Según Soledad Barruti, la autora de Mal Comidos, el suyo no es un libro agroecológico. Lo que buscó con su investigación fue ir más allá del plato de comida: indagar y analizar cómo la matriz productiva intensiva a la que adhiere Argentina termina contaminando lo que consumimos a diario. Por Patricia Fernández Mainardi

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Mal Comidos es un libro que te deja sin hambre. Quizá, hasta el lector menos impresionable piense dos veces antes de comprar cualquier corte de carne o utilizar ese caldo comprado en un supermercado. Glifosato, hormonas, aceleradores del crecimiento, malformaciones, alteraciones del ADN, son solo algunas de las palabras que están asociadas a la industria alimentaria de nuestros días. Soledad Barruti se mete de lleno en el tema en Mal Comidos. Cómo la industria alimentaria argentina nos está matando, y demuestra que la mayoría de los rumores son verdades de fácil comprobación. Paradójicamente, los consumidores somos también los productores de aquello que comemos. En diálogo con DEF, Barruti explica por qué somos nosotros los que verdaderamente resistimos.

-¿Por qué indagó en esta temática?

-El tema de los alimentos y de qué había detrás de ellos siempre me interesó porque siempre me gustó comer. Eso está presente en mi casa desde que era chica. De hecho, en el primer capítulo cuento un poco de eso; la reina de la mesa siempre era mi abuela, que nos preparaba la comida los fines de semana. Además, vengo de una familia de médicos, entonces el placer gastronómico se mezcla con la información alrededor de la comida. Siempre estuvo presente eso de que la comida te puede hacer muy bien, pero también te puede hacer daño. Después, soy hija de los 80, y en esa década se empezó a notar más la transformación de los productos y su pérdida de calidad. Sobre todo, en el producto que reflejo en el primer capítulo: el pollo. Esa sospecha se transformó, en mi caso, en una búsqueda de alimentos más naturales y en tratar de entender qué había pasado con el pollo, por qué un producto que venía con una calidad estándar y era buenísimo, había cambiado tanto. Más tarde, cuando tuve a mi hijo, me interesó saber más acerca de las comidas que le estaba dando. Sabía que el pollo ya no era un producto indicado, así que empecé a buscar alternativas e hice la duda extensiva a todos los productos que llegan a la mesa. Afuera, en el exterior, hay un montón de producciones, de libros, de películas, que hablan del origen de los alimentos y cuentan cómo su industrialización generó una serie de problemas, tanto para la gastronomía como para la salud de la población y el medioambiente. Acá no había una producción local que respondiera esas cosas, y eso me llevó a decidir que yo quería ser esa persona que desentrañase las dudas locales alrededor de la producción.

-¿Cómo fue el proceso de investigación?

-Fueron dos años de viajar por el interior del país, de ingresar a las producciones… no solamente tenía que entender qué era un criadero de pollos, sino que debí meterme adentro de ellos. Ingresé en criaderos de cerdos, en puertos, en plantaciones; recorrí la producción de alimentos y lo complementé con entrevistas a ingenieros, médicos y otros especialistas. Fueron dos etapas: la de viajes y la de entrevistas.

-¿Qué desafíos se te presentaron?

-El mayor desafío fue ingresar a estos lugares que son bastante poco agradables. Yo soy una persona un poco impresionable y de repente tomarme un micro y terminar en un criadero de cerdos… tuve que tener la fortaleza para ingresar a esos lugares. Con respecto a las fuentes, no hubo nadie que se negara a colaborar. La intención no era hacer un libro agroecológico, sino hacer un libro que pintara el panorama de la producción nacional, a la cual, como país, estamos adhiriendo. La producción de alimentos puede terminar en el plato de comida, pero tiene implicancias más profundas que hablan de nosotros como sociedad, de nuestra economía, de nuestra construcción cultural y de cómo nos estamos deshaciendo de ella al adherir a la matriz productiva intensiva y nada más. La idea es investigar mucho más allá del plato final.

SOBRE LA MESA

-¿Cómo pensás que cambió el ritual de la cocina?

