La violencia y el crimen organizado amenazan la convivencia y la propia democracia en la región. No hay soluciones mágicas. Debemos despojarnos de las ideas preconcebidas y diseñar una política integral que nos involucre a todos los latinoamericanos. Escribe Mario Montoto (Presidente de Taeda)


El tema que nos ocupa en esta columna, la seguridad pública en América Latina, ha sido foco de interés de DEF y de Taeda desde los albores de nuestro proyecto editorial. Nos preocupa, lógicamente, por el impacto que genera en la población con su carga de dolor y sufrimiento,  pero también por sus consecuencias en términos de trabas para el desarrollo socioeconómico de nuestros países. La región en la que vivimos es tremendamente rica en recursos naturales y tiene un gran potencial humano. Sin embargo, una importante masa de sus habitantes no consigue satisfacer sus necesidades más elementales y se encuentra a merced de las grandes mafias de la delincuencia. Para entender este fenómeno, es importante analizar las distintas facetas del problema.

Lejos de conformarnos con una visión de escritorio, alejada de la realidad, a lo largo de estos ocho años de DEF hemos recorrido el continente para entender sus distintas problemáticas. Así fue como, entre muchas otras coberturas realizadas por nuestra publicación, tuvimos ocasión de trasladarnos a Guatemala y El Salvador para profundizar en el flagelo de las maras, las temibles pandillas juveniles centroamericanas que nacieron en las cárceles norteamericanas y luego expandieron sus prácticas delictivas no sólo en toda la región central del hemisferio sino también en los EE.UU.; visitamos Perú para ahondar en la trama del narcotráfico en los países andinos; estuvimos en Brasil para observar in situ de qué manera todos los estamentos del país (Nación, provincia y municipios) abordaron la problemática de la inseguridad pública como una auténtica política de Estado y desde un enfoque integral; y nos internamos en los rincones de Colombia más golpeados por el narcotráfico para conocer a fondo el trabajo de sus Fuerzas Armadas y de Seguridad, acciones que también se inscriben en el marco de una política de Estado sostenida en el tiempo.

Como corolario, en noviembre de 2010 organizamos desde la Fundación Taeda, en conjunto con la George Washington University, el seminario “El Hemisferio Americano: los desafíos del desarrollo y la seguridad”. El resultado fue un rico y plural debate, en el que participaron funcionarios, académicos y miembros de las fuerzas de defensa y seguridad de la región, entre ellos, Frank Mora, subsecretario de Defensa de EE.UU. y el general Steven Shepro, jefe de Operaciones del Comando Sur de EE.UU. En un contexto de intenso y fructífero debate, aquella jornada logró sintetizar de manera muy nítida los diferentes matices que pueden existir a la hora de abordar el flagelo del delito transnacional organizado, donde se destacó la visión de Brasil y su proyecto estratégico, la mirada de los países centroamericanos, la de México y también la de nuestro país. Sin embargo, al finalizar las disertaciones quedó fuertemente subrayado que la clave para todos los países del hemisferio era “trabajar en conjunto”, pues el convertirnos en socios inteligentes es “el mejor camino para encontrar soluciones concretas” a las amenazas que enfrenta el continente. Dicho esto, cabe aclarar que no está en nuestro espíritu la renuncia a la soberanía y a las particularidades de cada Estado y sus políticas de Defensa y Seguridad. Sin embargo, debemos convenir que sin intercambio de información de inteligencia y sin coordinación entre fuerzas, el tráfico ilícito avanza inexorablemente entre nuestros países. La amenaza del delito organizado, como lo es el narcotráfico o la trata de personas, no conoce ni tiene fronteras.

DELINCUENCIA, PANDILLAS Y VIOLENCIA

La seguridad -o, mejor dicho, la inseguridad- ciudadana aparece hoy, en la encuesta de la Corporación Latinobarómetro, como la principal preocupación de la población regional. En su informe anual 2011, en 11 de los 18 países consultados fue considerado como el problema más importante, con un promedio del 28% de las menciones. Si a ese porcentaje sumamos el 4% que apuntó a la cuestión de las pandillas como prioritaria, obtenemos un 32% de latinoamericanos que destaca cualquiera de estas formas de violencia como su mayor motivo de intranquilidad. Venezuela encabeza el “ranking”, con el 62% de menciones, seguida por El Salvador y Guatemala, con el 51%, y detrás se ubica Costa Rica, con el 50%.

