A un año del terremoto, DEF conversó con integrantes de Médicos sin Fronteras, que trabaja hace 19 años en el país caribeño. Por Susana Rigoz/ Fotos: AFP
A un año del sismo que devastó Haití, dejando un saldo aproximado de 222.000 muertos, 300.000 heridos y tres millones de damnificados, y provocó una inmediata solidaridad mundial, la realidad del país más pobre de América Latina no cambió sustancialmente. Pese a las promesas iniciales de la comunidad internacional de participar activamente en el proceso de reconstrucción, en la actualidad las personas que continúan viviendo en campos de desplazados superan las 800 mil. “Son indignas las condiciones en que vive la población”, declara Verónica Nicola (36), entrerriana, médica pediatra e integrante de MSF, que estuvo en Haití de abril a agosto de 2010, y volvió un mes a fines de octubre, convocada por su experiencia en cólera. Pese a haber trabajado previamente en la frontera entre Irán y Afganistán, en territorios palestinos y en países de África, afirma que cuando llegó por primera vez a Haití, quedó conmovida. “Más allá de lo que uno podía ver por televisión o por fotos, impresionaban las miles de carpas que ocupaban casi todos los espacios verdes”, describe.
UN CÍRCULO PERVERSO
Si bien es cierto que el terremoto tuvo una magnitud de 7 grados, no es menos cierto que Haití se encontraba en la más vulnerable de las situaciones para enfrentar un desastre de esta naturaleza. Con una pobreza estructural, una alta densidad poblacional y una deforestación del 97%, no podía esperarse nada diferente de lo ocurrido. A las cientos de villas miserias que ya existían antes de que el seísmo derrumbara la mayoría de los edificios de Puerto Príncipe, se sumaron entonces los campamentos de desplazados, las calles colmadas de escombros, las montañas de basura y los cadáveres a la intemperie.
UNA ESPERANZA
Desde un primer momento, una catarata de organizaciones llegó para prestar ayuda. Nicola relata que uno de los principales problemas que tuvo MSF fue la dificultad para recibir el material sanitario del exterior. “Faltó coordinación. Todas las ONG querían entrar elementos y no había quién priorizara lo más urgente”. En medio de tanta desolación, se encendió una luz cuando en marzo de 2010, los Estados miembros de la ONU y sus asociados internacionales prometieron aportar 5500 millones de dólares para la recuperación del país. “Uno esperaba un apoyo importante después de la firma del acuerdo, sin embargo en los cuatro meses que estuve la primera vez no vi casi ningún avance. Y tampoco lo percibí al volver en octubre-noviembre”, afirma.
UN TEMA CLAVE
A la hora de evaluar los logros alcanzados, la doctora Nicola manifiesta que en lo único que pudo apreciar cierta mejora es en la limpieza de las calles, que habían quedado cubiertas de escombros, imposibilitando los desplazamientos. “Pese a su importancia, esta tarea puede demorar años, ya que no trajeron maquinarias y está siendo realizada a pico y pala”.
Otro problema muy delicado es el de la basura. “Puerto Príncipe es un gran basural. Hay varios canales que drenan la ciudad hacia el mar y, en el principal, no se veía el agua, tapada por montañas de desperdicios. No tienen sistema de tratamiento de residuos y, hasta que me vine, había un solo basural para toda la ciudad, adonde iban a parar hasta los desechos hospitalarios, con el riesgo que eso conlleva”, rememora Nicola.
LA SEGUNDA CATÁSTROFE
Mientras los haitianos continúan viviendo entre escombros, en octubre pasado se desató el cólera, que ya suma, según los últimos datos oficiales, más de 3500 muertos y unos 160 mil enfermos, de los cuales 91 mil fueron tratados por MSF. Pese a ser una enfermedad de mortalidad alta, la misma puede reducirse con facilidad, si se accede a la atención adecuada. “La mortalidad fue muy importante en un principio por diversos factores: la enfermedad comenzó en las zonas rurales, donde es dificultoso el acceso a los centros de salud; en Haití hacía 100 años que no existía cólera, razón por la cual el personal sanitario no tenía experiencia y la gente, por desconocimiento también, no reaccionaba con la rapidez necesaria para una hidratación efectiva”, explica Nicola. De hecho, el número de muertos empezó a reducirse en la medida en la que el personal sanitario se fue formando y la población conoció cuáles eran los síntomas y la importancia de realizar una consulta, por ejemplo. Esta buena noticia, sin embargo, es relativa, ya que en tanto no mejoren las condiciones de vida de los haitianos, va a ser muy difícil de controlar la enfermedad. “El cólera tiene dos patas estrechamente vinculadas: la médica y la sanitaria. En Puerto Príncipe, la mayor cantidad de personas afectadas no está en los campamentos de desplazados -donde todavía hay organizaciones encargadas del saneamiento, lo que significa que todavía tienen acceso al agua potable y que las letrinas de vez en cuando se vacían-, sino en las villas, que son mucho más difíciles de controlar. Es indispensable una política de gobierno”, asevera.
EFECTOS COLATERALES
Aunque la violencia ya era un problema en Haití, se agravó con los últimos desastres. “Hay mucha inseguridad, son comunes los secuestros extorsivos y la violencia armada. Por otro lado, están los gangs, grupos similares a las maras centroamericanas. El terremoto destruyó la penitenciaría más importante y quedaron en libertad unos 4 mil presos, entre ellos muchos de los cabecillas de estas pandillas, que se dispersaron y reorganizaron”, dice Nicola, y cuenta que es usual que lleguen cotidianamente al hospital heridos de bala y arma blanca.
A esta realidad, hay que agregar la violencia de género que, pese a que ya estaba presente, se recrudeció con la formación de campamentos. “A raíz del trabajo de algunas organizaciones, cada vez más mujeres se animan a contarlo, algo que era infrecuente debido a que no sabían que acceder a un servicio de salud de manera inmediata permite prevenir enfermedades como el HIV o la Hepatitis B, entre otras”.
UNA EXPERIENCIA DURA
Consultada acerca de qué fue lo que más la conmovió de su vivencia en Haití, la doctora Nicola recuerda que al comienzo de la epidemia, el número de enfermos subía indefinidamente y no había donde internar tantos pacientes. “A mí me tocó el manejo de los muertos. Eran muchísimos y la gente empezó a abandonar los cadáveres en la calle o, en el mejor de los casos, a traerlos al hospital. Al principio teníamos una carpa, pero con el calor se volvía imposible. Por suerte pudimos armar una estructura refrigerada donde ponerlos hasta que la municipalidad decidiera qué hacer con esos cuerpos que nadie reclamaba. Finalmente se los destinó a una fosa común. Fue muy una de esas cosas que te marcan muchísimo”.