DEF dialogó con este experto en Historia de la Ciencia, quien propuso mirar la evolución científica y tecnológica argentina desde una perspectiva que rompe con el relato estándar. La falta de una política de ciencia y la repetición cíclica de crisis socio-económicas hicieron que la ciencia argentina siguiera siendo un proyecto inconcluso. Por Juan Ignacio Cánepa / Fotos: Fernando Calzada.

Hubo un tiempo en que Diego Hurtado hizo una carrera de científico “normal”. Se licenció y doctoró en física -beca del CONICET de por medio-, y a punto estuvo de hacer un postdoctorado en la Universidad de Cornell. Pero en paralelo empezó a trabajar en Historia de la Ciencia, una pasión que lo había acompañado a lo largo de su carrera. La moda de las revistas de divulgación científica en los 90 le permitió dedicarse a la temática y hacer el gran salto vocacional de su carrera. Hoy es profesor de Historia de la Ciencia en la UNSAM, donde dirige el Centro de Estudios de Historia de la Ciencia José Babini, y profesor en la Maestría de Política y Gestión de la Ciencia de la UBA.

Desde ese nuevo rol, el especialista asegura que cuando piensa la ciencia en América Latina, la ve como un asunto político: “Deja de ser un tema de producir doctores, de tecnología de punta, o de tener más laboratorios”. La ciencia se empieza a vincular “a cuestiones de desarrollo económico y de la industria, a los valores del sector empresarial, de los políticos y de los científicos”, dijo Hurtado. Bajo esta perspectiva, publicó La ciencia argentina. Un proyecto inconcluso: 1930-2000, una historia política del panorama científico vernáculo.

-¿Por qué ubica en 1930 el punto de partida de la ciencia argentina?

-Porque allí confluyeron tres procesos. En los 30 se nota con claridad que la industrialización de Argentina está en marcha y que tiene incidencia -el producto bruto que aporta la industria empieza a ser comparable o mayor al que viene del agro-. Eso es todo un quiebre para el país, que es agroexportador. Por otro lado, en la misma época, un sector militar se asigna el rol de favorecer el acceso a la tecnología. Los generales Savio y Mosconi entienden que esto es un problema clave para la defensa y la autonomía del país. El tercer hecho que confluye, que tiene que ver directamente con la ciencia, es que en los años 30 aparece en escena lo que podemos llamar la comunidad científica argentina a escala nacional.

-¿Cómo estaba conformada esa comunidad científica?

-En realidad, ciencia en Argentina hay a partir de la Revolución de Mayo. Desde 1870 hasta 1930 hay un claro proceso de institucionalización de la ciencia, pero lo lideran científicos extranjeros o singularidades, por ejemplo, Aguilar, un astrónomo influyente, o Loyarte, un físico muy vinculado a la política desde el lado conservador. No se ven científicos como un grupo representativo. Eso aparece en los 30. Una manifestación muy clara es la creación de la Asociación Argentina para el Progreso de las Ciencias, liderada por Houssay. Este modelo de institución es clave porque se propone dar visibilidad a la ciencia y llegar al poder político. Además, por primera vez confluyen en una asociación científica diferentes disciplinas: matemáticos, astrónomos, fisiólogos, médicos, cardiólogos, geólogos.

POLÍTICAS INCONCLUSAS

-¿Qué rol tuvo la política en ese escenario?

-Fue débil hasta el gobierno de Perón, sobre todo de 1950 en adelante. No es que Perón fuera un iluminado, sino que respondió a un contexto internacional: era el momento de la posguerra, en que el desarrollo científico había ganado mucho protagonismo. En el Segundo Plan Quinquenal, la técnica y la ciencia -en este orden- están presentes de manera protagónica y se ve una clara intención de asimilar el desarrollo técnico-científico al proceso de desarrollo económico. Esto se refleja en las iniciativas del peronismo: en 1950 se crea la CNEA y la Dirección Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas; en 1951, el Instituto Antártico; en 1954, CITEFA. A partir de 1950 hay un quiebre en el sentido de que la ciencia y la tecnología tienen que acompañar el desarrollo industrial y económico.

-¿Eso quiere decir que el grupo de los científicos perdió en la puja política?

