El crecimiento sostenido del gigante sudamericano fue acompañado de una política constante de posicionamiento como único interlocutor válido de la región. Cuál fue la génesis de la cordial distancia que mantienen Washington y Brasilia.
En la ultima década, Brasil sumó a su tradicional estabilidad política (tanto de gobiernos civiles como militares, entre 1967-1984), el control sobre la inflación obtenida en los años 90, y un vigoroso crecimiento económico en gran medida derivado del boom de las materias primas internacionales que se dio a partir de 2003-2004 y que perdura hasta el día de hoy. El hecho de que la soja y los minerales multiplicaran varias veces su precio internacional y que el 70 por ciento de las exportaciones del gigante sudamericano fueran materias primas, fue determinante en ese sentido.
Los altos valores de petróleo, superiores a la barrera psicológica de cien dólares el barril, hicieron redituable la exploración y la futura explotación del crudo y del gas localizado entre 200 y 350 km de las costas de Río de Janeiro y de San Pablo. Si bien extraer un barril de esos pozos en alta mar costará cuarenta dólares o más -comparado a los dos o tres dólares que significa sacarlos del desierto saudita-, los altos valores internacionales crean una ecuación ventajosa para las empresas que han asumido este riesgo y posterior explotación. Ni qué decir de la seriedad con la cual la clase política manejó la progresiva construcción de una mega empresa petrolera mixta, como es Petrobras. De ser un importador neto de petróleo, pasó en el año 2006 al autoabastecimiento y progresivamente a ser un creciente exportador del oro negro.
La combinación de estabilidad política y económica, y de crecimiento, ha generado una potenciación del posicionamiento de Brasil como actor internacional. Todo ello facilitado por el desdibujamiento de la Argentina bajo los efectos de la hecatombe de 2001 y a la introspección posterior. El presidente Lula da Silva supo encarnar y potenciar esa gran ventana de oportunidad para su país. Luego de superar duras tormentas políticas y su casi caída durante su primer mandato, logró transformarse en un personaje prácticamente indiscutido dentro y fuera de Brasil. Con su estrategia “Roberto Carlos” o “quiero tener un millón de amigos” no dudó en invitar y comer amistosamente con Bush hijo, luego de haber sido él mismo una figura clave en el derrumbe del proyecto del ALCA, la zona de libre de comercio en todo el hemisferio durante la Cumbre de Mar del Plata en el año 2005. Esta misma Cumbre fue un hito fundamental en el progresivo deterioro posterior de la relación entre Argentina y los
EE. UU. Justamente, tensiones y fricciones que Brasil ha sabido más que aprovechar para consolidarse como “el” interlocutor.
POSICIONAMIENTO
La postura general de EE. UU para la Cumbre de Presidentes del Hemisferio en abril de 2012 fue generalista y amigable. Apuntó más a un “control de daños” que a una agenda activa. Obviamente, el eventual “aislamiento” de Washington en esa reunión favoreció los argumentos “sudamericanistas” que acentuaron la crisis tanto de instituciones continentales como la OEA, como la de este tipo de cumbres y reuniones de ministros y funcionarios. Un invalorable regalo para la sofisticada y persistente diplomacia brasileña, la cual consolida en el imaginario internacional su estrategia de correr a un peso pesado como México (actor clave en Latinoamérica) y ni qué decir de los EE. UU. como mega potencia. Así Brasilia se mostró como el actor determinante y excluyente del subsistema sudamericano (desde el Canal de Panamá a Tierra del Fuego) y debilitó la idea de espacios latinoamericanos y hemisféricos.
La reunión a comienzos de abril pasado entre el presidente Obama y su par Rousseff -la segunda desde que esta última asumiera-, reflejó claramente la condición de Brasil como un interlocutor de peso para Washington, pero no por eso un aliado estratégico. Entre otros puntos destacados, figura la más que tenue y ambigua referencia de la administración estadounidense a la aspiración de Brasil a ser miembro permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU. Una sustancial diferencia con respecto al abierto respaldo que EE. UU. le da a los deseos en el mismo sentido de Alemania, Japón e India.
Un factor a monitorear, aunque no necesariamente indique un cambio en la rivalidad prudente y respetuosa, es la decisión de la administración Rousseff de adquirir una nueva generación de aviones cazabombarderos. La tan postergada licitación, de la cual se viene hablando desde 2002, es entre el modelo Rafale francés, el F18 de los EE. UU. y el Gripen sueco-británico. El historial de compras brasileño de las últimas tres décadas y el peso central que ha adquirido Francia en el proceso de reequipamiento militar, inclinaría la balanza hacia el Rafale, favorito de Lula durante su último gobierno. No obstante, siempre hay algún margen para la sorpresa, en especial cuando se trata de un temperamento y un abordaje no convencional como el de Dilma Rousseff.
Desde ya que cuando se comparan las relaciones de Buenos Aires o Caracas con Washington con las que tiene Brasilia, la prudencia, el pragmatismo y la rivalidad calibrada de este último centro político hacia el hegemón hemisférico podrían ser interpretadas como “relaciones carnales” o alineamiento. Nada más distante a ello. Quizás el último gobierno de Brasil que asumió esta postura fue el del General Castelo Branco entre mediados y fines de los años 60, con alguna continuación en sus sucesores militares del primer tramo de la década posterior. No obstante, desde ese momento las sucesivas administraciones militares y civiles hasta el día de hoy han buscado espacios de autonomía y de mayor protagonismo regional e internacional. Quizás una breve excepción fue el efímero período de Collor de Mello en un contexto de shock por la caída del Muro de Berlín, el consenso de Washington en su apogeo y el “fin de la historia”, versión latinoamericana. No hay que recordar lo breve y traumático que fue ese interinato de Collor.