Luego de una historia signada por vaivenes en su relación, el Reino Unido y la Unión Europea enfrentan hoy una crisis económica que implica trabajar en conjunto. Para ello, las islas deberán revisar su estrategia hacia el continente.

El siempre agudo y sarcástico general Charles de Gaulle lo veía como a un topo o quinta columna de los Estados Unidos en todo proceso europeo. Él mismo vetó, hasta su salida del poder en 1969, la incorporación de ese país a la Comunidad Económica Europea (CEE). Nos referimos al Reino Unido.

Londres, a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial y en especial luego de la gran crisis económica que la afectó después de la guerra, optó por un alineamiento férreo con Washington. A pesar de esto, desde 1945 los Estados Unidos no dejaron de impulsar y lograr el desmantelamiento de las preferencias comerciales coloniales que unían a la ex potencia hegemónica europea con sus colonias.

La postura de Londres hacia la integración europea, que era del interés estratégico del nuevo hegemón americano a partir de la asunción de la URSS y su poderosa ideología comunista como enemigo, fue reticente y escéptica. Una de las estrategias tradicionales de la diplomacia y la geopolítica británica desde el 1500 fue mantener a la Europa continental dividida. La idea, básica, pero no por ello menos lúcida, indicaba que cuando existiera un hegemón allí, tarde o temprano saltaría el canal para atacar las islas. Londres combinó esta estrategia con la denominada “paz separada”, que implicaba que cuando la coalición antihegemónica en el continente que los británicos integraban lograba desgastar lo suficiente al aspirante al poder total, los orgullosos isleños procedían a firmar la paz con este desde una posición ventajosa y dejando que sus viejos aliados y antiguos enemigos siguiesen desangrándose un tiempo más.

El siglo XX marcaría el comienzo del fin de este offshore balancing inglés en Europa, frente al ascenso de los Estados Unidos como potencia mundial. Cuando Washington ingresa en la Primera Guerra Mundial en 1917 y en la Segunda en 1941, uno de sus objetivos básicos era impedir el avance del poder alemán frente al Reino Unido.

En la posguerra, aquello que se había iniciado con el “Acuerdo del acero y el carbón” entre Berlín y París en 1952, se transformaría pocos años después en la Comunidad Económica Europea con la incorporación de Italia, Bélgica, Holanda y Luxemburgo. Paralelamente, los británicos argumentaban a favor de una integración económica más ligera y “liberal”, como zonas de libre comercio con algunos países del Báltico. Mientras tanto, en 1956 los Estados Unidos aplicaron todo su peso para hacerles entender a los británicos que sus mejores años habían pasado, al ordenarles que abandonasen inmediatamente las operaciones militares con franceses e israelíes para controlar el canal de Suez. Para comienzos de la década del sesenta, Londres empezaría a buscar ingresar en la comunidad que criticaba pocos años atrás. Algo así como una readaptación del famoso chiste de Groucho Marx, quien con sarcasmo decía que no aceptaría ingresar en un club que lo admitiera como socio. Recién en 1972 las orgullosas islas se sumarían a la mesa de la CEE.

Desde ese momento, un clásico británico sería estar, obtener los beneficios económicos  y comerciales de la CEE, y al mismo tiempo criticarla y mostrarse escéptico. La era conservadora en el Reino Unido -iniciada a partir de 1979- llevaría al paroxismo esta práctica; si bien durante la guerra por las Malvinas, Londres pediría activamente y conseguiría el respaldo de la CEE y sanciones europeas sobre la Argentina. Paradojas de la historia y la geopolítica.

En los años 90, se dio un salto cualitativo y cuantitativo en la integración europea, en gran medida gracias a un encadenamiento de hechos: el fin de la Guerra Fría, la unificación alemana y el temor que esta causó en Francia y otros países europeos. La forma que encontró Berlín de contrarrestar ese sentimiento fue apostar por más Europa. Entre otras cosas, avanzando decididamente hacia una moneda común y una Unión Europea. Londres permanecerá afuera del euro, si bien líderes como Tony Blair lo veían como una buena opción.

La reciente crisis económica internacional que presentó sus primeros síntomas en el año 2007 y que eclosionó en septiembre de 2008 en Wall Street y durante 2010-2011 en el sur de Europa, colocó al Viejo Continente y a su moneda frente a una renovada y creciente presión. La decisión alemana y francesa fue, luego de idas, vueltas y momentos de extrema tensión, más Europa. Un salto adelante que busca adaptar las visiones rígidas de la disciplina económica alemana a las realidades que genera esta crisis.

En la cumbre europea del pasado viernes 9 de diciembre, ese consenso básico alcanzó para 26 de los 27 países de la UE, y los 17 países cuya moneda es el euro comenzarán a articular una respuesta común y más contundente. Como era de prever, Londres quedó fuera. Quizás sus decisores deban asumir que en una era signada por el descenso relativo del poder americano y el ascenso al centro de la escena de potencias regionales como China, India, Rusia o la misma Alemania, el tradicional juego geopolítico iniciado luego de la Segunda Guerra Mundial debe ser replanteado más temprano que tarde.

Los hechos de diciembre de 2011 y la autoexclusión de Cameron de los intentos europeos de dejar atrás la crisis por medio de una profundización de la integración, parecen indicar que la estrategia británica deberá ser revisada a la luz de una nueva realidad