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Turquía en su laberinto

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Con la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), Turquía se lanzó a una intensa actividad diplomática con el objetivo de recuperar su histórico papel como potencia regional. Sin embargo, la política de “cero conflictos con sus vecinos” se vio afectada por el estallido de la Primavera Árabe y la guerra en Siria.

Erdogan

“Una gran nación, un gran poder”. Ese era el subtítulo del documento “Objetivo 2023” que el Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), del entonces primer ministro y actual presidente Recep Tayyip Erdogan, publicó en 2012 con miras al centenario de la proclamación de la República. “Nuestra meta y nuestra misión es ubicar a Turquía entre los países que darán forma al nuevo sistema global”, afirmaba en su capítulo de política exterior, en el que hacía hincapié en los estándares democráticos y el desarrollo económico de Turquía como factores diferenciales para impulsar una agenda de “paz y estabilidad” en la región.

“Profundidad estratégica” y “neootomanismo”

Un concepto acuñado por Ahmet Davutoglu, el reconocido académico y diplomático que sentó las bases de la actual política exterior de Ankara, es el de “profundidad estratégica”. Desde su punto de vista, la privilegiada ubicación geográfica de su país debe ser aprovechada para proyectar su influencia sobre distintos tableros regionales simultáneamente. “Turquía debería garantizar su propia seguridad y estabilidad, adoptando un rol más activo y constructivo, de manera de proporcionar orden, estabilidad y seguridad a su entorno”, afirmaba en un trabajo publicado en 2007, cuando aún se desempeñaba como asesor de Erdogan, quien lo convocaría dos años más tarde para hacerse cargo del Ministerio de Asuntos Exteriores y posteriormente, en 2014, lo ungiría como primer ministro, cargo que mantuvo hasta mayo de 2016.

Si bien reniega del mote de “neootomano”, en los últimos años el AKP ha venido desarrollando una política de reconciliación con su legado islámico y de mayor influencia geopolítica en los países que hasta la Primera Guerra Mundial formaron parte del imperio turco. Según Micaela Finkielsztoyn, investigadora y magíster en Relaciones Internacionales, se trata de “redefinir la identidad de Turquía no ya como potencia europea o candidata a la Unión Europea, sino mirando hacia el Magreb, Asia Central y Medio Oriente, siempre aprovechando el concepto de país at the crossroads”. En ese sentido, esta especialista advierte: “La profundidad histórica y geográfica lleva a la necesidad de establecer alianzas múltiples, creando un balance de poder que, sin confrontar con ninguna potencia extrarregional –como la Unión Europea o EE. UU.–, permita a Turquía consolidar pacíficamente su área de influencia”.

La Primavera Árabe, una prueba de fuego

Las protestas callejeras contra los régimenes autocráticos del Magreb y Medio Oriente, iniciadas a fines de 2010 y comienzos de 2011, se convirtieron en una prueba de fuego para el AKP, que asumía en su programa “la inevitabilidad del cambio”, aunque matizaba que este debía desarrollarse “en forma pacífica, sin discriminaciones ni exclusiones”. Tal como advierte Micaela Finkielsztoyn en su trabajo Política exterior turca 2.0: un análisis post-Primavera Árabe, publicado en 2014 por el Instituto de Relaciones Internacionales (IRI) de la Universidad Nacional de La Plata (UNLP), “la Primavera Árabe ha puesto en evidencia las diferencias entre la dimensión normativa de la política exterior turca y la realpolitik que subyace, al generar divergencias y tensiones entre la orientación que normativamente esta debería tomar y la orientación que, debido a los intereses turcos en la región, se termina adoptando”.

Consultada por DEF, la profesora e investigadora de la Universidad de Lleida (España), Eimys Ortiz Hernández, recuerda que al comienzo de las revueltas “se instaba a los países del Magreb y del Mashreq a tomar en consideración el ejemplo turco”. El AKP fue el modelo de la formación islamista tunecina Ennahda, triunfadora de las elecciones para la Asamblea Constituyente de 2011, y en Egipto el gobierno de Erdogan no ocultó su respaldo a Mohamed Morsi y su partido Libertad y Justicia, ganador de los comicios de 2012. De hecho, las relaciones con El Cairo quedaron degradadas al nivel de encargados de negocios luego del golpe de Estado de julio de 2013 que derrocó y encarceló a Morsi.

“La radicalización de los eventos en Siria, Libia, Egipto e Irak –afirma Finkelsztoyn en su análisis– ha puesto importantes desafíos a una estrategia de inserción internacional, que procuraba no tener conflictos con los vecinos, sobre todo cuando estos provenían del mundo árabe. Sin embargo, dicha radicalización conlleva necesariamente una polarización, respecto de la cual Turquía tuvo que posicionarse”. En ese sentido, destaca: “El sostenimiento de un paradigma político particular, es decir, la manifestación partidaria del Islam político, a través de sus actores locales –en la mayoría de los casos, desprendimientos de los Hermanos Musulmanes– guarda una importante coherencia, tanto hacia el interior como hacia el exterior del país. En todos los episodios nacionales, Turquía se relacionó con aquellos actores más parecidos al AKP. Sin embargo, esta opción se realizó aun a costo de los propios pilares fundamentales de la política exterior turca: la profundidad estratégica y la lógica de ‘cero conflicto con los vecinos’”.

