Este dicho, que suele usarse en la actualidad como una advertencia para mantener en secreto lo que está diciendo, evoca en mí una imagen retrógrada, la figura de una persona con la oreja pegada a la pared, o más precisamente, con un vaso entre la oreja y la pared para poder amplificar los sonidos del otro lado del muro. Obviamente, la tecnología ha desarrollado sistemas mucho más sofisticados de escucha que esta se señalo. Pero resulta que, en el siglo XVI, época de la que proviene este dicho, no existía esa tecnología, aunque sí espías que pululaban en todas las cortes y necesitaban, de todos modos, recabar información a favor de un rey o de otro para sostener o impedir una conspiración. Se cuenta que, en la segunda mitad de este siglo, durante las guerras religiosas de Francia, la reina Catalina de Medicis, esposa del rey Enrique II, implacable y sangrienta, incitó a terribles matanzas contra los protestantes. Una de ellas fue la noche del 24 de agosto de 1572 que pasó a la historia con el nombre de la “Noche de San Bartolomé”, en la cual, ayudada por el duque de Guisa, incitó a los católicos a matar a los seguidores de Calbino, conocidos como los “hugonotes”. Para lograr la emboscada de los infieles, la reina necesitaba, por sobre todas las cosas, descubrir quiénes eran los traidores que estaban perpetrando la conjura en su contra, y qué mejor cosa, entonces, que construir conductos acústicos secretos en las paredes de sus palacios para poder espiarlos. De allí viene lo de “las paredes oyen”, y la posterior costumbre de los cortesanos de dirigirse a un lugar fuera del castillo, para seguir espiando.