Profesora de Historia, directora de la Escuela de Educación Media Nº 2 Rumania, del barrio porteño de Villa Real, cercano a Fuerte Apache, Silvana Corso fue seleccionada entre las mejores docentes del mundo. Susana Rigoz conversó con ella acerca de su proyecto institucional de inclusión educativa.
Frente a la cruda realidad de los 500 alumnos que concurren a su escuela, en su mayoría adolescentes signados por la violencia, la pobreza, la discapacidad y en un contexto de riesgo, Silvana Corso (46) se propuso ir más allá. A partir de su vivencia personal, puso en marcha un proyecto para la inclusión de chicos con discapacidades físicas y mentales en los centros educativos. De esa manera, integró a aquellos con trastornos autistas y de desarrollo, con síndromes de Asperger, Tourette y Down; con problemas psiquiátricos como esquizofrenia y psicosis; parálisis cerebral, mielomeningocele y espina bífida o microcefalia. No se quedó quieta. No solo se capacitó sino que se convirtió en experta en el tema con diplomaturas otorgadas por Flacso, la Universidad Central de Chile y el Centro de Altos Estudios Universitarios de la Organización de Estados Iberoamericanos (OEI) y una especialización en la Universidad de Salamanca, España. Entre otros reconocimientos, fue nominada junto a otros 50 maestros, entre 20 mil postulantes de 37 países, como finalista del Global Teacher Prize de la Fundación Varkey –ONG fundada por el millonario indio Sunny Varkey-, especie de Premio Nobel de la docencia mundial que destaca a los maestros innovadores y comprometidos que desarrollan una propuesta de calidad educativa entre la población desplazada.
-Su camino estuvo marcado en gran parte por tu historia personal.
-Sí, mi recorrido está pautado por mi propia biografía, tanto escolar como familiar. Nací en el seno de una familia muy humilde, con una mamá, Vicenta Ortega, que a los 15 años viajó desde Jujuy a Buenos Aires para trabajar en una casa de familia. Mi papá Julio, hijo de inmigrantes italianos, muy pobre, hasta los 10 años repartía hielo y trabajaba en lo que podía. Tuvieron cinco hijos, dos fallecieron. Quedaron mis hermanos mayores y yo, la última y única mujer. Mis hermanos no quisieron ir al secundario y yo avanzaba a los ponchazos en la primaria, tanto que en sexto grado les dije a mis padres que no tuvieran expectativas conmigo por mis dificultades con el estudio. Los maestros sugirieron que aprendiera un oficio como costura o cocina. Fue una gran tristeza para mi mamá que soñaba con una hija recibida, pero mi papá la consoló asegurándole que igual iba a intentarlo.
-¿Cómo logró superar sus problemas con el estudio?
-Aunque había egresado del primario casi como un favor de parte de mis maestras, me anotaron en el secundario y a la vez en Corte y Confección, para que tuviera un oficio. La sorpresa fue cuando en el colegio descubrieron que mi problema era metodológico: no sabía estudiar. El tema es que una vez que me dieron los recursos necesarios dejé de tener dificultades y hasta se me despertó la vocación docente. Yo quería imitar a quienes me enseñaban y empecé el profesorado, al tiempo que busqué capacitarme en el orden metodológico y en la didáctica. Así fueron mis primeros diez años como docente.
-En abril de 2000 nació su hija Catalina, hecho que cambió la vida para siempre y fue el comienzo de un largo y complejo aprendizaje.
-Al nacer se asfixió con el cordón umbilical y tuvo parálisis cerebral (encefalopatía hipóxica – isquémica). A mí se me dio vuelta el universo. De golpe se me acabaron todas las respuestas como mujer, como pareja, mamá o hija. Su llegada interpeló a toda la familia y tuvimos que reubicarnos. Todos aprendimos con Cata; en mi caso, logré valorar los pequeños logros que veía a su lado, avances que muchas veces eran casi imperceptibles para el resto. Empecé a dedicarme a sus necesidades, a la estimulación temprana, visual y auditiva y después, a todo lo referido a poder establecer una comunicación con ella. Descubrir que había otros canales para relacionarnos y que, aunque parecía totalmente ida, estaba ahí con nosotros. Uno empieza a apreciar pequeños signos como el ritmo cardíaco, el tema muscular, la piel de gallina y hasta la regulación de la temperatura, y aprende que son también formas de comunicación. Un babeo continuo y sistemático significaba que debía cambiarle el pañal. Y no me equivocaba. Una manera de decir que estaba presente, entendiendo las cosas desde su propia patología. Mi marido y yo nos convertimos en sus interlocutores y tratamos de ser su voz, sin ser colonizadores de su cuerpo. Aprendimos a respetar sus señales –cuando no quería seguir exponiéndose o cuando debimos afrontar la decisión de no dejarla operar- porque más allá de la expectativa como padres y nuestro propio egoísmo, primero estaba ella.