Ahora bien, ¿se trata solo de una sensación o esta preocupación de la ciudadanía se encuentra corroborada por los hechos? Las cifras así lo demuestran: según Naciones Unidas, en América Latina se comete uno de cada cinco homicidios que ocurren cada día en el planeta y el 41% de ellos tiene como víctimas a jóvenes de entre 20 y 34 años de edad. “Aunque en Latinoamérica vive el 8% de la población mundial, se cometen 20% de todos los homicidios del planeta”, grafica el titular del Banco Interamericano de Desarrollo (BID), Luis Alberto Moreno. Puntualmente, Honduras y El Salvador encabezan la lista de países donde se cometen más homicidios, con tasas de 91,6 y 69,2 muertes violentas por cada 100.000 habitantes, respectivamente, según la última información oficial disponible. Por otra parte, en Centroamérica el 70% de estos homicidios implican el uso de arma de fuego, porcentaje que en Sudamérica se ubica en torno al 60%, según el relevamiento Small Arms Survey 2012.

Por su parte, el Índice Mundial de la Paz 2013, elaborado por el Institute for Economics and Peace (IEP), ubica a América Latina como la segunda región más violenta del planeta, después del África subsahariana. Esta situación no es gratuita, pues según el BID, el costo económico de la violencia estaría en el orden del 8% del PBI regional. Las cifras del istmo centroamericano, la zona más golpeada por la delincuencia urbana, son contundentes: el Banco Mundial estima que los costos totales asociados al crimen y a la violencia representan anualmente en El Salvador el 10,8% del PBI; en Nicaragua, el 10%; en Honduras, el 9,6%; y en Guatemala, el 7,7%. Considerando solo esos cuatro países, los gastos de salud y atención médica, seguridad pública, administración de justicia y seguridad privada totalizan 5.715 millones de dólares. Asimismo, los enormes pérdidas macroeconómicas para estos países se observan en la merma de inversión privada directa e indirecta, provocada entre otras cosas por la vulnerabilidad de la seguridad pública y por los riesgos que esto representa, por ejemplo, para las compañías privadas extranjeras que no están dispuestas a enviar allí a sus ejecutivos debido a la amenaza de secuestros o por los altísimos costos de los seguros para su personal.

MÁS ALLÁ DE LAS IDEOLOGÍAS

La seguridad es una condición indispensable para una mejora de la calidad de vida de nuestra población. Hacemos nuestras las palabras del secretario general de la Organización de los Estados Americanos (OEA), José Miguel Insulza, al inaugurar la Asamblea General 2011 dedicada a este tema: “Los esfuerzos que en el continente americano realizan mujeres y hombres que buscan consolidar la democracia, la  convivencia,  la estabilidad económica, un empleo seguro y decente, un lugar digno para vivir, educación para sus hijos y un sistema adecuado de salud, están siendo amenazados por el crimen y la violencia”.

Pasando al plano de las acciones concretas, cabe señalar que, si bien los matices entre las distintas tendencias políticas son inevitables y enriquecen la democracia, en los últimos años ha quedado demostrado que para enfrentar la delincuencia y el crimen hay que despojarse de preconceptos. El problema de la seguridad no es patrimonio de la llamada “política de derecha o de izquierda”. Esas apreciaciones no son más que eslóganes fáciles y simplistas, que no logran captar la complejidad del problema y no ayudan a la hora de encarar una política integral de seguridad que tome en cuenta tanto los aspectos preventivos como represivos, con la firmeza necesaria para hacer frente a las grandes organizaciones criminales, sin por ello descuidar la reinserción social de los delincuentes.

El caso de Cuba es particularmente interesante para entender que una política de seguridad no es una bandera exclusiva de la “derecha” o de la “izquierda”. Solo un ejemplo de ello: según los últimos datos de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), la cifra de homicidios en Cuba se ubica en apenas 5 por cada 100.000 habitantes. Esto no es casualidad sino el resultado de una férrea política del gobierno de La Habana que castiga duramente la portación ilegal de armas de fuego, con penas de privación de la libertad que van generalmente de los dos a los diez años según el tipo de armamento del que se trate, incluso en algunos casos más graves puede ser motivo de reclusión perpetua. De hecho, solo miembros de las Fuerzas Armadas y de Seguridad están autorizados a portar armas, lo que hasta el momento ha dado muestras de niveles de convivencia muy distantes de la turbulencia de otras sociedades latinoamericanas. Asimismo y más allá de las históricas diferencias entre Cuba y los EE.UU., ambos países tienen en vigencia acuerdos bilaterales clave en temas tales como lucha contra el tráfico de estupefacientes, contra la piratería y tratados sobre el problema migratorio. Una vez más, la seguridad pública entendida como una cuestión de Estado, no partidaria y sostenida en el tiempo.

