tienen un conocimiento puramente superficial y carecen de una genuina visión ideológica; otros buscan reemplazar a los regímenes laicos con formas de gobierno islámicas; y una tercera tendencia adopta el concepto de yihad global por Al-Qaeda”, explicaba el International Crisis Group en un trabajo publicado en octubre de 2012. “El salafismo ofrece respuestas que otros no pueden brindar. Ellas incluyen una forma accesible y directa de legitimidad y motivación, en un momento de sufrimiento y confusión; una manera simple y rápida de definir como enemigo al régimen no musulmán, apóstata; y el acceso a fuentes de financiamiento y de armas”.

La explotación de la violencia y el sectarismo

¿Cuál es el contexto en el que se produjo la irrupción del Estado Islámico? Según señalaba el investigador Andrés Ortega, en un artículo publicado en el blog del Real Instituto Elcano en octubre de 2014, se trata de “un movimiento que ha surgido en pleno conflicto sectario, que vive del sunismo despreciado y castigado en el nuevo Irak y en rebelión en Siria, frente a los chiitas. Es asimismo expansivo, pues no se limita a un territorio en la antigua Mesopotamia sino que aspira a estar presente, como califato, como Estado, en Libia y otros lugares, y se ha convertido en polo de atracción para los yihadistas de todo el mundo”. “El principal objetivo del Estado Islámico no es solo restablecer un califato regido por la sharía, sino también imponer su disparatada interpretación del Islam, basada en una lectura extrema del wahabismo”, indicaba, por su parte, Ignacio Álvarez-Ossorio, profesor de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad de Alicante, en una columna publicada en el diario El País de Madrid en agosto pasado. Allí hacía referencia a las alternativas que ofrece este grupo de fanáticos a quienes profesan otras religiones en los territorios ocupados por ellos: “A los cristianos se les ofrece elegir entre el pago de un impuesto de capitación, la conversión al Islam o la expulsión. Otras religiones minoritarias como el yazidismo han corrido todavía peor suerte al no ser consideradas religiones monoteístas reveladas, por lo que deben ser, simple y llanamente, erradicadas de la faz de la Tierra”.

En ese camino, no ahorran sangre ni barbarie. Desde el 29 de junio de 2014, día en que su líder Abu Bakr al-Baghdadi fue proclamado en Mosul como “el emir y califa de todos los musulmanes”, han sido ejecutadas extrajudicialmente al menos unas 2000 personas, siguiendo los datos proporcionados por el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH). Por su parte, Amnistía Internacional denunció en septiembre del año pasado “una campaña sistemática de limpieza étnica en el norte de Irak” y “crímenes de guerra, incluidas ejecuciones sumarias y secuestros masivos, contra minorías étnicas y religiosas”. Entre los blancos de estas atrocidades, se encontraban las poblaciones cristianas, los yazidíes seguidores de un culto zoroástrico preislámico, y los turcomanos, que pertenecen a la rama chiita del Islam. “Enteras comunidades fueron abandonadas, desprotegidas y libradas a su suerte frente a los ataques del Estado Islámico, luego de que el ejército y las fuerzas de seguridad iraquíes, dominadas por los chiitas, huyeran de la zona en junio”, informaba Amnistía Internacional. La mayor humillación la sufrieron las mujeres y las niñas, sometidas a abusos y violaciones, matrimonios forzados o incluso vendidas como esclavas sexuales.

El incesante flujo de combatientes extranjeros

¿Quiénes nutren las filas del Estado Islámico? “Entre sus integrantes se cuentan, además de muyaidines iraquíes y sirios, combatientes extranjeros, 3000 ciudadanos de países occidentales, entre ellos el Reino Unido, Bélgica, los Países Bajos, Alemania y Francia”, ilustra el experto en geopolítica de Medio Oriente, Omar Locatelli. Si nos limitamos únicamente a Siria, un informe presentado por The Souphan Group (TSG) en junio de 2014 da cuenta de la presencia en el territorio de unos “combatientes extranjeros” procedentes de al menos 81 países, la mayor parte de los cuales vienen del mundo árabe, pero también de EE. UU., Canadá, Australia y Nueva Zelanda, además de Europa. El Estado Islámico es, tal como sostiene el autor de ese estudio Richard Barrett, “el grupo extremista que atrae la mayor cantidad de combatientes extranjeros”.

