La explosiva combinación de yihadismo, tensiones tribales y reivindicaciones separatistas irresueltas ha sembrado de violencia y muerte vastas regiones del continente, desde el Magreb hasta Kenia. ¿Es África la nueva frontera de la “guerra global contra el terrorismo”?
La locura criminal del grupo somalí Al-Shabaab y sus incursiones en la vecina Kenia, las atrocidades de Boko Haram en Nigeria y la sombra amenazante de Al-Qaeda en el Magreb Islámico han encendido una luz de alarma en la comunidad internacional. Estas amenazas procedentes del integrismo islámico se superponen con históricos reclamos separatistas –reavivados en los últimos años– que derivan de las caprichosas fronteras trazadas durante la fase de descolonización del continente africano. “A diferencia de otras regiones, África presenta un alto nivel de los así llamados ‘conflictos no estatales’: conflictos entre grupos y facciones armadas que luchan entre ellas”, ilustra el director ejecutivo del Institute for Security Studies (ISS), Jakkie Cilliers, en un informe publicado en octubre del año pasado, donde también advierte que “la línea divisoria entre conflictos armados, terrorismo y violencia criminal organizada se ha vuelto borrosa”.
Inestabilidad y radicalismo islámico
Las regiones del Magreb y el Sahel se han convertido en un blanco predilecto de los terroristas. Según la estadística elaborada por el Inter-Universitary Center for Terrorism Studies (IUCTS), los atentados se incrementaron desde un total de 21 en 2001 a 230 en 2013. “Desde el 9/11, los ataques terroristas de AQIM y otros grupos extremistas se han incrementado en más del 600 por ciento desde su punto más bajo”, revela Yonah Alexander, autor del último relevamiento publicado por el IUCTS. Tomando los datos de 2013 y comparándolos con los de 2012, este analista señala que los actos terroristas “se incrementaron en un alarmante 60 por ciento con respecto del año anterior” y alcanzaron en esa zona de África “su nivel más alto en los últimos doce años”.
En una sesión que tuvo lugar en marzo de 2013, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas alertó sobre el “arco de inestabilidad” que se estaba extendiendo a lo largo del Sahara y del Sahel. Por su parte, en un informe presentado en junio de ese año ante ese mismo organismo de la ONU, el secretario general Ban Ki-Moon hacía un llamado de atención sobre la proliferación de armas en el Sahel tras la crisis de Libia: “Los países vecinos han tenido que lidiar con el ingreso masivo de armas y municiones del arsenal libio llevadas de contrabando al Sahel por excombatientes, tanto antiguos miembros del ejército regular libio como mercenarios que estuvieron involucrados en el conflicto”. Considerando únicamente el caso de Malí, se calculaba que entre 10.000 y 20.000 rifles de asalto podrían haber sido traficados desde Libia hacia ese país.
El grupo yihadista más activo en la región es Al-Qaeda en el Magreb Islámico (AQIM), nacido en enero de 2007 en Argelia como sucesor del Grupo Salafista para la Oración y el Combate (GSPC), que a su vez se había escindido del Grupo Islámico Armado (GIA), organización que tuvo al país en vilo durante la década del 90. En su trabajo El impacto estratégico de la crisis en el Sahel, el profesor de la Universidad Complutense de Madrid, Rafael Calduch Cervera, recuerda que “la derrota militar del Grupo Islámico Armado (GIA) y la ilegalización de su rama política, el Frente Islámico de Salvación (FIS), facilitaron el proceso de pacificación de Argelia, pero también provocaron la dispersión de los sectores yihadistas más radicales por los países vecinos, logrando establecer grupos autónomos o células en Mauritania, Malí, Níger y tal vez Burkina Faso, con la doble función de propagar la interpretación islámica salafista y derrocar a los que consideran gobiernos débiles, corruptos y sobre todo kafir (apóstatas del verdadero islamismo)”.
En ese estudio, publicado en 2013, Calduch Cervera estimaba que “en la zona entre el norte de Malí, el oeste de Níger, el sur de Argelia y el este de Mauritania se han agrupado en torno a 2000 combatientes distribuidos así: unos 600 en AQIM, 700 combatientes vinculados a Ansar Dine, unos 300 en el Movimiento Tawid y Yihad, con voluntarios del grupo Boko Haram, y otros 300 llegados desde países asiáticos como Pakistán, Afganistán e India”. “Las características geográficas y sociopolíticas del Sahel han obligado a los terroristas a adaptar sus objetivos de combate a un teatro de operaciones muy distinto de su tradicional zona de operaciones en el norte de Argelia”, explicaba, por su parte, el catedrático español Carlos Echeverría, profesor de Relaciones Internacionales de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED), quien sostenía que este redespliegue del grupo marcaba una “nueva etapa” de su plan de acción en el continente.