Existen, a lo largo de nuestra geografía, ejemplos dignos de imitar. Un caso asombroso es el de Medellín, ciudad que a comienzos de los años 90 se encontraba sumida en el infierno, a merced del tristemente célebre Cartel liderado por Pablo Escobar –fallecido en 1993– y a la cabeza de todos los rankings en materia de asesinatos y delitos violentos. A partir de entonces, gracias a una coherente política de Estado sostenida a través de distintas administraciones, se logró llevar adelante un ambicioso plan de acción que combinó iniciativas de seguridad con inversiones en infraestructura y proyectos sociales. La segunda metrópoli de Colombia logró reducir sus tasas de homicidios de 381 por cada 100.000 habitantes (1991) a 49,1 por cada 100.000 habitantes (2012).

Desde 2011, y con gran impulso del presidente Juan Manuel Santos, Colombia lleva adelante una interesante iniciativa que ha permitido grandes avances en materia de seguridad pública. Me refiero al denominado “Consejo Nacional de Seguridad”, una mesa de trabajo que reúne al presidente de la República, a sus ministros de Defensa, Seguridad y Justicia, a gobernadores, alcaldes, jefes militares y policiales. Este Consejo debe reunirse, por Ley, al menos tres veces al año. Allí, las máximas autoridades logran articular todas las instituciones del Estado para hacer efectiva las acciones de lucha y disuasión contra el delito organizado en todas sus formas. México, desde 1994, es otro de los países de nuestro continente que ha logrado avanzar en propuestas similares. Su propio Consejo Nacional de Seguridad ha sido el punto de partida de políticas de largo plazo que, una vez más, trascienden las administraciones y gobiernos de turno. La conformación de estos consejos es, sin lugar a dudas, una de las grandes iniciativas a imitar por el resto de los países de la región.

NARCOTRÁFICO, UN FLAGELO QUE RECORRE EL CONTINENTE

Otro de los grandes dramas latinoamericanos, profundamente ligado al problema de la violencia y la delincuencia, es el del narcotráfico, que tuvo su auge con los carteles colombianos en los años 80 y principios de los 90 y que hoy golpea con particular fiereza a nuestros hermanos mexicanos, pero que recorre toda nuestra geografía continental. Favorecidas por controles fronterizos porosos, por una difundida economía informal en las zonas rurales y por la radicación de cultivos ilegales, particularmente de coca y marihuana, en áreas alejadas del control del Estado, las mafias de la droga han ido adueñándose de amplios espacios y han intentado conformar a lo largo de las últimas décadas una suerte de “Estado paralelo” que genera anualmente una cifra que gira en torno a los 80.000 millones de dólares y se aprovecha de los sectores sociales más vulnerables que suelen ser cooptados para la realización de tareas asociadas al traslado y comercialización minorista de estupefacientes.

No podemos soslayar que México y Paraguay se ubican a la cabeza entre los primeros países productores de marihuana a nivel mundial, y que Colombia, Perú y Bolivia producen virtualmente la totalidad del insumo (la hoja de coca) para la elaboración de la cocaína, cuya producción anual oscila, según los últimos datos disponibles de la ONU, entre las 776 y las 1051 toneladas (Informe Anual de Drogas 2013). Lamentablemente, en este escenario que hasta hace unos años ubicaba al Cono Sur como mera zona de tránsito de esa droga hacia mercados externos –principalmente europeos–, hoy nos coloca de frente a un creciente problema: el aumento del consumo local de drogas. Argentina, sin ir más lejos, se ubica a la cabeza de los países latinoamericanos en consumo de cocaína, con una prevalencia del 2,6% entre personas de 15 a 64 años, y un notable crecimiento en la última década, si consideramos que en 1999 la prevalencia de consumo era del 1,9% en esa misma franja etárea.

Hoy existe un debate a nivel regional sobre la eficacia de las políticas antidrogas seguidas hasta la fecha, que no han logrado hacer mella en este negocio multimillonario. Se discute si la vía de la represión al consumo y de la erradicación de cultivos es la única posible o si, en cambio, sería mejor centrar los esfuerzos en el combate frontal contra las grandes organizaciones narco. Es una discusión compleja y no se puede adoptar a priori un enfoque en desmedro del otro. No perdamos de vista que la droga es el hilo conductor de una cadena delictiva que comienza con la obtención de la materia prima, su elaboración, venta al menudeo en el mercado local, las grandes operaciones de “exportación” hacia centros consumidores extranjeros y finaliza con el lavado de activos procedente de la venta de estupefacientes. Un caso testigo es el ocurrido en Esteban Echeverría en abril de este año, cuando la Policía Bonaerense desbarató, a través del Operativo “Pantano Blanco”, una banda que “invertía” el dinero obtenido por la comercialización de cocaína y paco en la adquisición de autos de alta gama, propiedades e infraestructura para un posterior uso delictivo.