Las repercusiones no tardaron en llegar a Europa, que acaba de sufrir en carne propia la locura integrista en pleno corazón de París, con el atentado del pasado 7 de enero contra el semanario satírico Charlie Hebdo y la violenta toma de rehenes del día siguiente en un supermercado kosher de la misma ciudad, que se saldaron con un total de veinte muertos: los tres terroristas, doce periodistas y colaboradores de la revista y cuatro rehenes asesinados en el segundo ataque. En el caso de los hermanos Said y Chérif Kouachi, autores del primero de estos hechos y muertos en un enfrentamiento posterior con la policía, habían realizado recientemente un viaje a Siria y era conocida su conversión a la causa yihadista. A su vez, filtraciones periodísticas de los diálogos mantenidos por Amedy Coulibaly, autor del asalto al supermercado kosher que también fue abatido por las fuerzas de seguridad francesas durante el operativo, demuestran que el terrorista justificaba su accionar como una respuesta a los ataques de la coalición internacional contra las posiciones del Estado Islámico.

Inmediatamente después de estos ataques, los ministros de Exteriores de la Unión Europea (UE) acordaron una serie de medidas para prevenir el flujo de ciudadanos comunitarios hacia países ubicados en zonas de conflicto y detectar el retorno de combatientes yihadistas al Viejo Continente. Entre las propuestas barajadas, figura la creación de un registro común de datos de pasajeros aéreos –Passenger Name Record (PNR)–, que deberá ser sometida al voto de la Eurocámara en Estrasburgo. La propuesta de la Comisión Europea es que las compañías aerocomerciales transfieran los datos sobre vuelos internacionales, con salida o destino en la UE, a una unidad específica del Estado miembro que correspondan, tanto al abordar como al regresar del viaje. La información, utilizable únicamente a efectos de combatir delitos graves y de terrorismo, solo podría ser almacenada durante un mes, aunque los datos se reservarían en forma anónima por cinco años con la posibilidad de recuperar la identidad de los pasajeros en caso de estricta necesidad y bajo condiciones muy rigurosas.

La reconfiguración del mapa político regional

La amenaza representada por el Estado Islámico “no se materializó súbitamente en Irak en diciembre de 2013”, expresa el analista Anthony H. Cordesman, en un informe del Center for Strategic and International Studies (CSIS) de julio de 2014. “Durante años, el grupo supo explotar las crecientes divisiones sectarias entre sunitas y chiitas y su deriva hacia una guerra civil”. Este experto responsabiliza por igual a los gobiernos del expremier iraquí Nouri Al-Maliki y del presidente sirio Bashar Al-Assad por el deterioro de la situación en sus respectivos países. Respecto de Maliki, quien estuvo al frente del gobierno en Bagdad desde abril de 2006 hasta agosto de 2014, destaca que “sus acciones para cimentar su propia estructura de poder alrededor de un Estado dominado por los chiitas y sus estrechos lazos con Irán provocaron la desafección de los sunitas y exacerbaron las tensiones”, creando “las condiciones para una nueva ronda de combates entre sunitas y chiitas desde 2012 hasta el presente”. También atribuye al exprimer ministro la responsabilidad por el enfrentamiento entre el gobierno central y los kurdos del norte del país.