-Tras el golpe del 43, la ciencia se institucionaliza por dos caminos paralelos, que responden a paradigmas político-científico divergentes: el grupo de Houssay ve que no va a tener el apoyo del Estado y decide continuar la institucionalización de lo que ellos entienden por ciencia a través del sector privado. De esta forma se crean algunos institutos privados -como el IBYME y la Fundación Campomar, algo inédito en América Latina. Favorecen la ciencia básica y creen que el aporte a la sociedad viene como derrame. Por otro lado, está la política científica del peronismo, que concibe la ciencia y la tecnología incorporadas a un proceso de planificación económica en donde el Estado tiene que intervenir como nodo planificador y el científico debe responder y comprometerse con un programa político y un proyecto de país. Lo que en los países del Primer Mundo va ser integrado por medio de la política (sector militar, sector científico, y sector económico), en Argentina va a tomar caminos divergentes.

-Suena a un debate actual.

-Exacto. Es un debate que llega hasta el presente. La Revolución Libertadora quiso resolverlo eliminando uno de los dos polos de la disputa: todo lo que viniera del peronismo. Así se cancelaron las iniciativas planificadoras del régimen anterior y se trató de rescatar el paradigma científico. Como la Revolución Libertadora no tenía un plan económico, sino que respondía a demandas sectoriales, el sector científico fue uno más de los que demandó. Así se creó el CONICET. La institucionalización de la ciencia en Argentina se da a partir de una incapacidad política de planificar. El sector científico se cristaliza como un conglomerado de instituciones desarticuladas.

ATRAPADOS EN LA HISTORIA

-Sin embargo, en ese punto de la historia comienza lo que se conoce como la edad de oro de la ciencia argentina. ¿Es un mito?

-Entiendo que es un momento que hay que estudiar con más profundidad, pero lo que veo es que efectivamente es un mito, que tiene un componente de antiperonismo que niega todo lo que se hizo hasta el 55. El florecimiento o la edad de oro de las universidades ocurre en realidad en la Universidad de Buenos Aires, porque hubo una edad de oro en la de Tucumán y en la de Cuyo durante el peronismo que, justamente en esta furia antiperonista, se olvidó.

-Pero en esta época se enmarcan muchas de las experiencias más importantes de nuestra ciencia.

-Sí, uno ve hitos. En el 58, la CNEA pone en marcha el primer reactor de investigación; en el 60, en el Departamento de Electrónica de la Facultad de Ingeniería de la UBA, se construye una computadora; en el 62 se hace la expedición Matienzo. Son todos logros, pero vienen encriptados en espacios institucionales que no construyen vínculos con el sector productivo, o que no logran construir redes con el resto del sistema científico. Todos estos procesos van declinando y abortando, ya sea por la noche de los bastones largos en el 66, o por la dictadura del 76, pero también porque no hay un sector empresarial al que le interese lo que pasa en la Facultad de Ingeniería. FATE electrónica, Biosidus o INVAP responden a eso, pero son singularidades que no logran generar masa crítica empresarial.

-Entonces, ¿por qué esa sacralización?

-Las instituciones se construyen a partir de su pasado y de un proyecto de modos de acción hacia futuro. Cuando se está en una sociedad postautoritaria, como en el primer alfonsinismo, se mira hacia atrás y no hay nada. Entonces, al mirar al pasado tenemos la universidad de los 60. Ahí se cristaliza el mito: empezamos a idealizar lo que no encontramos en nuestro pasado reciente, lo buscamos en el pasado lejano y vemos que en los 80 todo el mundo habla de la universidad de los 60, de la noche de los bastones largos, y nadie hace un estudio estricto, riguroso. Pero si se mira con mayor profundidad, se encuentra que Rolando García -decano de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales entre 1957 y 1966- no tenía proyectos convergentes con Manuel Sadosky -vicedecano-. Esa es la universidad de los 60, una universidad un poco elitista, con proyectos desconectados de las realidades. Pero el mito sirvió para pensar un ideal.

-¿Eso mismo se replica en los 90?

-Es diferente, en el sentido de que Menem ya no tiene la mirada ideológica e ineficaz, en términos políticos, del alfonsinismo. Para el menemismo la ciencia y la tecnología son una variable para negociar su política exterior, y su política exterior es el alineamiento con los EEUU. Por ejemplo, el gobierno argentino puso una cantidad de millones de dólares en el proyecto Gemini, impulsado por los EEUU, sin preguntarles a los astrónomos argentinos; se desarticula el plan nuclear: Argentina firma el tratado de no proliferación, que por lo menos era algo para consultar. Además, a la política exterior se le sumó la política de achicamiento del estado.