UNA LUCHA QUE NOS INVOLUCRA A TODOS

La seguridad es una responsabilidad de todos. Una política integral debe partir de las necesarias medidas preventivas, que incluyen la contención de los sectores sociales expuestos a ser utilizados como “carne de cañón” por organizaciones delictivas. La exclusión, la falta de oportunidades en términos de educación y empleo y el deterioro de las condiciones de vida son un terreno fértil para la proliferación de estos grupos.

El ejemplo más claro lo tenemos en las grandes urbes brasileñas, particularmente en Río de Janeiro y San Pablo, donde durante décadas grandes capos del narcotráfico -el Comando Vermelho en Río y el Primeiro Comando da Capital (PCC) en San Pablo, por citar dos casos- tuvieron a su merced a la población de las favelas y se adueñaron de la vida de sus habitantes. Este tema ha sido motivo de un trabajo de académicos argentinos y brasileños que Taeda pudo plasmar en el libro “2010. Seguridad pública, un desafío de todos”, una obra bilingüe (español-portugués) que analiza en forma comparada la problemática de la Provincia de Buenos Aires y del Estado de Río de Janeiro y brinda propuestas concretas desde una perspectiva multidimensional.

En los últimos años, el Estado brasileño -en sus distintos niveles, federal, estadual y municipal- ha venido dando importantes pasos con el objetivo de “urbanizar” esos barrios e involucrar a su población en la gestión del espacio público. Un estudio del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) sobre la “urbanización de las favelas” destaca las claves del éxito en este tipo de iniciativas. En Río de Janiero, y muy especialmente a partir de la llegada del presidente Lula Da Silva, se logró consolidar una política pública de Seguridad e inclusión social gracias al entendimiento, planificación y trabajo conjunto del Gobierno Federal, del Gobierno Estadual, a cargo del gobernador Sergio Cabral, y del poder municipal en manos del alcalde César Maia. Esa visión estratégica se tradujo en un plan que logró mejorar las condiciones de vida de los habitantes de las favelas cariocas mediante el suministro de infraestructura básica (agua potable, saneamiento, alcantarillado, alumbrado público, pavimentación, espacios abiertos para la práctica de deportes al aire libre) y un conjunto de servicios sociales (centros de atención familiar e infantil, actividades de generación de ingreso y empleo), así como la titulación de las tierras. Una política que emplea a sus fuerzas Armadas y de Seguridad para combatir al delito organizado y que, en definitiva, permite que el Estado acceda a rincones que antes se encontraban bajo la influencia de los traficantes. Es decir, la seguridad pública, la inclusión social y el desarrollo pensados desde una visión integral y simultánea.

Otro caso más reciente, digno de mención, es el de El Salvador que, como ya señalamos, presenta una de las tasas de homicidios más altas del planeta. A comienzos de 2012, el Gobierno inició en forma reservada un diálogo con los líderes de las dos pandillas juveniles más violentas: la Mara Salvatrucha (o Mara 13) y la Mara del Barrio 18. La tregua alcanzada en ese momento permitió que el número de asesinatos en el país se redujera de 14 a cinco homicidios diarios. El presidente Mauricio Funes, quien llegó al poder en 2009, reconoce que no se debe apostar a “mantener la tregua dependiendo únicamente de la voluntad de los que han pactado”, pero al mismo tiempo asegura que “se crea un ambiente diferente para intentar otras soluciones de fondo” que incluyan oportunidades de empleo y reinserción social de los mareros, muchos de los cuales hoy se encuentran hacinados en las cárceles salvadoreñas.

En suma, es importante generar un debate amplio en torno a la problemática de la seguridad pública que involucre a todos los sectores en el combate frontal del delito. La solución no puede partir únicamente de los dirigentes políticos sino también debe involucrar al sector privado, al empresariado y a las comunidades religiosas, a las instituciones educativas y a los líderes de opinión de los más diversos ámbitos. Nos debe involucrar, en síntesis, a cada uno de nosotros.

La violencia y el crimen organizado constituyen hoy una de las principales amenazas a los Estados en nuestro continente. Es uno de los grandes males del presente que tiene en el negocio espúreo de la droga su hilo conductor y que pone en riesgo el futuro de nuestras naciones. Los países del hemisferio enfrentan una problemática que debe ser prioritaria y sin lugar a dudas parte de una política pública de largo aliento, que trascienda gobiernos y colores políticos. No hay soluciones mágicas. Se trata de un trabajo sostenido, planificado, coherente, integral, con inteligencia bien entendida, en cooperación con otros países.

La seguridad pública es una responsabilidad indelegable del Estado pero, vale la pena recordarlo, el Estado somos todos y cada uno de nosotros.