Francia y sus intereses geopolíticos
La expansión del yihadismo en el Sahel movilizó a Francia, antigua potencia colonial. El disparador de esta intervención fue la turbulenta crisis interna en Malí, fruto de una combinación de reivindicaciones autonomistas de la etnia tuareg y de la toma del norte del país por parte de los grupos yihadistas Ansar Dine (“Defensores de la Fe”) y Movimiento para la Unidad y la Yihad en África Occidental (MUJAO), aliados de AQIM. En enero de 2013, a solicitud del propio gobierno maliano y bajo el paraguas de Naciones Unidas, el gobierno francés lanzó la Operación Serval, consistente en el despliegue de 2500 efectivos en apoyo del ejército local, lo que permitió reconquistar los bastiones de Gao, Tombuctú y Kindal, que habían caído en 2012 en manos de los extremistas.
El retiro de las tropas francesas de Malí se produjo en julio de 2013, pero un año más tarde el gobierno de François Hollande lanzó en Chad la Operación Barkhane para garantizar la estabilidad de sus cinco excolonias del Sahel (Burkina Faso, Chad, Malí, Mauritania y Níger). A esa misión se han destinado 3000 efectivos militares franceses, 200 vehículos blindados, seis aviones de combate, veinte helicópteros y tres drones. Al fundamentar los objetivos de esta operación, el ministro de Defensa francés, Jean-Yves Le Drian, enfatizó que “muchos grupos terroristas de la zona sahelo-sahariana se alimentan de la inestabilidad en Libia”. A modo de reproche, señaló que “los actores que intervinieron militarmente en 2011 sobreestimaron la capacidad de la sociedad libia de asumir sin dificultad la transición política necesaria”. Al explicar el porqué de esta presencia militar francesa, el funcionario destacó que “la seguridad de la Unión Europea depende también de la estabilidad del continente africano”, al tiempo que aclaró que Francia no quiere transformarse en “el gendarme de África” y que los países de la zona deberán asumir su cuota de responsabilidad en esta lucha.
En diciembre pasado, en una entrevista concedida a la revista de actualidad Jeune Afrique, el propio Le Drian hizo un primer balance de la Operación Barkhane: “Nuestro despliegue militar ha llegado a su punto de madurez. Se trata de una acción regional, con bases de apoyo avanzadas, que nos ha permitido desarrollar acciones eficaces contra el terrorismo. Desde el 1º de agosto, hemos podido neutralizar a unos 60 yihadistas, esencialmente en el norte de Níger y Malí. Cerca de 200 han sido neutralizados en un año, entre ellos importantes líderes”. No es el único frente africano en el que Francia se encuentra involucrada, ya que desde diciembre de 2013 sus tropas también están presentes en otra de sus excolonias, la República Centroafricana, un país azotado por la violencia sectaria entre milicianos cristianos (“anti-balaka”) y musulmanes (“seleka”) con la secuela de sangre y persecución a la población civil.
La pesadilla de Boko Haram en Nigeria
Durante la última década, y a pesar de la senda democrática trazada en 1999, Nigeria también ha sido alcanzada por el impiadoso accionar del fanatismo yihadista. Basándose solamente en las cifras de los primeros nueve meses de 2014, los analistas Jakkie Cilliers y Steve Hedden, del Institute for Security Studies (ISS), señalan que de este país provino más del 25 por ciento de las cerca de 28.000 muertes vinculadas con conflictos en el continente africano. El mayor responsable de esta carnicería es el grupo popularmente conocido como Boko Haram, denominación en lengua hausa cuya traducción aproximada al castellano sería “La educación occidental es pecado”. Su nombre oficial es Jama’atu Ahlis-Sunnah Lidda’awati Wal Jihad (“Comunidad Sunita para la Propagación de las Enseñanzas del Profeta y la Yihad”) y fue fundado en 2002 por el clérigo Mohammed Yusuf en el norteño estado de Borno.