-¿En qué momento se planteó la posibilidad de que Catalina ingresa en el sistema escolar?
-Lo primero que hice fue informarme acerca de cómo aprenden chicos con su misma patología, más allá de lo que hacen es sus propias casas. Yo quería que mi hija se relacionara con otros chicos porque siempre estaba con nosotros e incluso cuando la llevábamos a una plaza nadie se le acercaba. Yo estaba convencida que otro niño iba a ser el mejor estimulador. Primero la llevamos a un centro educativo terapéutico donde había otros como ella con salitas para cuatro. Cata no veía, no escuchaba y los otros tres en la misma situación ¿Cómo iban a interactuar así? Lo hacían solo a través de un adulto. Entonces, decidimos que debía estar en una escuela común para relacionarse con sus compañeritos. Nos lanzamos a la búsqueda de un jardín y, a pesar de que Catalina respiraba por traqueotomía, comía con botón gástrico, se movilizaba en silla de rueda postural porque no podía sostener la cabeza ni el tronco, no veía ni escuchaba, pudo empezar su escolaridad e integrarse.
-¿Dónde estuvo la clave para lograr ese objetivo?
– Nosotros veníamos de un proceso largo durante el cual seguíamos al pie de la letra lo indicado por médicos y terapistas acerca de cómo sentarla, ponerle las coderas, que sostuviese la cabeza cuando le daba de comer, que tuviera un movimiento voluntario a la hora de jugar, etcétera. Entonces, cuando interactuaba con Catalina no podía dejar de analizar cada detalle buscando respuestas, hasta que me di cuenta que eso no mejoraba su calidad de vida. Los papás disfrutan cuando juegan con sus hijos, cosa que yo no podía hacer porque todo el tiempo esperaba sus reacciones. Cuando pude correrme de esa actitud y comérmela a besos, la disfruté. Por eso, cada cosa tiene que estar en su lugar. En cuanto a la escuela la diferencia estuvo en no separar a los chicos, hecho que le permitió aprender, además de tener su terapia de rehabilitación. El jardín me enseñó que la institución escolar como único formato y opción es irremplazable. Allí mi hija podía ser Catalina; los chicos hablan y jugaban con ella. Tenía registro de las cosas. De todo, aunque solo tuviera la oportunidad de mostrarlo con gestos. Y también que tenemos mucho que aprender de los chicos, porque ellos no tienen prejuicios y toman con naturalidad las diferencias. ¿Qué pasa con nuestra sociedad que cuando crecemos perdemos esa condición? Fue esta experiencia la que me convenció de que era posible implementar un proyecto inclusivo en la escuela donde trabajaba.
-Usted se define como una “militante en discapacidad”, ¿qué implicancias tiene esa postura?
-Implica que, más allá de dedicarme a la educación, no pierdo oportunidad de trasmitir nuestros aprendizajes y vivencias en todos los lugares donde puedo, en especial con los profesionales de la salud, y participo de los eventos de psicología y psiquiatría que puedo, tanto en la Argentina como en el exterior. Creo que hay mucho que difundir sobre este tema. Por ejemplo, que los chicos son ante todo personas y que su discapacidad no los define; que pueden conectarse y que muchas veces no tienen otros recursos que la misma patología para comunicarse. Entonces ante un síntoma la respuesta no debe ser cambiar la dosis o el tratamiento sino aprender a leerlo. La experiencia de mi hija en el jardín de infantes me enseñó
-¿Cómo logró introducir el tema de la discapacidad en el ámbito escolar?
