El recuerdo del conflicto del Atlántico Sur se transforma, para los tomadores de decisiones británicos, en un buen espejo para analizar los desafíos de la actual política exterior de su país.

Tal como en el ya lejano 1982, las fuerzas militares británicas se ven enfrentadas a un importante ajuste lanzado por un gobierno conservador en un escenario de crisis económica. En ese momento, la idea era desmantelar parte sustancial de las fuerzas navales de superficie de la Royal Navy y concentrarse en los submarinos dotados con misiles balísticos intercontinentales que apuntaban a la URSS. En esta oportunidad, el ajuste implica reducir la cantidad de incorporaciones de ciertas unidades y tener que transitar algunos años sin portaaviones de ataque por primera vez en casi un siglo. Otro aspecto a tomar en cuenta en el presente escenario del componente militar británico son las duras y agridulces experiencias que han debido confrontar en los últimos 10 años en las guerras en las que han participado. Especialmente, en las fases de guerra no convencional o asimétrica en que se adentraron las tropas occidentales en Irak y Afganistán, luego de un primer momento de euforia por el rápido colapso de los regímenes hostiles que controlaban ambos territorios.

En el caso de Irak, Londres tuvo a cargo la zona sur. Emplazamiento de la amplia mayoría chiita y buenos a óptimos lazos con Irán. Centenas de muertos y heridos de las tropas de Su Majestad y cuantiosos gastos fueron preparando el terreno para la decisión de retirar las fuerzas, que se concretó pocos años atrás. Una retirada que distó de ser tanto una fuga, como un éxito o una victoria. En el caso del “cementerio de los imperios”, o Afganistán, el sabor amargo parece imponerse en mayor medida que el dulce. De terroristas con los cuales no se negociaba, los talibanes han pasado a ser en los últimos meses interlocutores en complejos entramados de reuniones con enviados de los EE. UU. y aliados. Las horas de violencia y turbulencia que se viven en los últimos días desde la quema de libros del Corán son un ejemplo del precario escenario.

La activa presencia del poder aéreo y de fuerzas especiales del Reino Unido en la campaña militar para derrocar a Gadafi en Libia estuvo lejos de ser el rápido paseo que desde Londres se pensó en un primer momento. Una dura y violenta guerra civil de más de seis meses, con remezones que aún hacen crujir la precaria paz fue lo que finalmente sucedió. En otras palabras, un panorama distante de una majestuosa y prolija operación político-militar.

Psicológica y políticamente, es plenamente comprensible que el grato recuerdo de la victoria militar de junio de 1982, que lejos estuvo también de ser un paseo para Londres, y golpes de suerte como fue la no concreción del ataque aéreo naval argentino del 2 de mayo, vuelvan una y otra vez a la dirigencia política y militar de la ex potencia hegemónica como un placebo para épocas complejas. El prestigioso centro RUSI de estudios estratégicos en el Reino Unido ha publicado en febrero 2012 un análisis sobre los complejos desafíos que presenta la política exterior británica en América Latina, vis a vis el respaldo más o menos eufórico o sincero de estos países a la Argentina por la cuestión Malvinas e Islas del Atlántico Sur. Comenzando por un Brasil que parte de la idea de ver como un riesgo a su propia área de seguridad la presencia de potencias extrarregionales en el Atlántico Sur. Así como una postura equidistante de Washington, que sin embargo no querría quedar aislado en el mediano plazo como el único actor hemisférico relevante que no respalda de cierta forma a Buenos Aires en este reclamo.

En un contexto más amplio y ya de alcance estratégico, la creciente priorización de los EE. UU. del escenario Asia-Pacífico, frente a la interdependencia y rivalidad de Washington con el ascendente gigante chino, no hacen más que ir marginando gradualmente el rol europeo en la geopolítica mundial y en especial el rol de “garante” y “nexo amigable” que cumple Londres para con Washington en las relaciones transatlánticas. Más aún, cuando a fines del pasado año el gobierno de Cameron quedó en una minoría de 26 a 1 en la decisión de la Unión Europea de avanzar en reformas para enfrentar la crisis económica.

Cabe recordar que la secretaria Hillary Clinton no dudó en definir a fines de 2011 la política exterior y de seguridad de los EE.UU. del siglo XXI como “la centuria del Pacífico”. Un espacio geopolítico que va desde la India hasta Japón, Australia y la costa Oeste de los EE.UU., con China como rival geopolítico y socio económico-comercial. Países como India, Japón, Australia, Corea del Sur y el ex enemigo vietnamita, pasan a tener un rol cada vez mayor en la compleja “contención” del gigante chino. Decimos compleja, dado que en la persistente y exitosa contención llevada a cabo a partir de 1946 hasta 1989 sobre la Unión Soviética, lo era sobre un modelo político, económico y social totalmente divergente del de Washington. En este caso, la baja inflación americana y el financiamiento de su abultada deuda externa han estado ligados estrechamente a la interdependencia económica con China. Al mismo tiempo, los dirigentes de esta superpotencia asiática distan de repudiar las prácticas del mercado y del capitalismo, siendo activos protagonistas de instituciones y regímenes internacionales en su momento impulsados por el poder americano, tales como el Banco Mundial, el FMI y el más reciente G20.