“Una peculiaridad de Boko Haram no es su criminalidad, sino la naturaleza sectaria de su agenda, muy distinta de la que caracterizó en el pasado la confrontación violenta entre diferentes grupos étnicos en el estado de Plateau, o de la de otros grupos insurgentes con reivindicaciones étnicas, como el Congreso de los Pueblos de Odua (OPC), el Movimiento para la Emancipación del Delta del Níger (MEND) y el Movimiento para la Actualización de la Soberanía del Estado de Biafra (MASSOB)”, puntualiza el investigador Marc-Antoine Pérouse de Montclos, de Chatham House. Este experto añade que, aun cuando la extrema ferocidad de sus actos de violencia ha generado una gran preocupación internacional y muchos países han decidido involucrarse en la respuesta a la crisis, no existen pruebas que permitan afirmar que la ideología y las tácticas de Boko Haram cuentan con conexiones y coordinación operacional desde el exterior.
Por su parte, en un estudio publicado por el United States Institute of Peace (USIP), Freedom C. Onuoha explica que “el objetivo central de Boko Haram es reemplazar el Estado laico nigeriano por un régimen que adhiera estrictamente a la sharia islámica, aplicable al entero territorio del país”. No está de más recordar que existe, particularmente en los estados el sur, una mayoritaria presencia de cristianos. Este grupo, agrega Onuoha, “recluta a sus miembros principalmente entre los jóvenes descontentos, desempleados con escuela secundaria e incluso estudios universitarios completos, así como jóvenes indigentes, que proceden mayoritaria –aunque no únicamente– del norte de Nigeria”. Esto no excluye, según este autor, la participación de “personas adineradas, educadas y influyentes”. Respecto del grado de fanatismo de sus miembros, este experto señala que “los seguidores jóvenes, que previamente utilizaban armas en sus ataques, se han convertido en individuos altamente radicalizados, dispuestos a inmolarse como atacantes suicidas para convertirse en mártires”.
En cuanto a sus blancos preferidos, Pérous de Montclos explica que inicialmente Boko Haram “dirigía su frustración contra los habitantes más educados residentes en las ciudades, quienes eran vistos como corruptos y a quienes se acusaba de ser malos musulmanes”. ¿Por qué? Pues justamente porque el origen de este grupo yihadista se conecta con “el éxodo rural que produjo un desarraigo en las comunidades tradicionales”. Sin embargo, este experto atribuye también al Estado nigeriano, y a su feroz represión de 2009, una cuota parte de la responsabilidad en la radicalización de Boko Haram a manos del “halcón” Abubakar Shekau, quien tomó el liderazgo tras el asesinato extrajudicial de Mohammed Yusuf a manos de soldados del Ejército. Shekau hizo una aparición estelar ante las cámaras en mayo del año pasado para anunciar el rapto de 276 niñas en edad escolar en la aldea de Chibok.
Sin desdeñar la capacidad que tiene de causar daño en la población civil, Pérous de Montclos se preocupa por aclarar que “a pesar de la violencia extrema y su voluntad de fomentar el caos, Boko Haram no parece tener una estrategia clara de desestabilización del Estado. Sus ataques obedecen mayormente a un deseo de venganza, en respuesta a incursiones militares, asesinando a sus oponentes y aterrorizando a las minorías locales cristianas”. En sus conclusiones, el autor cuestiona el trabajo llevado a cabo por la Fuerza de Tareas Conjuntas integrada por policías y militares y los bombardeos aéreos en zonas habitadas, que no se producían en el país desde la guerra de Biafra (1967-70). “Las continuas masacres, asesinatos extrajudicionales y detenciones sin juicio han ampliado la brecha entre las comunidades y las Fuerzas Armadas, hasta el punto que muchos civiles han buscado protección en Boko Haram”, alerta Pérous de Montclos, quien entiende que “el único camino sostenible para combatirlos es protegiendo a los civiles”.
Al-Shabaab: del fundamentalismo al terrorismo
Las imágenes inmortalizadas en el film La caída del Halcón Negro (Black Hawk Down), referidas a los sucesos ocurridos en la capital somalí Mogadiscio en octubre de 1993, son una fiel fotografía del caos y la anarquía reinantes en este país del Cuerno de África, ejemplo de manual de lo que se conoce como “Estado fallido”. Un territorio dividido en feudos y en una serie de estados semiautónomos (Puntland) o cuasi independientes (Somaliland), y un frágil gobierno de transición, reconocido internacionalmente pero cuyo poder durante años estuvo limitado a los muros de la pequeña localidad de Baidoa, fueron el caldo de cultivo ideal para que el yihadismo echara allí sus raíces. Así fue como nació en 2003 el grupo Harakat al-Shabaab al–Mujahideen (“Movimiento de Jóvenes Combatientes de la Guerra Santa”), rama juvenil de la Unión de Cortes Islámicas, movimiento fundamentalista que se hizo con el control de la mayor parte del sur y logró conquistar Mogadiscio en junio de 2006, hasta que en diciembre de ese año fue finalmente expulsado de la capital y derrotado militarmente merced a la intervención de Etiopía en apoyo del gobierno de transición.