-Se perdió desde que entró a la cocina la comida industrial. Esos alimentos procesados, la superproducción de los delivery, los alimentos congelados, etc.; la industria ingresó para solucionar nuestra falta de cocina, se metió con mucha facilidad dentro de la casa de todos y, en lugar de solucionarnos las cosas, nos complicó la vida. Hoy hay personas que piensan que cocinar una ensalada rusa es abrir una lata y ponerle mayonesa. Se distorsionó mucho la idea de cocina. De todos modos, creo que gradualmente se está dando el retorno a esos orígenes perdidos. Todos estos mercados que empiezan a volver, si bien no expresan en todos los casos una alternativa más saludable, creo que están buenos como espacio que se resignifica: es elegir personalmente la fruta y la verdura, es volver a hablar con la persona que te las vende, es el paseo del fin de semana. Eso es algo que se está refundando recién ahora en el país.

-¿Cómo describirías la mesa actual de los argentinos?

-Es una mesa que se empobreció muchísimo. Los productos fueron perdiendo diversidad. Por ejemplo, antes había diez tipos de manzana y hoy existen solo dos: verde y roja. El caso de la mandarina, una fruta que tiene cada vez más gusto a agua y menos gusto a mandarina. Del pollo, ni hablar. También hay transformaciones actuales muy tristes, como sacar a las vacas del campo y ponerlas en corrales de engorde donde solo comen maíz. Esa es una pérdida tremenda. Antes comíamos una carne única en el mundo: eran animales que pastaban en el campo y completaban su ciclo al sol con una vida súper natural, que se reflejaba en una carne buenísima. Esas mismas vacas hoy no cumplen su ciclo así, terminan su vida en corrales de engorde comiendo maíz. Eso empobrece muchísimo la carne. De hecho, la carne de vaca y la de cerdo tienen el mismo sabor, porque los animales comen lo mismo: alimento balanceado. Un delirio. Además, tenemos un animal que no se mueve, que está fijo todo el día y, por lo tanto, genera más grasas saturadas, que generan mayor colesterol malo y que, además, tienen menos cosas buenas, como los ácidos esenciales que tiene la carne pastoril.

-¿Por qué creés que ocurre esto?

-Es un problema de falta de información. Nos incorporaron esas cosas en la comida sin que nos diéramos cuenta. El Estado subsidió la creación de corrales de engorde. De hecho, se vendió y difundió como una especie de panacea económica: “Mirá qué bueno adonde llegamos, que las vacas argentinas terminan como las de Estados Unidos”. Antes teníamos la mejor carne del mundo.

MALA COMIDA PARA TODOS

-En el libro se muestra una contradicción: si bien consumimos una gran cantidad de productos light, tenemos el mayor porcentaje de niños obesos en la región. ¿Cómo se explica eso?

-Somos un país muy estético, tenemos mujeres hermosas y flacas. Además, tenemos una imagen televisiva que acompaña todo esto. Mientras mujeres y hombres eligen productos light que pretenden solucionarles los problemas, una familia les da a sus hijos productos industriales que son ricos, divertidos, con mayor calcio y proteínas, pero también son productos llenos de grasas, de sal y de azúcar. Por otro lado, la brecha social y la capacidad de elección que esta supone lleva a que los pobres ingieran más carbohidratos, que son alimentos más empobrecidos y de menor calidad, y suplen la falta de todo con exceso de azúcar, grasa y sal. Entonces, la obesidad se extiende entre las personas de clase más acomodada y entre las personas pobres, sobre todo entre las personas pobres. Cabe destacar que los chicos que asisten a comedores escolares también sufren las consecuencias de estos alimentos, porque tienen una falta de presupuesto absoluto y las maestras tratan de estirar el dinero para darle de comer a 500 pibes, y les terminan dando papa, harina y soja; entonces, no comen ningún alimento fresco en su vida.

-Quien tiene dinero, ¿come mejor?

-Más o menos. Come un poco mejor. Obviamente, no va a matar el hambre de la mañana comiendo un pancho en Retiro. Ahora, la calidad de los alimentos creo que está empobrecida en todos los estratos. Sí puede existir una clase “más intelectual” que busca información sobre los alimentos y que está detrás de una corriente orgánica y de una dieta más saludable, que busca comer más semillas y alimentos crudos. Pero en definitiva todos comemos basura. Si vas al palacio de la carne y pedís un bife no sabés si te traen carne pastoril o no.

DE SOJA SOMOS…

-En el libro hay una investigación muy importante acerca de la soja. ¿Hacia dónde pensás que nos lleva el monocultivo?