El conflicto en Siria y la cuestión kurda

En este contexto de convulsión regional, la crisis siria aparece como el mayor foco de preocupación de Ankara. “La enemistad de Erdogan con Al-Assad ha provocado cierta pérdida de peso de Turquía, lo cual contrasta con los primeros años de la Primavera Árabe”, señala Eimys Ortiz Hernández, quien de todos modos observa que Ankara aún ostenta “un papel crucial en la resolución del conflicto sirio”. Esta analista recuerda que, en un primer momento, las medidas contra el régimen de Damasco fueron económicas y se hicieron llamamientos para que abandonara el poder, al tiempo que Turquía apoyaba a las fracciones rebeldes moderadas. En diciembre de 2012, como jefe de la diplomacia turca, Davutoglu dio un paso más y reconoció a la Coalición Nacional para las Fuerzas de la Oposición y la Revolución Siria (CNFORS) como “representante legítimo del pueblo sirio”.

La propagación del conflicto a la propia frontera turca ha convertido esta crisis en una cuestión de “seguridad nacional” para Ankara, que ha blandido incluso el riesgo de una partición del país. Tal como explica en un reciente análisis Emad Y. Kaddorah, investigador del Arab Center for Research and Policy Studies (ACRPS), “la política exterior de Turquía se enfoca actualmente en un asunto clave: la creación de una zona de seguridad en el norte de Siria”. Ese objetivo comenzó a hacerse realidad en julio de 2015, cuando a cambio de la apertura a la OTAN de la base turca de Incirlik, Ankara obtuvo de EE. UU. la creación de esa “zona de seguridad” en un área de 98 kilómetros de largo y 40 kilómetros de ancho, entre las localidades sirias de Azaz y Jarabulus.

El autor enumera tres “objetivos urgentes” de Turquía: “la expulsión del Estado Islámico (EI) del norte de Siria; evitar que los kurdos de Siria tomen control de la ribera occidental del Éufrates; y detener el flujo de refugiados, garantizándoles condiciones adecuadas de seguridad y de vida dentro de Siria”. El segundo de estos puntos adquiere una importancia fundamental, ya que las Unidades de Protección Popular (YPG) kurdas han logrado en los últimos meses avances en su lucha contra el Estado Islámico en la frontera con Turquía, con el apoyo aéreo de las fuerzas de la coalición internacional. Turquía alega que detrás de las YPG estaría el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), con el que el gobierno de Erdogan rompió todo diálogo a mediados de 2015 y al que acusa de estar involucrado en un atentado terrorista en Ankara en febrero de este año.

La UE y un acercamiento por conveniencia

Así como Turquía busca neutralizar a las fuerzas que operan en su frontera con Siria, el mayor interés de la Unión Europea (UE) en la actualidad es detener el flujo de refugiados sirios que llegan al continente a través del territorio turco. “La crisis de los refugiados ha demostrado la incapacidad de los gobiernos europeos, así como de la UE a la hora de actuar: no existen los medios adecuados y las divergencias internas han agravado la cuestión”, asegura Ortiz Hernández, quien observa “una falta de estrategia y la adopción de decisiones sobre la marcha” por parte de los socios comunitarios.

El último acuerdo fue el que alcanzaron los jefes de Estado y de gobierno de la UE con el premier turco Davutoglu el pasado 7 de marzo. El principio que se selló en la última reunión de Bruselas fue la expulsión por parte de la UE de los migrantes irregulares que se trasladen desde territorio turco hacia las islas griegas. Por cada uno de esos refugiados que sean readmitidos por las autoridades turcas en su país, los miembros de la UE se comprometieron a reubicar en su propio territorio un ciudadano sirio que se encuentre en la misma condición. Además, la UE desembolsará 3000 millones de euros destinados a la atención de los refugiados en Turquía, eximirá a los ciudadanos turcos de la necesidad de visas para viajar a la UE desde junio próximo, y abrirá en el corto plazo cinco nuevos capítulos que deberían acelerar el proceso de adhesión de Turquía al bloque.

“Acudir a Turquía con un principio de acuerdo basado en el principio ‘dinero a cambio de control’ roza la ilegalidad internacional”, señala Ortiz Hernández, quien recordó los cuestionamientos del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que alertó sobre la posibilidad de que la devolución de los refugiados se realizase “sin las garantías de protección necesarias”. Por otra parte, esta experta en temas de integración añade que, más allá de que el acuerdo pudiera reanimar las relaciones euroturcas, “por ahora no parece acelerarse el proceso de adhesión a la UE, si asumimos la agenda del Consejo Europeo para los próximos 18 meses, durante el trío de presidencias holandesa, eslovaca y maltesa”.

Las tensiones con Rusia y la agenda energética

Un último factor a considerar en este complejo mosaico geopolítico es el lugar de Rusia en la agenda exterior de Turquía. No podemos desconocer que Gazprom provee el 56 por ciento del gas consumido por Turquía y esa dependencia no puede soslayarse si consideramos el proyecto de Ankara de constituirse en un hub energético regional. La construcción del oleoducto Bakú-Tbilisi-Ceyhan (BTC) y del gasoducto Bakú-Tbilisi-Erzurum (BTE o Gasoducto del Cáucaso Sur), inaugurados respectivamente en 2005 y 2006, fueron la punta de lanza de ese nuevo rol que busca desempeñar el país en el transporte de los recursos hidrocarburíferos del Caspio. Sin embargo, como principal potencia de la región, la Federación Rusa se niega a renunciar a su histórica tutela sobre los países del Cáucaso y Asia Central, cuyos recursos energéticos Ankara necesita para el éxito de su estrategia.

Existe, asimismo, una velada disputa derivada del conflicto en Siria, donde Rusia es un aliado clave de Al-Assad, en tanto que Turquía ve con recelo las operaciones aéreas de Moscú en las proximidades de su frontera con Siria y ha sido un detractor de Assad desde el estallido de la guerra civil en Siria.

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