En un texto publicado por el Grupo de Estudios en Seguridad Internacional (GESI) de la Universidad de Granada, el analista militar Alberto González Revuelta estudia la evolución de Al-Shabaab y señala que hasta 2007 limitó sus acciones al interior de Somalia. La adopción de “una postura más beligerante” se daría a partir de la invasión de Etiopía y del involucramiento en una “contienda de tipo convencional”. “Ya en el año 2008 –añade– Al-Shabaab pasó de controlar una pequeña zona en el sur del país a asumir el control de la mitad del total de este y de parte de su capital, lo que le convirtió en uno de los grupos terroristas con más fuerza de la región, aplicando la ley islámica de manera muy estricta”. Con el tiempo, llegarían sus acciones en el exterior, como los atentados en Uganda en julio de 2010, con más de 70 muertos, y las incursiones en la frontera con Kenia, que hasta entonces se había mantenido ajena al conflicto interno somalí.
El punto de inflexión se produciría en octubre de 2011, cuando el gobierno de Kenia decidió intervenir militarmente Somalia tras el secuestro de dos trabajadoras españolas de Médicos Sin Fronteras que desarrollaban tareas en un campo de refugiados somalíes en territorio keniano. La Operación Linda Nchi (“Proteger a la Nación”, en idioma swahili, lengua oficial de Kenia) terminó por desatar la furia de Al-Shabaab. Desde ese momento se sucedieron los ataques suicidas y atentados, que tuvieron su golpe más espectacular en septiembre de 2013 con la toma del centro comercial Westgate, en pleno centro de Nairobi, con un saldo de 67 muertos y 167 heridos. Un duro golpe al corazón de la principal metrópoli del país, con graves consecuencias para una economía que tiene en el turismo una de sus principales fuentes de ingresos.
Según sostiene Matt Bryden, en un reporte para el Center for Strategical and International Studies (CSIS), Kenia sigue siendo particularmente vulnerable a los ataques de este grupo extremista “debido a la existencia de una red yihadista doméstica afiliada, Al-Hijra, y por el significativo número de combatientes kenianos que se encuentran en las filas de Al-Shabaab”. En cuanto a las medidas operativas de cara al futuro, lo que sugiere Bryden es “una coordinada labor de inteligencia entre los países vecinos de Somalia y sus aliados internacionales para evitar que los milicianos extranjeros integrantes de Al-Shabaab se dispersen, sin ser detectados, a lo largo de la frontera somalí para expandir su yihad hacia el exterior”.
Una institucionalidad débil y el uso político de la violencia
A la hora de explicar el fuerte incremento de la violencia en el continente, el director ejecutivo del Institute for Security Studies (ISS), Jakkie Cilliers, no elude la responsabilidad de muchos de los líderes del continente africano. Entre los factores que contribuyen a la actual inestabilidad, destaca “la ausencia de un control efectivo del Estado sobre el territorio”, la “débil institucionalidad” que caracteriza a buena parte de los países africanos y “la ausencia de efectividad” de las agencias de seguridad, en áreas que –por otra parte– se caracterizan por grandes déficits en materia de infraestructura. Sin embargo, sin desdeñar el peligroso aumento de los actos de violencia, sostiene que “es el Medio Oriente, no África, la región del planeta que presenta un crecimiento más acelerado del terrorismo”.
Un último llamado de atención que hace Cilliers apunta al uso político que en algunos casos se hace de la represión de los grupos extremistas: “La guerra contra el terrorismo está siendo explotada por algunas élites gobernantes y sus aparatos de seguridad para reforzar su poder coercitivo y aplastar a la oposición legítima comparándola [falsamente] con los terroristas”. Cita, en apoyo de su advertencia, un trabajo de Caitriona Dowd y Clionadh Raleigh sobre el “mito del terrorismo islámico” en Malí y en el Sahel, en el que los autores señalan que “los líderes que califican a los opositores de extremistas, y buscan asociarlos con Al-Qaeda, lo que buscan es echar culpas afuera, en lugar de enfocarse en los tristes récords de gobernabilidad, capacidad estatal y representación” de sus propios gobiernos.