-El problema de nuestro país es que casi el 60 por ciento de las tierras cultivables están ocupadas por soja, y esa soja no es para alimento, es soja forrajera; es alimento para animales de criadero, sobre todo para criaderos de China. Otro porcentaje se destina al biocombustible. Estamos dedicando nuestras mejores tierras a un producto que no es comida. Esa política productiva lleva a que la comida real desaparezca, porque a un productor le conviene más alquilar su campo para soja que poner un tambo. El otro problema de la soja es que es una producción que prácticamente no necesita mano de obra. A los trabajadores se les da, en el mejor de los casos, la contención de un plan social para que vivan en un barrio periférico. De hecho, cuando uno va al interior puede observar el crecimiento de barrios sociales que se mantienen por el impuesto que deja la propia soja. Cuando les preguntás a esas personas en dónde vivían antes, te contestan que antes vivían adentro del campo. La soja también supone un gravísimo problema de salud, porque las 12 millones de personas que viven en las inmediaciones de los campos sojeros están expuestas a 300 millones de litros de agroquímicos que se tiran sin ningún tipo de control, porque somos un país que no tiene una ley nacional de agroquímicos. Entonces, estas poblaciones están siendo envenenadas. Además, las malezas que afectan a estas plantas de soja van generando resistencia, así que cada vez se requiere más veneno. Es una especie de experimento con sociedades enteras que generan un daño terrible, como ocurrió en el barrio cordobés de Ituzaingó. Allí, se registraba una gran cantidad de personas con cáncer; cuando se hicieron los análisis, todos encontraron que tenían residuos de los agroquímicos en la sangre. Estaban envenenados. Otro problema es que a medida que se extiende la producción, nuestros suelos se vuelven más infértiles, porque si la soja estuviese rotada con animales, el abono de estos va fertilizando la tierra. Pero eso acá no se hace, se pone soja y se fertiliza con químicos que van contaminando la tierra, y hay nutrientes del suelo que nunca más se vuelven a recuperar. Hay muchos intereses involucrados y las extensiones cultivadas con soja fueron creciendo. Es un círculo vicioso.

-¿Cuáles son los principales intereses alrededor de la industria alimentaria en el país?

-Somos un país que se supone que produce alimentos. Entonces, el principal interés es el económico. También hay un interés político, porque las grandes corporaciones están asociadas al Estado. De esta forma, hay un Estado que no defiende a su población, porque eso va en contra de los intereses de las grandes corporaciones, que son realmente un puñado de empresas multinacionales. Es tan grande el poder y tan fuerte la asociación que tienen con el Estado, que es algo indestructible.

UNA POSIBLE SALIDA

-¿Existe algún tipo de solución con respecto a lo que comemos? ¿Estamos acorralados?

-El libro apunta a la idea de volver a las personas a las raíces, al campo. Hay una fundación muy linda en la provincia de Buenos Aires, en la localidad de Carlos Kent, que se llama “Camino abierto”. Fue fundada por un matrimonio que puso un hogar de niños y se dio cuenta de que a los chicos que venían de lo más violento del conurbano no los podían contener en la ciudad. Por eso, se instalaron en Carlos Kent. Hay que ver lo que lograron con esos chicos que tienen espacio, contacto con la tierra y la naturaleza, y la capacidad de producir sus propios alimentos. Es algo que tendría que extenderse a todo el país como un modelo de reinserción y sociabilización. El Estado, en vez de subsidiar la pollería de Granja del Sol –como lo hace hoy, absurdamente–, podría subsidiar pequeñas producciones diversificadas. En Brasil, al margen de que es un país hipersojero y con la peor comida industrial que existe, al haber tantos problemas sociales con las personas que salían del campo, el Estado comenzó a subsidiar las pequeñas producciones de agricultura familiar volviéndose comprador de sus productos. El Estado es un gran comprador, porque tiene cárceles, hospitales, comedores, etc. Así, lograron que en esos lugares, donde hay sectores vulnerables, se coman productos orgánicos y buenos; todos producidos por estas producciones familiares.

-¿Con qué se va a encontrar el lector en el libro?

-Se va a encontrar con un paneo crítico de nuestra situación productiva actual y las voces de un montón de personas que muestran que hay salida y que la salida está en los mismos recursos humanos, los saberes, la tierra y la diversidad productiva que podemos tener. Entonces, se va a encontrar con un gran problema pero también con múltiples soluciones.