Ni siquiera el sorpresivo asesinato de Jo Cox, la legisladora laborista británica pro-Unión Europea (UE), logró revertir el resultado del referéndum británico del pasado 23 de junio. ¿Tarea de un desequilibrado o algo más? El hecho es que, por una diferencia de poco menos de cuatro puntos, la salida del Reino Unido de la UE recibió más apoyos que su permanencia en el bloque comunitario. La moneda al aire, lanzada irresponsablemente por David Cameron en 2012 para captar votantes euroescépticos, salió del lado que él no esperaba.
Ahora Neville Chamberlain, el desafortunado primer ministro británico del primer tramo de la Segunda Guerra Mundial, ya no estará tan solo en el hazmerreír de los editorialistas y cómicos de la historia. Si de cómicos se tratara, quizás algún dibujante europeo retrate al gran Charles De Gaulle riendo de lo lindo en una nube sobre el Canal de la Mancha, mientras observa los resultados del “jueves fatídico” para la geopolítica británica. El Mariscal francés fue un firme impulsor del proceso de integración europea, pero al mismo tiempo vetó una y otra vez el pedido británico de sumarse a la Comunidad Económica Europea (CEE) –actual UE–. Hubo que esperar a su salida del poder y su posterior fallecimiento para que París diera finalmente su visto bueno.
Londres intentó, en los años 50, una estrategia alternativa a la CEE con países nórdicos, con más énfasis en el libre comercio: la Asociación Europea de Libre Comercio (AELC). Pero, al cabo de menos de una década, ya a mediados de los 60 la sofisticada y orgullosa diplomacia del ex imperio asumió que había que tragarse parte del orgullo y pedir la incorporación al Tratado de Roma, que en 1960 había dado vida a la CEE. Eso sí, siempre intentando mostrar que eso era más conveniente para los mismos fundadores de la CEE que para Gran Bretaña. Farsa que los alemanes, y en menor medida los franceses con cierta sorna e ironía, “aceptaban”. En términos de Groucho Marx, “jamás pertenecería a un club que me aceptara como miembro”.
Una buena enseñanza del reciente referéndum es la necesidad de que los líderes políticos de países donde funcionan la democracia y las instituciones dejen de poner temas estratégicos y claves del interés nacional a tiro de mayorías electorales circunstanciales por medio de este tipo de instrumentos. Pero eso sería materia de otro artículo. Volvamos al eje de nuestro análisis. Veamos algunos números. La salida del Reino Unido la UE reducirá el PBI de la misma en un 13 % y el presupuesto militar conjunto en un 17 %.
Otro factor a considerar ha sido el evidente y masivo corte generacional y geográfico en el voto. Los votantes de menos de 49 años –y ni que decir los menores de 25– votaron a favor de permanecer en la UE, todo lo contrario que los más ancianos, euroescépticos. A nivel territorial, quedó en evidencia que el centro-norte del país (en gran medida Escocia) se inclinó por evitar la salida, así como también lo hicieron los británicos con formación universitaria o superior. Que el lector saque conclusiones sobre el impacto de todo esto puede tener sobre los descendientes de William Wallace, el mítico guerrero escocés llevado a la fama por Mel Gibson en la película “Corazón Valiente” . Aun una dura y euroescéptica Margaret Thatcher nunca abandonó la CEE y la supo usar a su favor durante la Guerra de Malvinas para consolidar el bloqueo comercial y las sanciones contra la Argentina. Un tema no menor, dado que parte sustancial de los sistemas de armas que venía incorporando nuestro país procedían de Francia, Alemania y, en menor medida, Italia.
¿Cómo impacta el Brexit en la Argentina? Primero de todo, cabe aclarar que este es un proceso que tendrá efectos de corto, mediano y largo plazo. Nuestros decisores, debidamente asesorados por la Cancillería, la inteligencia estratégica y la academia, deberán pensar y entablar cursos de acción realistas y constructivos para nuestros intereses. A primera vista, dista de ser negativo para la estrategia de la administración Macri de ir volviendo, sin prisa y sin pausa, a una constante de la política exterior argentina anterior a abril de 1982. O sea, la existencia de una relación política, comercial y económica constructiva y propositiva con Londres. Caudillos de los quilates de Yrigoyen y Perón no dudaron en tener fluidos lazos con Londres. Ni que decir un referente histórico del nacionalismo, como Juan Manuel de Rosas, que residió y murió en tierra británica. Aun los gobiernos militares, como los de Onganía y Lanusse, mantuvieron esa tesitura. El primero no dudó en ordenar la detención y posterior encarcelamiento de los miembros del Operativo Cóndor en 1966, cuando un grupo de civiles nacionalistas secuestraron un avión, bajaron en el aeropuerto de Malvinas e izaron a pinta de pistola la bandera argentina. También el último Perón, el del 1973-1974, llevó a cabo, a través de su canciller, un proceso de negociación con Londres que su muerte truncó. Cabe recordar que el primer Perón, o sea el de los años 40, llevó a cabo una masiva modernización del arsenal de nuestras Fuerzas Armadas –en especial, de la Fuerza Aérea– con material de origen británico. La guerra de Malvinas fue en 1982 y ya han pasado 34 años. En otras palabras, es como si en 1979 los alemanes, franceses y británicos estuviesen con lazos económicos y políticos deteriorados por la Segunda Guerra Mundial y su tendal de más de 50 millones de muertos.
La pérdida de masa crítica de Londres, a partir de su salida de un gigante económico y comercial, no es una mala noticia para la Argentina. Nuestro país debe apostar a ordenar su economía y avanzar en un fuerte esquema de coordinación y cooperación económica y política con Brasil, así como con Chile. Sin que ello implique ver al enclenque Mercosur como un ancla que nos impide tener más y más interacción con la Alianza del Pacífico, en especial con países claves como México, Colombia y Perú. Es una estupidez asumir que si se va hacia esa esquema se es de derecha y neoliberal y, en cambio, si uno es pro Mercosur equivaldría a ser keynesiano-marxista (uno de los últimos delirios aportados por algunos dirigentes de nuestra querida tierra). Decir que Bachelet es de derecha es toda una osadía. Asimismo, es relevante vigorizar la presencia de la Argentina en el Atlántico Sur. Con, de una vez por todas, el desarrollo de un puerto multimodal en Tierra del Fuego y una adecuada política pesquera y de exploración petrolera en los mares del sur, así como un adecuado estado operativo de nuestra Armada y Fuerza Aérea. Sin olvidar una priorización de las campañas antárticas y tareas científicas y humanitarias en esa región. Sin todo lo anterior, los discursos nacionalistas e irrendentistas encendidos que hemos escuchado en esta última década son meramente una actuación para la tribuna, fruto de la hipocresía o de la ignorancia del ABC de la política internacional. Por último y no menos importante, debemos asumir –y, quizás más aún por el Brexit, en el mediano y largo plazo– que la cuestión Malvinas pasará más por Washington de lo uno se puede imaginar. Pasará entonces por tener una relación previsible y seria con EE. UU., la principal potencia hemisférica, un primus inter pares global y, desde ya, una pieza clave de ese ajedrez. Todo ello sin seguidismo ni hipocresía contestataria. Ya aprendimos que el discurso antinorteamericano, que primó en los últimos tiempos por estas Pampas y otros países de la región, no afectó la fascinación por acumular dólares. Símbolo, si los hay, del poder de Washington.