En cuanto a la situación en Siria, Cordesman recuerda que aun antes del surgimiento del Estado Islámico como un actor relevante de ese conflicto, “la guerra civil iniciada en 2011 ya había dividido efectivamente al país entre una facción liderada por los alauitas de Assad en el oeste y centro del territorio, y una mezcla de más de 70 facciones dominantemente sunitas en el este, que incluían desde nacionalistas moderados hasta extremistas islámicos sunitas”. Al referirse a la utilización de Siria como cabecera de playa por parte de los yihadistas, admite que “no está claro cuánto podrá durar esta combinación de enfrentamientos del régimen [de Assad] con los rebeldes y de los propios rebeldes entre sí, pero lo que sí está claro es que esto no solo provoca división dentro de Siria, sino que ha dado al ISIS/ISIL una base estratégica en su avance hacia Irak”. También alude al papel desempeñado por el grupo libanés Hezbollah –organización política y armada, representante de los intereses chiitas proiraníes– y al involucramiento de Rusia, ambos en apoyo de Assad.

Otro elemento desestabilizador en el tablero regional es, a juicio de este especialista, la espinosa cuestión de los refugiados y los desplazados que “ponen bajo una creciente presión económica y de seguridad al Líbano, Turquía, Jordania y los Estados árabes del Golfo”, además de “crear nuevas tensiones sectarias y étnicas en los Estados vecinos” y afectar la estabilidad de “poblaciones que constituyen un ámbito de reproducción natural del terrorismo y el extremismo”. El Líbano –que funcionó durante largos años como una suerte de protectorado de facto del régimen de Damasco– sigue siendo una caja de resonancia de todo lo que sucede en Siria y cuenta con una historia reciente de violencia interna; en tanto que Turquía debe lidiar con la irresuelta cuestión kurda en su propio territorio, y las monarquías del golfo Pérsico no están ajenas al peligro de acciones terroristas dentro de sus fronteras, particularmente en el caso de Arabia Saudita, que alberga La Meca y Medina, los dos lugares santos más venerados dentro del mundo musulmán.

Una estrategia para el nuevo “Gran Juego” en Medio Oriente

En este nuevo ajedrez geopolítico, desde la perspectiva de Anthony H. Cordesman, “Irak y Siria deberían ser vistos como un conjunto integrado de amenazas y oportunidades”. ¿Cuál debería ser el papel de EE. UU., que sigue la potencia hegemónica en un mundo que marcha hacia una multipolaridad? Este investigador plantea que Washington debería ayudar a crear en Irak –cuyo gobierno es conducido actualmente por el chiita moderado Haider Al-Abadi– un marco adecuado para el federalismo, pues una arquitectura constitucional de ese tipo impulsaría a los propios iraquíes a “garantizar el respeto de los derechos de las minorías, compartir las decisiones políticas y garantizar un acceso equitativo a los ingresos petroleros tanto para los chiitas como para los sunitas y los kurdos”.

En el caso del conflicto sirio, el especialista admite que “solo los más optimistas pueden creer que existan elementos rebeldes moderados con la fortaleza suficiente como para tomar el control del este del país o derrotar a Assad”. A su juicio, lo que debería seguir haciendo EE. UU. es “trabajar en conjunto con sus aliados árabes” y “asegurarse de que la guerra de desgaste permita mantener bajo una constante presión a Assad y a Irán, y demuestre que hay una clara alternativa al extremismo islamista”. Mientras tanto, sugiere seguir colaborando con las monarquías del Golfo y otros donantes internacionales para atender a los refugiados que huyen de la guerra y contribuir a la estabilidad de los países vecinos.

“Una estrategia de convivencia con los problemas nunca será tan popular como el intento de encontrar soluciones de corto plazo”, acepta Cordesman en las conclusiones de su interesantísimo estudio. Advierte, sin embargo, que la primera de esas opciones es la más realista y que EE. UU. deberá prepararse para “lidiar con múltiples crisis en Medio Oriente, por lo menos, durante la próxima década” y el resultado final requerirá de “paciencia y realismo estratégicos”.