-Yo ingresé a la escuela como profesora en 1993 con 22 años. Era una institución que había sido creada en 1990 en el marco de las Escuelas Medias Municipales, EMEN, que sin tener la denominación de inclusivas respondían a la misma lógica porque estaban ubicadas en zonas estratégicas de la ciudad para atender a niños en riesgo. Muy esporádicamente llegaban chicos con alguna discapacidad. Un mundo todavía desapercibido para mí, hasta tal punto que no registraba su presencia en la escuela. En julio de 2007, poco antes de que falleciera Catalina, asumí la vice dirección. En septiembre vino una mamá para pedir una vacante y el secretario de la escuela la mandó a hablar conmigo: “Su hijo tiene parálisis cerebral, vos la vas a entender mejor”, me dijo. La atendí y me contó que el chico había terminado la primaria con algunas adecuaciones, que estaba en silla de ruedas y si bien caminaba con andador, a veces perdía el control y si se caía podía llegar a lastimarse. A mí me encantaba la idea pero cuando se lo propuse a la directora casi me mata. Después de muchas discusiones, finalmente Luciano entró y después todos los demás.
-¿Hubo algún tipo de resistencia con los demás profesores?
-Por supuesto y aún hoy hay quienes no comparten esa lógica, pero aunque nunca impuse nada a medida que el proyecto fue creciendo no hubo marcha atrás. Creo que el principal inconveniente es que los profesores no se sienten capacitados para abordar esta problemática por lo cual hay que enfocarse en que adquieran confianza en sí mismos, por otra parte los coordinadores y tutores son agentes multiplicadores. Los formamos y van al aula para acompañar al resto de sus compañeros, el hecho de que hay más adultos en las aulas generó resistencia de parte de los docentes pero aprendieron a consensuar, a mirar el grupo, a pensar estrategias y dejarse asesorar.
-¿Cómo reaccionan los compañeros con los chicos con capacidades diferentes?
–Siempre lo desconocido llama la atención y es entonces cuando es necesario que la escuela se haga presente y trasmita el espíritu de su propuesta. No es complejo, los chicos comprenden con rapidez y, dada mi experiencia de tantos años, puedo afirmar que quienes comparten el aula con alguien que tiene capacidades diferentes se convierten en mejores personas. La escuela inclusiva se construye día a día y es el lugar donde se pude cambiar la representación social de la discapacidad.
-La escuela Rumania está en un barrio difícil, donde hay chicos con otro tipo de dificultades que no tienen que ver con la discapacidad ¿Cómo los manejan?
-Nuestra lógica es atender a todos. Hacemos hincapié en lo que es la discapacidad porque llama más la atención, pero el enfoque pasa por mirar cada singularidad. Es muy difícil que se le pase a la escuela un chico que por la noche fue violado, golpeado, a quien mandaron a robar o lo hace solo porque desde los cinco años sobrevive en la calle. La presencia de los alumnos con discapacidad abrió nuestras cabezas para atender al resto con un abanico más grande de estrategias.
-¿Desde el punto de vista institucional, esta escuela inclusiva afecta la calidad educativa?
-Ese un error muy común en el que se cae a menudo: pensar que proponemos un modelo social. Es cierto que la escuela es la gran transformadora de la sociedad, pero no se trata de una guardería, ni enfermería ni hospital que hace caridad. Aquí enseñamos y si alguien pasa de año, es aprendiendo.
–El Global Teacher Prize -para el que está seleccionada otorga al ganador un premio de un millón de dólares. ¿Pensó en que invertiría semejante suma de dinero en caso de ser la ganadora?
-Yo ya me siento una ganadora por el hecho de haber instalado el tema en la sociedad. El ganador se va a conocer el 17 de marzo de este año pero en febrero anuncian los diez finalistas que viajaran a dar conferencias sobre las actividades que llevan adelante. Eso me ilusiona porque me permitiría difundir la problemática a nivel mundial. Si tuviera la suerte de ser la ganadora, usaría el premio para dotar a mi escuela de todo lo que necesita, que es muchísimo, desde mejoras edilicias hasta recursos tecnológicos. Por otra parte, me gustaría hacer una fundación sin fines de lucro para que los chicos sin recursos accedan a una mejor calidad educativa.
“La que tiene fuerza”
Silvana Corso y Agustín Sap, padres de Catalina, relataron la vida de su hija y sus propias vivencias en “La que tiene fuerza”, libro que imprimen con sus ahorros y regalan a quienes lo solicitan. También puede descargarse gratis a través del siguiente link: